miércoles, 1 de abril de 2020

«¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!» (Mateo 26, 3-5. 14-27, 66). Domingo de Ramos.



Dentro de un viejo libro que estaba en la biblioteca del Obispado, encontré un marcador de páginas, una sencilla artesanía de otros tiempos, cuando usábamos más los libros… en él había una frase manuscrita que me costó un poco leer: “el silencio es el dolor que no quiere herir”.
Me quedé pensando… por supuesto, no todo silencio nace del dolor, pero, sin tener que buscar demasiado, uno identifica alguno de esos silencios. Los silencios de dolor de los demás y los silencios del propio dolor.

El próximo domingo es Domingo de Ramos, comienzo de la Semana Santa. Una Semana Santa muy especial, en este tiempo de pandemia. Los sacerdotes celebraremos las Misas sin la presencia de las comunidades. Una Semana Santa que nos invita al encuentro con Dios en la intimidad, en nuestras casas, participando, si queremos y podemos hacerlo, a lo más en la transmisión de algunas celebraciones.

En el domingo de Ramos se lee el relato de la Pasión de Jesucristo. Se suele leer en forma dramatizada, a cargo de tres lectores: uno es el narrador, otro, que suele ser el sacerdote o el diácono lee la parte de Jesús y el tercero navega entre los diferentes personajes que se expresan a lo largo del relato: Judas, Pedro, Caifás, Pilato, los soldados, el pueblo…

Pero entre esas voces no aparece la voz de Dios Padre. Y no es que esa voz no se haga oír en los evangelios:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco». (Mateo 3,17)
Fue la voz que salió de los cielos y resonó en ocasión del bautismo de Jesús.
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escúchenlo». (Mateo 17,5)
Fue la voz que salió de la nube y que escucharon los atemorizados discípulos el día de la transfiguración.

Pero aquí, en la Pasión, no está esa voz… la voz del Padre está en silencio. Y el silencio de Dios llega a hacerse aturdidor en la hora final de Jesús.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, las tinieblas cubrieron toda la región. Hacia las tres de la tarde, Jesús exclamó en alta voz:
«Elí, Elí, lemá sabactani.» Que significa:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron:
«Está llamando a Elías.»
En seguida, uno de ellos corrió a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio de beber. Pero los otros le decían:
«Espera, veamos si Elías viene a salvarlo.»

A la hora de más fuerza del sol, la luz se apaga y la oscuridad invade la tierra. Así se encuadra el acontecimiento. Jesús grita, llamando al Padre. Y no hay respuesta. Algunos no entienden sus palabras y confunden “Elí, Elí”, o sea “Dios”, con “Elías, Elías”. Jesús no llama al profeta sino a su Padre. El silencio del Padre es el silencio del dolor… ¿sufre Dios? El filósofo católico Jacques Maritain decía que sí:
“El sufrimiento existe en Dios en modo infinitamente más verdadero que como existe en nosotros” 
pero, agrega:
“en Dios el sufrimiento está absolutamente unido al amor”.
Silencio de dolor, entonces, pero silencio también de amor que sufre, que ofrece el dolor de su hijo y no quiere herir a quienes lo han herido, a quienes le están dando muerte.

Para interpretar un cuadro, es necesario tomar distancia, apreciar el conjunto y observar cómo encaja cada pieza con otra. Pero también hay que saber acercarse a los detalles que, a veces, son los que revelan el sentido de lo que parece incomprensible. ¿Podemos entender desde lejos el misterio de la muerte de Jesús? Si aun quedándonos lejos superamos la indiferencia ¿qué pregunta podemos hacernos? ¿Quién es este hombre? ¿Por qué ha pasado por esto? ¿Por qué ha muerto así?

Tal vez necesitamos meternos en el cuadro, ponernos junto a los que están más cerca… hay mucha gente reunida… autoridades y pueblo. Mateo no menciona a María y a Juan. Dejémoslo entre paréntesis. Aquí los que están más cerca son los soldados. Soldados romanos, porque es el gobernador romano quien ha condenado a Jesús a morir en la cruz. No es la primera vez que Pilato dicta esa sentencia. La historia recuerda que, en una revuelta de los galileos, hubo dos mil cruces plantadas como árboles a los costados del camino, para que todos vieran lo que sucedía a quienes se rebelaban contra Roma. No sería, tampoco, la primera vez que estos soldados estuvieran en funciones durante una ejecución.Pero son ellos los que ven de cerca y los que van a interpretar desde adentro lo que está sucediendo.

Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu.
Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a mucha gente.

Los estudiosos de la Biblia quedan a veces perplejos ante los fenómenos que presenta Mateo: terremoto, rocas que se parten, tumbas que se abren… la descripción trata de expresar lo indecible, aquello para lo cual no tiene palabras el lenguaje.
¿Cómo interpretan lo que está sucediendo los que están junto a Jesús, en el centro de la escena?

El centurión y los hombres que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y todo lo que pasaba, se llenaron de miedo y dijeron:
«¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!»

En las palabras de estos hombres encontramos -tal vez- otra explicación del silencio de Dios. El Padre ya ha hablado: “este es mi Hijo”. Ahora es tiempo de que hablen los hombres, los hombres que, finalmente, llegan a reconocer la verdad de Jesús: “este era Hijo de Dios”.
Para estos hombres, los soldados, Dios se ha revelado de una manera impensada. Algo en esa muerte les ha hecho comprender que Jesús era alguien, que no era uno más de los pobres miserables que morían en la tortura de la cruz, aunque se hubiera identificado con ellos. “Se anonadó a sí mismo” dice san Pablo. Entonces comprenden que Dios estaba en el crucificado. Encuentran a Dios donde parece completamente imposible: no en el poder ni en la fuerza, sino en la fragilidad, en la vulnerabilidad, en la debilidad. Ellos, que representan la potencia del imperio que ha conquistado el mundo, comienzan a vislumbrar el extraño modo de actuar de un Dios paciente y compasivo, revelado por medio de la muerte de su Hijo: «¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!»

Amigas y amigos: acerquémonos sin miedo a Jesús crucificado. Mezclémonos entre los que estuvieron cerca de él en el último instante. Dejémonos tocar por Dios hecho hombre, que carga sobre sí todas nuestras maldades y todos nuestros sufrimientos. Contemplándolo crucificado, pueda decir cada uno de nosotros: “me amó y se entregó por mí” y renovemos nuestra fe en que su cruz ha vencido a la muerte y en Él encontraremos la resurrección y la vida.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga, cuídense mucho y hasta pronto si Dios quiere.

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