viernes, 17 de abril de 2020

“En su gran misericordia, nos hizo renacer” (1 Pedro 1,3-9). II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia.






“Después de esta pandemia, nada volverá a ser igual”. ¡Cuántas veces hemos escuchado esta frase en estos largos días de cuarentena! Nadie recuerda haber vivido una experiencia similar.
Seguramente, muchas cosas serán distintas… la pregunta es ¿qué es lo que cambiará realmente? La humanidad ha vivido otras grandes crisis que la han sacudido violentamente. Después de la segunda guerra mundial, hubo muchos cambios en el mundo. Se creó la Organización de las Naciones Unidas para defender la paz y promover el desarrollo de los pueblos. La declaración de los derechos humanos de 1948 puso en alto la dignidad inviolable de cada persona humana. Se aceleró el proceso de descolonización y surgieron nuevas naciones que buscaban ser dueñas de su propio destino.
Esos fueron algunos de los aspectos positivos… sin embargo, la ONU se convirtió en otro campo de confrontación de los poderosos en un escenario de guerra fría y carrera armamentista. La bomba atómica se volvió una estremecedora pesadilla para la humanidad. Los derechos humanos fueron pisoteados una y otra vez. Los gobiernos de los nuevos países se convirtieron muchas veces en dictaduras atroces…

Entonces ¿qué cambió? En general, puede considerarse que hubo un crecimiento en la conciencia de la capacidad de autodestrucción de la humanidad y, por tanto, una mayor conciencia del valor de la paz y el valor de cada vida humana.

El cambio real lo vivió cada persona que fue de alguna forma alcanzada por la calamidad de la guerra y que sobrevivió al combate, a los bombardeos, a los campos de exterminio, a las enfermedades, al hambre; al dolor por la muerte de personas queridas y a la pérdida de todo lo que tenía.
Aun sufriendo las mismas adversidades, las personas vivieron cambios diferentes. Algunos nunca sanaron las heridas del alma. Se encerraron en su dolor, se endurecieron y se rodearon de murallas de incomunicación y desconfianza. Otros, en cambio, encontraron caminos de sanación y su propio sufrimiento los hizo capaces de comprender y ayudar a otros. Algunos se aprovecharon de todo lo que pudiera beneficiarlos, sin importarles nadie más; otros quedaron con el corazón agradecido a quienes, de un modo u otro, les hicieron posible continuar con vida y, desde esa gratitud, supieron ser generosos con los más desgraciados.

¿Qué cambiará realmente en la humanidad después del coronavirus?
No lo sé. ¿Quién puede saberlo? Los atentados del 11 de setiembre de 2001, por ir a un hecho reciente de mucho impacto, trajeron un reforzamiento de los sistemas de seguridad y de alerta en todo el mundo.
En ese sentido, esta pandemia nos dejará, seguramente, una oleada de medidas preventivas, de las que ya se está hablando: uso generalizado de mascarillas en ciudades y transportes, vigilancia de posibles síntomas, medidores de temperatura corporal, etc. Junto a eso, esperemos, se fortalecerá el sistema de salud y el cuidado especial de todos los que trabajan en él, que siempre han estado más expuestos que el resto de la población.
Todas esas medidas podrán estar más o menos bien, podrán ayudar para que estas cosas no pasen o para mitigar sus efectos.

La pregunta que yo me hago es, más bien, qué cambiará en cada uno de nosotros. Hoy, desde el aislamiento que vivimos, nuestros mensajes envían -virtualmente, claro- más abrazos que nunca, expresando el deseo de poder volver a darlos realmente, de volver a encontrarnos cara a cara con los familiares y amigos de los que hemos quedado separados, así como con los compañeros de tarea y todas las personas con las que nos relacionamos en los distintos aspectos de nuestra vida.

Cada uno de nosotros puede hacer su lista de deseos: qué es lo que me gustaría que cambiara en el mundo, qué es lo que me gustaría que cambiara en mí; pero eso sería una especie de carta a los Reyes Magos.

Ningún cambio se producirá mágicamente. Los cambios empiezan en cada uno de nosotros. No puedo hacer que los demás cambien. No puedo quedarme esperando que cambie el mundo si no cambio yo. Cambiar, para bien, desde luego: todo cambio que signifique romper con mi propio individualismo y egoísmo para preocuparme sinceramente por los demás y hacer lo que pueda por ellos.

A aquellos cambios que reorientan profundamente mi vida, que me hacen replantear mi relación con los demás y con Dios, los cristianos lo llamamos conversión. La palabra griega que aparece en los evangelios y que traducimos como conversión es “metanoia”. Traducida a la letra significa “cambio de mentalidad”. Es pensar de otra manera, sí, pero es mucho más que eso: es encontrar el sentido de la vida; pasar del pesimismo a la esperanza, crecer en sensibilidad frente a los demás; adquirir una nueva conciencia de mi responsabilidad en el mundo y, lo más importante, actuar de otra manera.

Esta transformación podría entenderse como un acto de voluntad, una decisión irrevocable, un compromiso que asumimos. Querer es poder y con eso basta. Sin embargo, más tarde o más temprano nos encontramos con las contradicciones de nuestro entorno y con nuestra propia debilidad para sostener esas decisiones; nos cansamos de pelear y volvemos a nuestra vieja mentalidad y nuestros viejos hábitos.

Desde la fe miramos también nuestra fragilidad humana. La conversión no es solo un acto humano. El profeta Jeremías implora a Dios:
“Conviérteme y me convertiré” (Jeremías 31,18). 
La conversión necesita no solo nuestra fuerza de voluntad, sino también y muy especialmente, la fuerza de Dios, la fuerza que nos viene por la misericordia de Dios.

Este domingo, el segundo de pascua, es llamado domingo de la Divina Misericordia. Leemos en la primera carta de san Pedro:
Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo.
En su gran Misericordia Dios nos hizo renacer.
Esta es la experiencia de quien ha encontrado a Dios: nacer de nuevo.
Ser hecho en Cristo un hombre nuevo, una mujer nueva.

Ese es el sentido profundo del Bautismo que hemos recordado y renovado al final de la Semana Santa. Si queremos un cambio real en nuestra vida, vayamos a Jesucristo, vayamos a la fuerza que brota de su Pascua. Todos esos pasos, esos cambios profundos en nuestros hábitos, en nuestras actitudes, en nuestra valoración de la vida; esos cambios que tanto deseamos hacer y para los cuales sentimos resistencia, son posibles en Cristo, que ha vencido a la muerte. A Él nos confiamos para que cada movimiento de nuestro corazón sea para nosotros compartir la Pascua, pasar con Él de la muerte a la vida. Morir a nuestro egoísmo para resucitar en el amor a Dios y al prójimo en lo concreto de cada día. “La misericordia cambia el mundo” suele decir el Papa Francisco. El mundo cambiará si nos dejamos tocar por la misericordia de Dios.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga; sigamos cuidándonos entre otros y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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