El evangelio propio de la Misa de Santa Clara es San Juan.15, 4-10 (la vida y los sarmientos).
Un llamado y una promesa de Jesús.
Un llamado, no solo a estar con Él, sino a permanecer en Él.
No solo a quedarnos con Él, como al lado suyo, sino en Él. Entrar y quedarnos allí, en su corazón.
Una promesa: yo en ustedes. Permanezcan en mí y yo permaneceré en ustedes; de la misma manera; no solamente a nuestro lado, sino en cada uno de nosotros, dentro de cada uno de nosotros, en nuestro corazón.
Jesús compara esa unión, esa forma de permanecer, con la unión entre el tronco de la vid y los sarmientos. Esa unión hace circular la savia que sube desde el tronco y se expande por las pequeñas ramas. Así les da vida y les da la posibilidad de producir frutos.
Nuestra unión con Jesús, tal como Él nos llama a vivirla, nos lleva a una unión con la Trinidad misma, de la que recibimos la vida, la vida de Cristo.
Jesús quiere que entremos en esa profunda unión y permanezcamos en ella.
Permanecer, entonces, es la palabra clave de este pasaje evangélico. Permanecer en Jesús, permanecer en Cristo. Es en Él donde nuestro corazón está llamado a vivir una relación exclusiva.
Exclusiva, porque excluye todo otro proyecto de vida, toda otra opción, que no sea la de seguir el Evangelio de Jesucristo.
Por eso, esa relación, ese permanecer en Él, significa amar a Jesús con todo el corazón, no con un corazón dividido; con todo el corazón. De cuántos pequeños “amores” -amores entre comillas, más bien apegos- nos tenemos que desprender para amar a Jesús con todo nuestro corazón.
Santa Clara vivió ese desapego desde la más completa pobreza, desde el total desprendimiento de bienes y posesiones. En ello encontró la más absoluta libertad para darse enteramente a su Señor, para darse a Él en el “matrimonio perpetuo” del que habla el profeta Oseas. La pobreza es necesaria para que la relación con el esposo sea libre, absoluta, total.
La contemplación es para Santa Clara la forma de permanecer en el amor de Jesús. Poner la mirada en el misterio de Cristo y quedarse allí, manteniendo fija en Él la mirada del corazón.
“Donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”, escuchamos en el Evangelio de ayer, domingo. Preguntémonos dónde están fijos los ojos de nuestro corazón, hacia dónde volvemos esa mirada.
Permanecer en Cristo, permanecer con los ojos del corazón fijos en Él no se puede reducir a algo emocional o a una especie de ideal abstracto o algo que queda solo en lo íntimo y personal, recortado de la relación con los demás.
El llamado de Jesús es personal, pero no es individual. Es el llamado a una comunidad; por eso “permanecer” significa también permanecer con la comunidad; para las clarisas, permanecer con las demás hermanas; para cada comunidad en la Iglesia, permanecer en la unidad, permanecer en la común unión con Cristo. Nuestro permanecer en Jesús se hace visible en el amor a los hermanos. Por eso pide Santa Clara en el capítulo X de la regla que las hermanas “sean siempre solícitas en conservar entre ellas la unidad del amor mutuo, que es el vínculo de la perfección”. Amar a las otras hermanas, conservar la unidad, vivir la fraternidad es también permanecer en Cristo.
Vivir el amor mutuo no es una actitud que esté naturalmente presente en el corazón humano. No lo está porque nuestro corazón está enfermo, está herido por nuestros pecados y busca inútilmente formas de llenar su vacío.
La vida fraterna, el amor mutuo, no se realiza por medio un esfuerzo, por medio de un acto de la voluntad, sino que empieza con un deseo, un profundo deseo que se alimenta en la oración. Una oración que abre nuestro corazón a lo único que tiene que estar allí, lo único que nos hace posible amar a nuestros hermanos y hermanas: el amor de Jesús.
Finalmente, ese permanecer en Cristo, permanecer en el amor dentro de la pequeña comunidad, nos abre a otro permanecer: permanecer en la Iglesia. Tanto San Francisco como Santa Clara vivieron una profunda relación de obediencia y de comunión con la Iglesia, presentándose al sucesor de Pedro para pedir la aprobación de sus reglas.
Las dos órdenes, la de los frailes menores y la de las hermanas pobres, fueron en su momento formas nuevas, formas de vida diferentes de otras más conocidas y arraigadas en la vida de la Iglesia. Pensemos en los benedictinos y las benedictinas, ya entonces con más de 600 años de tradición, que, con sabiduría, supieron reconocer el nacimiento de un nuevo don del Espíritu. Y fue así que los benedictinos entregaron a Francisco la pequeñita Iglesia de la Porciúncula, que sería la iglesia madre de la nueva orden. Por su parte, las benedictinas recibieron a la joven Clara, que acababa de vestir su hábito como hermana pobre, ya con muchos hermanos, pero todavía sin ninguna otra hermana que la acompañara en esa forma de seguimiento de Cristo.
Clara vivió la obediencia en la Iglesia y por eso insistentemente pidió y finalmente obtuvo la bula que dio a su orden el “privilegio de la pobreza”, es decir, la renuncia de la orden a contar con bienes que aseguraran el sostenimiento de sus monasterios, como era costumbre, más aún, creo que en otras órdenes era condición para que se pudiera fundar un monasterio. Era necesario tener asegurado un modo de vida.
Clara y las hermanas pobres se sentían llamadas a vivir solo de la Providencia. Y a Clara no le bastaba con tener una profunda convicción interior de ese llamado, o de blandir el Evangelio: sentía necesario que el sucesor de Pedro diera su aprobación y así confirmara que esa forma de vida era fruto de la voluntad de Dios y no un simple deseo o una intuición humana. Eso es vivir la obediencia.
En la sociedad de hoy, con tantos problemas y conflictos que atraviesan y dividen desde las familias a las naciones, en una Iglesia que se siente muchas veces al margen de las grandes corrientes por donde circula la sociedad, una Iglesia que se pregunta por su porvenir, el testimonio de Clara de Asís es el testimonio de libertad y de confianza en Dios, aún en las circunstancias más problemáticas. Así enfrentó a aquellos mercenarios sarracenos que amenazaban destruir el convento: poniéndose ante sus ojos con el Santísimo Sacramento en sus manos, sin más defensa que confiarse única y exclusivamente a Cristo.
Agradecidos por la presencia de las Clarisas en nuestra diócesis, en sus dos comunidades, pidamos la intercesión de Santa Clara para profundizar cada día más nuestra relación con el Señor, con los hermanos y hermanas, con la Iglesia, para permanecer en Él y así producir los frutos de caridad que todos necesitamos dar y recibir. Que así sea.
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