jueves, 31 de diciembre de 2020

2020-2021: Aprender y cuidar. Mensaje con motivo del Año Nuevo 2021.

Como decía la viejita brasileña: “Morrendo e aprendendo”. Aprendiendo hasta el último minuto de la vida. Aprender nos mantiene vivos.

Hace años, siendo yo un joven párroco, me encontré con un sacerdote mayor, que me acompañó mucho en los comienzos de mi vocación. El sacerdote escuchó el relato de algunas de las cosas que yo había vivido en ese año y, cuando terminé, me dijo: “ha sido un año de aprendizajes”. “Sí” pensé yo “así fue”. Han pasado los años y me alegra poder decir, al final de cada año: “ha sido un año de aprendizajes”. ¡Y cuánto he tenido, hemos tenido, que aprender en este 2020!

Es verdad que los mejores años para aprender son los primeros de la vida. El cerebro se configura tempranamente: por eso es importante la estimulación oportuna a los pequeños.
Sin embargo, la capacidad de aprender no se pierde, aunque pueda requerir más esfuerzo y más tiempo. A veces, solo se necesita motivación.

Algunos aprendizajes son dolorosos. Antes se decía “la letra con sangre entra”. Eso (esperemos) ya no cabe en ninguna propuesta educativa; pero a veces nos obstinamos, no damos el brazo a torcer frente a la realidad y recién aprendemos cuando nos damos de cara contra el piso. Duele, pero si no nos quiebra, nos fortalece.

Otros aprendizajes son gratificantes. Haber aprendido algo nuevo hace crecer nuestra autoestima, al ver que hemos sido capaces de un logro que ya no parecía estar a nuestro alcance.
En este año, muchos tuvimos que aprender a hacer cosas que nunca habíamos hecho: desde algunas tareas del hogar, pasando por la cocina, hasta el manejo de aplicaciones en el teléfono.
Muchas cosas podemos aprender… pero es bueno recordar el consejo del Martín Fierro: “es mejor que aprender mucho / el aprender cosas buenas”.

Podemos, pues, distraernos de muchas formas… aprender muchas cosas superfluas; pero en algún momento tenemos que enfrentarnos con la verdad de nosotros mismos. “Nosce te ipsum”: “conócete a ti mismo”, decían los antiguos. Éste puede ser uno de esos aprendizajes dolorosos. Encuentro con nuestros propios límites, con nuestra fragilidad, con nuestro lado más oscuro… El hombre sabio es humilde, porque ha alcanzado ese conocimiento y percibe la vanidad, es decir, el vacío, de quienes se consideran superiores a los demás.

Finalmente… desde esos límites que nos ayudan a reconocernos como creaturas, asomarnos al misterio del Creador. San Agustín, hombre que emprendió decididamente la búsqueda de Dios, nos comparte su experiencia en una oración:
“tú estabas dentro de mí y yo afuera …
Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo …
Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré,
y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti”.
La paz… profundo anhelo de cada persona, profundo anhelo de toda la humanidad. La paz es el motivo del mensaje que cada primero de año, desde los tiempos de san Pablo VI, nos dirige el papa.
Francisco ha titulado su mensaje de este año “La cultura del cuidado como camino de paz”. Comparto con ustedes algunos de sus párrafos.

Francisco pone en Dios creador el origen de la vocación humana al cuidado. Recuerda que Adán recibió el jardín del Edén con la tarea de “cultivarlo y cuidarlo” (Génesis 2,15). La historia de Caín y Abel trae la pregunta que todos nos tenemos que responder: «¿Acaso yo soy guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Y la respuesta es: “sí, lo soy”.
«En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba contenida una convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás»
Jesús, sigue diciendo Francisco, expresa su compasión en la curación de los enfermos y en el perdón a los pecadores.
“En la cúspide de su misión, Jesús selló su cuidado hacia nosotros ofreciéndose a sí mismo en la cruz y liberándonos de la esclavitud del pecado y de la muerte.”
Las primeras comunidades cristianas pusieron en el centro de su acción las obras de misericordia corporales y espirituales. A partir de allí, aunque
“a veces la generosidad de los cristianos perdió un poco de dinamismo”, “las crónicas de la historia reportan innumerables ejemplos de obras de misericordia. De esos esfuerzos concertados han surgido numerosas instituciones para el alivio de todas las necesidades humanas: hospitales, hospicios para los pobres, orfanatos, hogares para niños, refugios para peregrinos, entre otras”.
Concluye Francisco su mensaje con estas palabras:
En este tiempo, en el que la barca de la humanidad, sacudida por la tempestad de la crisis, avanza con dificultad en busca de un horizonte más tranquilo y sereno, el timón de la dignidad de la persona humana y la “brújula” de los principios sociales fundamentales pueden permitirnos navegar con un rumbo seguro y común.
Como cristianos, fijemos nuestra mirada en la Virgen María, Estrella del Mar y Madre de la Esperanza. Trabajemos todos juntos para avanzar hacia un nuevo horizonte de amor y paz, de fraternidad y solidaridad, de apoyo mutuo y acogida.
No cedamos a la tentación de desinteresarnos de los demás, especialmente de los más débiles; no nos acostumbremos a desviar la mirada, sino comprometámonos cada día concretamente para «formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros».
Amigas y amigos: muy feliz año nuevo 2021. Que siga siendo para cada uno de nosotros “un año de aprendizajes”, un año de profundo encuentro consigo mismo, con los demás y con Dios. Que podamos ver en el transcurso de 2021 el fin de esta emergencia sanitaria, pero que no olvidemos las lecciones aprendidas y sigamos profundizando lo que significa cuidar unos de otros. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta pronto si Dios quiere.

domingo, 27 de diciembre de 2020

Misa - Sagrada Familia

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia de Nazaret, cuya fiesta celebramos hoy, contemplamos a Jesús, María y José en su visita al templo de Jerusalén, tal como la hemos escuchado en el evangelio de Lucas.

No es una visita casual ni tampoco es la peregrinación como la que esta misma familia hará algunos años más tarde, cuando el niño les dará un susto a sus padres quedándose en el templo.
Esta visita tiene un motivo y es cumplir dos leyes, dos mandamientos que Dios entregó por medio de Moisés a su pueblo.

El primero es la purificación de la madre. Puede sorprendernos, hasta chocarnos, que María, la madre de Jesús, a quien veneramos como la Inmaculada, la Purísima, tenga que hacer una purificación. Pero eso era lo indicado: 40 días después de haber dado a luz, toda madre debía hacer ese rito. María lo cumplió ofreciendo “un par de tórtolas o de pichones de paloma” que era “la ofrenda propia de los pobres” (Lumen Gentium, 57).

El segundo motivo por el que María y José van al templo es el de ofrecer su hijo al Señor. Esta es una ley que se refiere al primogénito, el primer niño que tiene una pareja. El ofrecimiento era una entrega del niño al servicio de Dios; pero no se trataba de que el niño quedara allí en el templo. Hecho el ofrecimiento, de forma simbólica, los padres lo “rescataban” y se lo llevaban.
Más que el cumplimiento de esas leyes, importa el espíritu con que la Sagrada Familia las cumple. Es una familia que quiere ser fiel a Dios. Cumple las leyes con espíritu religioso, como toda familia judía piadosa. 

María y José, con su actitud, invitan a todos los padres creyentes a asumir su responsabilidad de transmitir la fe a sus hijos y a educarlos en esa misma fe. Ése es el compromiso que asumen los padres cuando piden el bautismo para sus hijos. Dios quiera que, en ese sentido, la Sagrada Familia, sea siempre fuente de inspiración para los papás y las mamás.

Así, entonces, llegó al templo esta pequeña familia: Jesús, María y José. El templo era un lugar muy concurrido, con grandes patios por donde la gente entraba y salía todo el tiempo. Dos esposos y un bebé apenas se distinguirían entre aquella aglomeración… sin embargo, no pasaron desapercibidos. Dos personas se fijaron en ellos: dos ancianos, Simeón y Ana.

Podemos imaginarnos fácilmente a esas dos personas mayores enternecidas ante un bebé. No es algo que no hayamos visto: una señora mayor que se acerca a una mamá que tiene un niño en brazos y la saluda y la felicita por ese bebé precioso.

Pero aquí sucede algo más: Simeón y Ana no se acercaron simple y espontáneamente, alegrándose por ese niño y por sus padres, sino que actuaron movidos por el Espíritu Santo. Impulsados por el Espíritu, los dos profetizan:

Simeón da gracias a Dios porque sus ojos “han visto la salvación” que Dios ha preparado, desde Israel, su pueblo elegido, para todos los pueblos, para todas las naciones de la tierra.
Por su parte, Ana “se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.

El papa Francisco describe este encuentro en una forma muy linda. Así dice Francisco:

Este es “el encuentro entre dos jóvenes esposos llenos de alegría y de fe por las gracias del Señor; y dos ancianos también ellos llenos de alegría y de fe por la acción del Espíritu. ¿Quién hace que se encuentren? Jesús. Jesús hace que se encuentren: los jóvenes y los ancianos. Jesús es quien acerca a las generaciones. Es la fuente de ese amor que une a las familias y a las personas, venciendo toda desconfianza, todo aislamiento, toda distancia”.
Hasta ahí las palabras del papa… Esto lo decía hace algunos años. Hoy, esas últimas palabras que él dice: “aislamiento”, “distancia”, tomaron otro significado. Siguen siendo palabras que evocan algo triste, doloroso, pero, en este tiempo de pandemia, se convirtieron también en una necesidad; por un lado, por prudencia, pero, otras veces obligatoriamente, cuando se debe guardar una cuarentena.
Pero no nos quedemos con esas dos palabras, sino con lo que antes nos recuerda Francisco: Jesús “es la fuente del amor que une a las familias y a las personas venciendo toda desconfianza, venciendo todo aislamiento, venciendo toda distancia”. En este tiempo de Navidad, sigamos buscando y recibiendo el amor que Jesús nos ofrece, fuerza para vencer nuestras contrariedades, fuerza de salvación para nuestras familias y nuestra humanidad.

No nos podemos olvidar de una palabra que el anciano Simeón dirige especialmente a María: 

“a ti misma una espada te atravesará el corazón”. 

Es el anuncio del profundo dolor que experimentará la madre de Jesús viendo a su Hijo sufrir y morir en el calvario. María llegó al templo para ofrecer a Dios su Hijo recién nacido. Ante la Cruz ella lo entregará, lo ofrecerá de nuevo, para recibirlo resucitado. No hay verdadero amor sin sufrir con aquel y por aquel a quien se ama. El sufrimiento no es la última palabra en la vida familiar, pero es una realidad que solo puede ser bien asumida en el amor.

Nuestro pasaje del evangelio termina contándonos que Jesús, María y José 

“volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.”

Así va la Sagrada Familia a su “normalidad”, a su vida de trabajo y familia en Nazaret. De la infancia de Jesús nos quedan otros episodios: la huida a Egipto y la ocasión en que Jesús se queda en el templo de Jerusalén. Después, no se nos cuenta nada más: pero también ese silencio es un mensaje.

Así lo entendió san Pablo VI, que en su visita a Nazaret en el año 1964, destacó las enseñanzas de la Sagrada Familia: sus lecciones de vida doméstica y de trabajo, pero, primero que nada, su lección de silencio. El papa Montini rezaba así:

Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia, encomendamos todas nuestras familias a Jesús, María y José. Que ellos nos ayuden a crecer en el amor: cuidándonos unos a otros, consolándonos y acompañándonos mutuamente en el dolor, ayudándonos solidariamente y manteniendo siempre viva la esperanza. Así sea.

jueves, 24 de diciembre de 2020

Mensaje de Navidad de Mons. Heriberto Bodeant

Amigas y amigos:

¡Feliz Navidad!

A pesar de que se volvieron a suspender las Misas con la presencia de fieles, a pesar de las reuniones familiares reducidas, a pesar de muchos otros sufrimientos a veces menos evidentes, pero no menos reales, no podemos dejar de regalarnos unos a otros este saludo: ¡Feliz Navidad!

Y, sobre todo, no podemos dejar de darle sentido. No podemos decir “Feliz Navidad” porque sí, porque es la fecha, porque es la costumbre. No podemos decir “Feliz Navidad” como si no pasara nada…
Entonces, volvamos a la raíz. Volvamos a Belén, volvamos a contemplar al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre… ¡cuánta pobreza, cuánta fragilidad! (cf. Lucas 2,7)

Es la noche de los pobres; es la noche del amor…
Nace pobre y es el rey; tiene hambre y es el pan; tiene frío y es el sol.
Así dice un viejo -y poco conocido- villancico uruguayo (1).
Nos habla del misterio de un salvador que no llega en el poder y la gloria, sino en la humildad y el silencio.

“Nace pobre y es el rey”.

Desprendido de su realeza, sí, nace pobre; pero no está solo, no está abandonado. Allí está su madre, María, que lo ha dado a luz y lo alimenta con su pecho. Allí está José, el esposo de María, que será su padre de la tierra.
Allí están, como lo notó san Francisco de Asís, leyendo al profeta Isaías, el buey y el burrito que reconocen a su Señor, allí donde los hombres “no lo reconocen ni tienen entendimiento” (Isaías 1,3).
Allí llegan, invitados por los ángeles, los pastores: hombres que velan en la noche; vigilan, están atentos a lo que pueda significar algún peligro para los rebaños que cuidan. Y por estar atentos y despiertos reciben la invitación de Dios para ir al encuentro de su Hijo y, así, Él llega a reinar en sus corazones.

“Tiene hambre y es el pan”.

En este año, muchos hermanos y hermanas de nuestro Uruguay sufrieron la falta de alimentos. Sin embargo, abundaron las iniciativas solidarias de canastas y ollas populares desde distintas organizaciones sociales. También estuvieron allí algunas de nuestras comunidades parroquiales. Para esta Navidad nos propusimos distribuir 150 canastas a otras tantas familias que estaban siendo ayudadas desde las parroquias. Recibimos 50 que nos había ofrecido Cáritas y el resto se armó con aportes de mucha gente, sobre todo en comestibles. Llegamos a entregar casi 200 canastas, porque las donaciones fueron mucho más allá de lo esperado. Agradezco de corazón a todos los que tan generosamente colaboraron con nosotros, también en el armado y la distribución. Cada uno ha ofrecido lo que podía para que fuera entregado en nombre de Jesús.

“Tiene frío y es el sol”

Es invierno en el hemisferio Norte. En muchos países la Navidad está asociada a la nieve. Aquí hemos entrado al verano. Sin embargo, hay corazones con frío; hay personas envueltas en las tinieblas de la soledad y la depresión. De Jesús habló Zacarías, el padre de Juan el Bautista, describiéndolo como “el sol que nace de lo alto”, la luz que llega desde Dios, la luz que ilumina nuestra noche, disipando toda oscuridad.
¿Por qué no buscar una Nochebuena desacelerada, íntima, serena? Una Nochebuena como la describe el más famoso villancico, “Noche de paz”: “Noche silenciosa, noche santa”, dice en su letra original (2).
Sí. A pesar de todo habrá ruido… pero no nos dejemos aturdir, no dejemos que la mente y el corazón se vacíen. No tengamos miedo de estar con aquellos que son parte de nuestra vida cotidiana y buscar con ellos otros caminos de encuentro y de diálogo, un compartir más profundo, un cariño que no tenga miedo de manifestarse.
Que desde su pesebre la ternura de Jesús ilumine nuestros rostros y, desde allí, miremos con ojos de amor a cada persona que encontremos o saludemos desde la distancia. Así podremos, de verdad, desearnos unos a otros ¡Feliz Navidad!

+ Heriberto Bodeant, obispo de Melo
(Cerro Largo y Treinta y Tres, Uruguay)


(1) “Noche de los pobres”, de José María Santini, grabado en 1970 por Los Hermanos Santini, grupo duraznense.

(2) "Noche de Paz", letra del P. Joseph Mohr y música de Franz Gruber: Stille Nacht, heilige Nacht. Intepretada por primera vez en la Nochebuena de 1818 en la parroquia de Oberndorf bei Salzburg, Austria.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Suspensión de las Misas presenciales. Comunicado de la Conferencia Episcopal del Uruguay.

Con mucho dolor, los obispos del Uruguay aceptamos el pedido que el gobierno hizo, en el día de hoy, a las distintas comunidades religiosas, de suspender las celebraciones con fieles hasta el 10 de enero.

Las iglesias seguirán abiertas y se transmitirán las celebraciones por las redes sociales y por los medios de comunicación.

En las misas que se han celebrado desde el 19 de junio no hubo ningún caso de contagio. La cercanía de la Navidad hace doblemente dolorosa esta decisión.

Como Iglesia ya habíamos suspendido una cantidad de actividades, entre otras: campamentos, misiones juveniles, recorridas por los barrios. Al aceptar este pedido tenemos presente la aflicción de muchos fieles que no podrán participar presencialmente del culto al Dios vivo. La libertad de cultos es un derecho consagrado en nuestra Constitución.  

Confiamos en que seguiremos cuidándonos entre todos y que con la ayuda de Dios pronto podremos salir de esta situación y volver a celebrar nuestra fe en comunidad.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Misa - IV Domingo de Adviento.

“El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret”
Nazaret y Galilea son nombres que todos hemos oído o leído muchas veces, por poco que conozcamos la Biblia.
Jesús fue conocido como Jesús de Nazaret. En su misión se movió mucho por Galilea. De allí eran los primeros discípulos que llamó: pescadores del mar de Galilea.
La madre de Jesús es también conocida como María de Nazaret. Más de una canción la nombra así.
Sin embargo, si buscamos en la primera parte de la Biblia, lo que se suele llamar Antiguo Testamento, no encontramos ninguna referencia a Nazaret. Y no es que la ciudad no existiera: simplemente, allí nunca pasó nada en relación con la historia de la salvación.
Tal vez por eso cuando uno de los primeros discípulos fue invitado a conocer a Jesús de Nazaret, preguntó, con duda: “¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?”.

Galilea, sí, es mencionada muchas veces en toda la Biblia. Pero no es una región con buena fama… en algún momento se la llama “Galilea de las naciones”, es decir, la Galilea de los extranjeros, de los que no pertenecen al Pueblo de Dios, de los que no creen en el único Dios.
Entonces, a esa ciudad desconocida, en esa región sin buena fama, allí fue enviado el mensajero de Dios.

Esto me da qué pensar, porque estamos celebrando esta Misa en un lugar que, para muchos, es desconocido… La Micaela, en el departamento de Cerro Largo.
Dios quiere hacer llegar su salvación a todo lugar de este mundo, a toda persona, por lejos que esté.

Pero este mensaje tiene una sola persona como destinataria: una joven mujer.
¿Quién es ella? Dice el evangelio:
“una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.” Dos veces se nos dice que es una “virgen”. Es importante. También se nos dice su nombre, un nombre que desde entonces han llevado muchas mujeres en el mundo; y también algunos hombres, combinado con un nombre de varón: José María, Carlos María…
Una jovencita de Nazaret. Una muchacha desconocida, en una ciudad desconocida…

María estaba comprometida con un hombre de la familia de David.
Allí cambia un poco la cosa: salimos del anonimato, porque ese David fue el gran rey de Israel, del que nos habla la primera lectura… David tuvo la idea de construir un gran templo, pero Dios le dijo que no, que eso no le iba a tocar a él. Eso lo haría su hijo Salomón. Dios, en cambio, le hizo una promesa:
“yo elevaré … a uno de tus descendientes … y afianzaré su realeza. … Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre”.

Pero eso había sido mil años atrás. Hacía siglos que la familia de David no estaba en el trono. José no era ningún príncipe ni vivía en un palacio: era un carpintero, posiblemente de los que hacían la parte de madera en las construcciones. Un obrero.

Tenemos entonces al ángel en Nazaret de Galilea, buscando a María ¿y dónde la encuentra?
Dice el evangelio: “El ángel entró en su casa (la casa de María) y la saludó”. María estaba en su casa, tal vez ocupada en alguna tarea doméstica…
Uno de los muchos artistas que han imaginado esta escena la presenta con un libro en las manos. No es un entretenimiento: es la Palabra de Dios. María es una mujer que se alimenta de la Palabra de Dios. El anuncio que le va a hacer el ángel la sorprenderá, le hará pedir una explicación sobre los detalles, pero no sobre lo esencial: ella entiende bien que ha sido elegida por Dios para ser madre de su Hijo, madre del salvador. Su respuesta será “que se cumpla en mí lo que has dicho”. Que se cumpla en ella la voluntad salvadora del Padre Dios.

Así ocurre el anuncio más grande de todos los tiempos. No en la capital, la ciudad de Jerusalén, sino en la desconocida Nazaret. No en el templo, sino en una sencilla casa. No dirigido a una personalidad distinguida y conocida por todos, sino a esta jovencita a quien solo conocen en su pueblo.

En todo esto ya hay un mensaje: es la manera en que se manifiesta Dios. No lo hace con ruido, con grandes conferencias de prensa, con grandes multitudes, con transmisiones por todos los medios… Cuando nazca el niño, como vamos a recordar dentro de poco, así seguirán las cosas: en un oscuro pesebre, una cueva donde se resguardaban y alimentaban los animales…

Hoy estamos en una capilla en la que, cuando es posible, se reúne la comunidad para la Misa. Una capilla cuidada con cariño. Es bueno tener un espacio donde la comunidad cristiana puede reunirse, aún con las restricciones que tenemos en este tiempo de pandemia. Pero Dios no está encerrado aquí. Dios hace su casa en el corazón de cada persona que quiere recibirlo, que quiere escuchar y vivir su palabra, como María.

En esta Navidad ya cercana, dejémonos ayudar por ella. Como el rey David, a veces soñamos con grandes proyectos. Incluso pensamos que es lo que Dios nos pide… Sin embargo, María nos lleva por otros caminos, los verdaderos caminos de Dios.
San Agustín lo explicaba muy bien. Dice así:
María, antes de concebir al Hijo de Dios en su seno virginal, lo concibió en su mente y en su corazón en el momento en que respondió, llena de fe: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».

También nosotros, como María, podemos hacer nacer a Jesús en nuestro corazón y en nuestra mente, buscando y obrando la voluntad de Dios, extendiendo en el mundo su luz y su amor.
¿Qué podemos hacer en esta situación que nos limita tanto?
No se trata de hacer cosas extraordinarias… no nos olvidemos: David soñaba con hacer un gran templo. Se trata de hacer cosas sencillas, de poner amor en lo que hacemos cada día, de hacer con amor algo por los demás… Puede parecer muy poco, pero Dios lo hace grande, porque para Él “nada es imposible”.

sábado, 19 de diciembre de 2020

"Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios" (Lucas 1,26-38). IV Domingo de Adviento.

En este tiempo en que queremos en hacer regalos, sobre todo a las personas más cercanas y queridas, nos encontramos ante una pregunta a veces difícil de responder: ¿qué puedo regalar? Si queremos obsequiar algo que sea realmente significativo, que exprese lo que sentimos por la otra persona, pensamos en algo especial, que vaya de acuerdo con sus gustos y también con sus necesidades… pero, muchas veces, las necesidades que se perciben desde fuera, que pueden ser muy reales, no son las necesidades sentidas por la otra persona.
A veces es peor… cuando no tenemos suficiente empatía y lo que regalamos es más bien lo que nos gustaría que nos regalaran a nosotros. Cuando sucede algo así, la otra persona ve lo que ha recibido y nos mira con algo de desconcierto antes de darnos, cortésmente, las gracias…
Pero, otras veces, el regalo es maravilloso: está más allá de todas nuestras expectativas, supera todo lo que podíamos esperar. Así son los regalos de Dios.

IV Domingo de Adviento

Hoy entramos a la cuarta semana de Adviento, semana breve, porque dentro de ella ya está la Navidad. Desde el día 17 este tiempo litúrgico ha entrado en su segunda parte; en la primera, estuvo dedicado a orientar nuestra mirada hacia la segunda venida de Cristo al final de los tiempos; ahora, nos orienta hacia la celebración de la primera, hacia la Navidad.

El evangelio que escuchamos hoy es el de la Anunciación. Hermosa escena, muy conocida, plasmada por grandes artistas plásticos y cantada en muy diferentes formas musicales.
Las otras lecturas que encontramos están tomadas del Segundo libro de Samuel y de la carta de san Pablo a los Romanos.
Estas lecturas que preceden al evangelio nos dan algunas claves para nuestra comprensión de la anunciación. No es lo mismo leer el evangelio, si se me permite la expresión, “a secas” que leerlo después de abordar los demás textos que nos presenta la liturgia este domingo.

Un misterio

Buscando esas claves, podemos empezar por la segunda lectura ¿por qué? Porque san Pablo nos habla de

«un misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad y que ahora se ha manifestado»
(Segunda lectura: Romanos 16,25-27)
Ese misterio es el proyecto de salvación de Dios, que tiene como un paso fundamental la encarnación de su Hijo. El mismo Pablo, en su carta a los Gálatas, es más explícito:
«Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gálatas 4,4)
Salvación: ¿Para quienes? ¿A quiénes es enviado el Hijo de Dios? Eso es también una revelación. No es un proyecto para unos pocos elegidos, los miembros de un único pueblo, sino que
por medio de los escritos proféticos y según el designio del Dios eterno, fue dado a conocer a todas las naciones para llevarlas a la obediencia de la fe.
(Segunda lectura: Romanos 16,25-27)
Todas las naciones. Todos los pueblos de la tierra son, entonces, los destinatarios del proyecto de salvación de Dios. El Hijo de Dios nacerá de María para mostrar a cada persona humana el camino de salvación.

La casa

Después de este gran marco que nos abre Pablo, vayamos ahora a la primera lectura, del segundo libro de Samuel.

El comienzo de este pasaje fue lo que me hizo pensar acerca de los regalos. La lectura nos ubica en tiempos del rey David, el más recordado y querido de los reyes de Israel. David está en el apogeo de su reinado. Su territorio está asegurado, hay paz, hay cosechas… en esa situación de prosperidad, David piensa que es el momento de construir un templo. Es el regalo que él quiere ofrecer a Dios.
Se lo dice al profeta Natán, en un tono casi avergonzado:

«Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios está en una tienda de campaña.» (Primera lectura: II Samuel 7, 1-5. 8b-12. 14a. 16)
El profeta entiende lo que David quiere decir y, espontáneamente, le da su aprobación.
Pero, esa noche, Dios se manifiesta a Natán y le dicta el mensaje que debe entregar al rey.
Dios dice que no es David quien construirá una casa para Dios, sino Dios quien construirá una casa para David.
Una casa para Dios: eso sería el templo que quiere construir el rey. Lo construirá su hijo Salomón.
Una casa para David: no se trata de un edificio. “Casa” tiene otro sentido: familia y, en el caso de los reyes, dinastía.
«cuando hayas llegado al término de tus días y vayas a descansar con tus padres, yo elevaré después de ti a uno de tus descendientes, a uno que saldrá de tus entrañas, y afianzaré su realeza. Seré un padre para él, y él será para mí un hijo.
Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre.»
Esa es la promesa de Dios a David.
Es una promesa difícil de entender en términos humanos. Lo más que puede esperar un rey es tener un reinado largo y feliz; pero sabe que eso terminará algún día y que otro rey vendrá después.
Es verdad: una dinastía, una casa reinante puede ir transmitiendo en forma hereditaria el trono y esa casa real puede permanecer mucho tiempo en el poder… pero en la historia humana nada es para siempre.

Para siempre

David reinó aproximadamente entre los años 1010 y 970 antes de Cristo.
Luego reinó su hijo Salomón. Después, el reino se dividió en dos.
Algunos de los monarcas fueron bastante malos: otros, peores. Algunos reyes y algunas de sus esposas fueron personajes verdaderamente impíos: gente que vivió sin Dios, cometiendo toda clase de tropelías y abusos contra su prójimo.
Las invasiones de los asirios liquidaron sucesivamente los dos reinos.
Los israelitas fueron arrancados de su tierra y llevados al exilio.
En fin, hasta donde se podía percibir humanamente, nada quedaba de aquella promesa: “tu casa y tu reino durarán eternamente… tu trono será estable para siempre…”
Pero las promesas de Dios van mucho más lejos de lo que la mirada humana puede percibir.

“Quien cree -dice el Papa Francisco- ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino” (Lumen Fidei 1)
Con la luz de la fe podemos ver el alcance de las promesas de Dios.
El Pueblo de Dios, el Pueblo creyente de la primera alianza, lee a la luz de la fe esa promesa y cree. Y espera. De alguna manera Dios restablecerá el reinado de David.
La expectativa mesiánica de la que hemos venido hablando tiene que ver con eso: la llegada del Mesías, el Ungido de Yahveh que vendría a restaurar el reino de David.
Aún en esos tiempos de reyes corruptos, invasores y exilios, los profetas siguieron anunciando la venida del descendiente de David:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño brotará de sus raíces. (Isaías 11,7)
Jesé es el nombre del padre de David, de modo que este anuncio de Isaías se refiere a un sucesor del gran rey.

Hijo de David

Diez veces es llamado Jesús “Hijo de David” en el evangelio de Mateo; cuatro veces en Marcos y otras cuatro en Lucas; ninguna vez en Juan.
Cuando se dice que Jesús es “Hijo de David”, se está diciendo algo significativo para aquellos que esperaban el cumplimiento de lo anunciado por los profetas.

Tanto Mateo como Lucas trazan una genealogía de Jesús. Aunque éstas tienen diferencias, coinciden en ubicar a David entre los antepasados de Jesús. Esa línea confluye en José, esposo de María, “de la casa y de la familia de David”. José no es el padre biológico de Jesús, pero, a todos los efectos, es su padre aquí en la tierra y eso inscribe a Jesús en la familia de David.
Que Jesús sea hijo adoptivo de José parece quitarle fuerza a esa pertenencia: entra en la familia, sí, pero por el costado, circunstancialmente, no por línea directa.
Para los israelitas, sin embargo, la paternidad es mucho más que un hecho biológico. Padre es aquel que reconoce a un hijo como suyo. Dar nombre al hijo es un acto de reconocimiento. En el relato de la anunciación a José se le dice, con referencia al niño que María dará a luz: “tú le pondrás por nombre Jesús”. Desde el momento en que José da un nombre al niño, no hay discusión. Es hijo de José.

Para que veamos hasta dónde lo biológico no es definitivo, recordemos la llamada “ley del levirato”, que es la base de un problema que los saduceos presentan a Jesús:

Moisés dijo: Si alguien muere sin tener hijos, su hermano se casará con la mujer de aquél para dar descendencia a su hermano. (Mateo 22,24).
Queda claro que ese descendiente será, legalmente, hijo del hombre fallecido, aunque el padre biológico sea el hermano del difunto. En nuestro caso, José no es el padre biológico, pero, legalmente, Jesús es su hijo.

Los vecinos de Nazaret no se plantean ningún problema. No hay nada que aclarar. Para ellos, Jesús es el hijo de José: 

“¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mateo 13,55).
Para los primeros cristianos era importante confirmar que el Mesías era descendiente de David, porque así estaba anunciado.
Por otro lado, ellos creían, al igual que nosotros, que Jesús había sido concebido por obra del Espíritu Santo.
Por eso, era necesario afirmar la paternidad adoptiva de José, para que, de esa forma, Jesús entrara en la familia de David.

En el relato de la anunciación encontramos dos veces la referencia a David.
Se nos dice que María
estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José.
Y también lo mencionan las palabras del Ángel, en referencia al niño que nacerá de María:
El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.

Hijo de Dios

Para los cristianos que venían del mundo pagano, en cambio, no era algo especialmente importante que el Mesías fuera “Hijo de David”.
Para ellos, como para nosotros, el aspecto más importante de la identidad de Jesús es “Hijo de Dios”.
Y esa es también la gran novedad, la buena noticia, es decir, el evangelio: el Mesías prometido es el Hijo de Dios. Y será Hijo de Dios, en un sentido mucho más fuerte que el que anunciaba el profeta Natán. Por medio de Natán, Dios le prometía a David

yo elevaré después de ti a uno de tus descendientes…
Seré un padre para él, y él será para mí un hijo.

Notemos las expresiones. “será para mí un hijo” es como decir “será un hijo del corazón”, como dicen las personas que quieren como a un hijo a alguien a quien no han engendrado… Veamos ahora las palabras del ángel a María:

Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo.
Cuando María pregunta cómo sucederá eso, puesto que ella no tiene relaciones con ningún hombre, el ángel agrega:
El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
Hijo del Altísimo, Hijo de Dios. Eso será Jesús, el hijo que María concebirá y dará a luz. Hijo de María e Hijo de Dios.
Nos puede hacer un poquito de ruido la expresión “será llamado” (hijo del Altísimo, hijo de Dios…) ¿por qué no dice directamente “será hijo del Altísimo”, “será hijo de Dios”?
En nuestro mundo donde tantas veces encontramos apariencia y vanidad, donde tanta gente recibe o se pone títulos que no merece, que alguien “sea llamado” de determinada manera no nos dice necesariamente lo que es esa persona.
Aquí “ser llamado” está en directa relación con lo que se es: Jesús será llamado hijo de Dios, porque es Hijo de Dios.

Concepción virginal

Lucas quiere dejarnos claro que, en el caso de Jesús, no es que Dios adoptará a un hijo concebido por María y José, sino que José adoptará al niño concebido por María con la intervención del Espíritu Santo.
Dos veces señala Lucas la virginidad de María.

El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
En la Palabra de Dios, no solo en el Nuevo Testamento, encontramos otros relatos de anunciaciones de nacimientos:
Ismael (Génesis 16,7-15)
Isaac (Génesis 18,9-15)
Sansón (Jueces 13,3-24)
Juan el Bautista (Lucas 1,5-25)

En todos estos relatos hay una intervención extraordinaria de Dios, que hace que una pareja estéril pueda concebir un hijo.
En cambio, Lucas nos presenta algo totalmente nuevo. La intervención de Dios hará que María conciba, sin tener relaciones con ningún hombre, a aquel que es, al mismo tiempo su hijo e Hijo de Dios.
El evangelio de Mateo nos presenta el reverso de la medalla: allí no es María la destinataria del anuncio, sino José (Mateo 1,20-25).
En sueños, el ángel le informa a José que “lo engendrado en ella es del Espíritu Santo”.

Los dos relatos, entonces, afirman la concepción virginal de Jesús.

¿Quién es Jesús?

Podríamos seguir desgranando detalles de este pasaje del evangelio y otros textos relacionados con él, pero vamos a quedarnos aquí, con estas conclusiones sobre la identidad de Jesús:
-    Es Hijo de Dios, Hijo del Altísimo. Dios verdadero.
-    Es hijo de María, que lo concibió y lo dio a luz. Hombre verdadero, nacido de mujer.
-    Es, legalmente, hijo de José, que, al ponerle nombre, lo reconoció como hijo suyo y lo inscribió en la familia de David
-    Es el “hijo de David” que reinará para siempre.

Y en esta Navidad… es, nuevamente, el regalo de Dios para la humanidad…
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.” (Juan 3,16).

Amigas y amigos, ese es nuestro regalo. Ese es el regalo que Dios nos ofrece, no solo en esta Navidad de pandemia, sino en cada día de nuestra vida: la salvación por medio de su Hijo Jesús. Recibámoslo con un corazón agradecido y lleno de amor.
Que, con Jesús, tengan todos ustedes una muy feliz navidad.
Gracias a todos. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

domingo, 13 de diciembre de 2020

Misa - III Domingo de Adviento

Homilía


“Semper gaudete”: estas palabras en latín significan “alégrense siempre”. De ellas viene el nombre de este Tercer domingo de adviento, domingo “Gaudete”, marcado por la alegría.
“Estén siempre alegres”, “alégrense siempre”: así comienza la segunda lectura que hemos escuchado hoy, de la primera carta de san Pablo a la comunidad de Tesalónica.

Los tiempos que vivimos no están precisamente marcados por la alegría.
No son tiempos para la alegría fácil… Como decía un poema de Mario Benedetti, hay que defender la alegría y, a veces, hay que defenderla “también de la alegría”. Creo que él nos habla de defender la alegría profunda de la otra alegría, que es solo superficial, falsa alegría que viene y se va sin dejarnos nada en el corazón.

Desde el comienzo de su pontificado, el papa Francisco ha puesto un especial énfasis en la alegría. Ya en su primer mensaje, titulado “La luz de la fe”, en el que Francisco retomó un escrito del papa emérito Benedicto, aparecían varías líneas que nos hablaban de “la alegría de creer”, “la alegría de la fe”, la alegría que acompaña a la Fe, la Esperanza y la Caridad.

Pero el gran canto a la alegría nos lo trae Francisco en Evangelii Gaudium, la alegría del evangelio. Recordemos las primeras palabras de ese mensaje:
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.” (EG 1)

Los creyentes no estamos exonerados del sufrimiento. En nuestra vida de cada día pasamos por los mismos problemas, contrastes y dificultades que puede encontrar cualquier otra persona.

¿Cómo podemos vivir esto que nos dice san Pablo: “estén siempre alegres”?
Tal vez la primera respuesta nos la da el mismo Pablo, que agrega, a continuación: “oren sin cesar”.
La vida de oración de Pablo es la que lo sostuvo en todas sus pruebas; y fueron muchas.
En su vida de fe, en su vida de oración, Pablo se unió profundamente a Cristo, recibiendo de Él la fortaleza que lo sostuvo en su debilidad.

“Estén siempre alegres. Oren sin cesar.” Y continúa diciendo Pablo: “Den gracias a Dios en toda ocasión”. Hace poco saludé a una antigua compañera de magisterio por su cumpleaños y ella me comentó: “siempre hay motivos para dar gracias a Dios: por las cosas buenas, por supuesto; pero también por las otras, porque siempre nos dejan algo positivo, una enseñanza”.

En sus momentos de mayor sufrimiento, Pablo se siente aún más unido a Jesús, porque el dolor lo une a Jesús crucificado. Pablo dice una cosa difícil… no tan difícil de entender, pero difícil de vivir: Pablo dice: “completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”. Así expresa esa unión con Jesús crucificado. Cuando alguien vive esa unión con Cristo en su pasión, suceden cosas muy especiales. El sufrimiento se transforma.

Muchos hemos tenido la gracia de encontrarnos con personas que, aún sufriendo en su enfermedad, tienen la fuerza para consolar a otros… así se da esa cosa tan extraña, de que vayamos a visitar a alguien que está muy enfermo, porque pensamos que necesita consuelo y compañía, y los que salimos consolados y fortalecidos somos nosotros…

Cuando llegamos a ver y amar a Jesús crucificado… no en un cuadro o en un crucifijo, sino ver y amar a Jesús crucificado en un hermano o una hermana que sufre; cuando llegamos a amar de verdad, encontramos la alegría profunda, esa alegría que no tiene nada de superficial, esa alegría que no viene desde fuera, sino que brota desde adentro.

Ahora… ¿cómo es posible que brote la alegría desde ese encuentro con el dolor de los demás o con mi propio dolor? En las lecturas de hoy, otra palabra nos ilumina; y nunca mejor dicho, “nos ilumina”, porque se trata de la luz.

Al presentarnos a Juan el Bautista, el evangelista Juan nos dice que el Bautista vino “para dar testimonio de la luz”, vino como “testigo de la luz”. Esa luz es la luz de Cristo que, como dice también el evangelista Juan, es “la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre”.

Jesucristo ilumina a todo hombre con la luz de su resurrección. El triunfo de Jesús sobre la muerte nos abre a la esperanza de la vida eterna, de la vida en Él. “Si Cristo no resucitó… si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida -dice san Pablo- somos los más miserables de los hombres” (cf. 1 Co 15,14-19).

Y dice el Papa Francisco en su mensaje “La luz de la fe”:
“Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso” (LF 1).

Esa luz de la fe es la que da sentido a toda nuestra vida. Bajo esa luz podemos ver de otra forma todos nuestros sufrimientos, todas nuestras pruebas, de manera que no nos aplasten. Esa es la luz interior, luz de Cristo en nosotros que nos hace luminosos, capaz de dar luz a otros.

Queridas hermanas, queridos hermanos: abramos nuestro corazón a la luz de Cristo que viene a nosotros en este Adviento. Y al recibir esa luz, no olvidemos que la recibimos para compartirla con todos aquellos que se sienten rodeados de oscuridad en este tiempo de pandemia.
Pidamos al Señor que nos ayude a hacer realidad lo que pedíamos al encender nuestra corona de adviento:
“Cuando encendemos estas tres velas,
cada uno de nosotros quiere ser antorcha tuya para que brilles,
llama para que calientes”. Que así sea.
 

viernes, 11 de diciembre de 2020

“En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen” (Juan 1,6-8.19-28). III Domingo de Adviento.

 

Ya el sol se había escondido detrás del horizonte. En la media luz del crepúsculo, doña Eulalia comenzó a encender, con cuidado, la lámpara “Aladdin”. La mecha de la vieja lámpara a querosén iluminaría su casa hasta la hora en que la apagaría para irse a dormir.

Aunque todavía hay quien tiene alguna de esas lámparas y las usa en una emergencia o en un campamento, la facilidad con que hoy disponemos de luz en la noche puede hacernos olvidar el largo camino de la humanidad para vencer la oscuridad, comenzando por el dominio del fuego alrededor del cual se reunía la tribu.

Desde que el ser humano comenzó a ponerles nombres a las cosas, luz y tiniebla empezaron a ser usadas también como imágenes que podían describir un estado del alma. La luz evoca alegría, paz, bien, seguridad… la oscuridad tristeza, inquietud, amenaza del mal... La llegada del día, después de una larga noche, reanima el corazón, trayéndole alegría y esperanza.

Alégrense siempre

La alegría es la tónica de este tercer domingo de adviento, llamado “Gaudete” a partir de las palabras de san Pablo en la segunda lectura, de la primera carta a los Tesalonicenses:

¡Estén siempre alegres!
Que en latín es 

Semper gaudete (1 Tesalonicenses 5,16).

Desde las otras lecturas nos llega también esa tonalidad de alegría. En la primera, del profeta Isaías.

Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios.
(cf. Isaías 61, 1-2a. 10-11, primera lectura)
Y a continuación, el cántico de María, a modo de salmo responsorial:
Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
(Cf. Lucas 1, 46-50. 53-54, Salmo responsorial)
La invitación, pues, es a la alegría en Dios, a la alegría por la salvación de Dios, por la obra del salvador que anuncia Isaías, enviado
a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor. (cf. Isaías 61, 1-2a. 10-11, primera lectura)

Testigo de la luz

En el evangelio, en cambio, no encontramos expresiones de gozo y alegría; sin embargo, encontramos su fundamento: la luz de Cristo.

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. (Juan 1, 6-8. 19-28)
Estos versículos nos explican el particular lugar de Juan en el proyecto de Dios. Puede sorprendernos hoy que se aclare que “él no era la luz”. En el momento en que fue escrito el Evangelio, era, seguramente, una aclaración necesaria y pertinente. La figura de Juan el Bautista se había destacado ampliamente. A su muerte quedaron discípulos que lo consideraban el Mesías y seguían bautizando como él lo había hecho.
Hay algo más que necesita ser aclarado: ¿por qué la luz necesita un testigo? Más aún, parece que ese fuera un testimonio esencial: “para que todos creyeran por medio de él”. Jesucristo es la luz del mundo (Juan 8,12). De Él va a dar testimonio Juan. Ese testimonio es necesario, porque “la Palabra se hizo carne”. El Hijo de Dios, “luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”, la Palabra eterna del Padre, se hizo carne:

“se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su aspecto como hombre” (Filipenses 2,7). 

La realidad del hijo de Dios encarnado, la luz divina presente en el hombre Jesús de Nazaret, hace necesario el testimonio de Juan: “(Juan) no era la luz, sino el testigo de la luz”.

¿Quién eres tú?

Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?» El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías.»

«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?» Juan dijo: «No.»
«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.
Como hemos señalado en reflexiones anteriores, Juan aparece en tiempos de expectativa. Se esperaba el retorno de Elías, la llegada del Mesías o la de un misterioso profeta.

Desde el templo de Jerusalén llegó un grupo para interrogar a Juan. Su primera pregunta fue totalmente abierta: ¿quién eres tú? Juan vio detrás de ella una suposición: que él fuera el Mesías. Por eso, de entrada, aclaró: “Yo no soy el Mesías”.
Continuaron interrogándolo:
«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?» Juan dijo: «No.»
«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.
En el programa anterior hablamos del anuncio del regreso de Elías: 

“He aquí que yo les envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible” (Malaquías 3,23).


“¿Eres el profeta?”

Despierta la curiosidad la otra pregunta, a la que Juan también responde negativamente: “¿Eres el profeta?”. No le preguntan si es un profeta, un profeta más, sino el profeta. ¿De qué profeta se trata?

En el libro del Deuteronomio encontramos, en un discurso de Moisés, el anuncio de un profeta semejante al propio Moisés:

Yahveh tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien ustedes escucharán.
Es exactamente lo que tú pediste a Yahveh tu Dios en el Horeb, el día de la Asamblea, diciendo: «Para no morir, no volveré a escuchar la voz de Yahveh mi Dios, ni miraré más a este gran fuego».
Y Yahveh me dijo a mí: «Bien está lo que han dicho. Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. (Deuteronomio 18,15-18)
Si bien esas expresiones pueden referirse a cada uno de los profetas que vinieron después de Moisés, el anuncio está en singular: “suscitaré un profeta”. Aunque viniesen, como efectivamente sucedió, muchos profetas, se esperaba uno que sería el profeta, un profeta semejante a Moisés. En el plan de Dios, Moisés tuvo un lugar muy destacado y único. Es, sin duda, el profeta más grande de la primera alianza. Al relatar la muerte de Moisés, el libro del Deuteronomio dice:
No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara (Deuteronomio 34,10)
La espera de ese profeta anunciado era otra forma de la expectativa mesiánica que hemos mencionado en programas anteriores. Esa profecía se cumple en Jesús, en quien está la plenitud de la unción, la plenitud del Espíritu Santo. El evangelio de Mateo se preocupa particularmente de marcar las semejanzas entre Jesús y Moisés y, al mismo tiempo, señalar la superioridad de Jesús. Lo mismo hace Juan en un versículo muy cercano a nuestro evangelio de hoy:
La Ley fue dada por medio de Moisés;
la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. (Juan 1,17)
Cuando los enviados del Templo le preguntan a Juan si él es el profeta, le están preguntando si es él ese profeta semejante a Moisés que estaba anunciado desde tanto tiempo atrás. Una nueva respuesta negativa de Juan hace que se vuelva a la pregunta inicial:

¿Qué dices de ti mismo?

Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y Juan responde:
«Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.»
Juan se presenta con las palabras de Isaías que ya comentamos la semana pasada.
(Cf, Mateo 3,3 – Marcos 1,3 – Lucas 3,4 – Juan 1,23)
Los cuatro evangelios citan a Isaías de la misma forma: el desierto es el lugar donde grita la voz. El texto hebreo de Isaías dice, en cambio, que el desierto es el lugar donde hay que preparar el camino. Los cuatro evangelistas no citan a Isaías según el texto hebreo sino según la traducción al griego conocida como la Biblia de los LXX, (siglos III-II a. C.). Esta traducción corresponde mejor a la figura del Bautista que predica en el desierto junto al Jordán, arrastrando hacia allí multitudes.

Lo importante, de todos modos, es que Juan se presenta como “la voz”. En el Oficio de lecturas de este domingo encontramos un sermón de san Agustín que comienza diciendo, precisamente, eso:
Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que existía ya al comienzo de las cosas. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.
(Sermón 293, 3: PL 38, 1328-1329)
Como explica san Agustín, la voz está al servicio de la palabra, como si dijera:
«Soy la voz cuyo sonido no hace sino introducir la Palabra en el corazón; pero, si ustedes no le preparan el camino, la Palabra no vendrá adonde yo quiero que ella entre.»
La identidad y la misión de Juan queda así aclarada. Pero queda todavía otra pregunta, que viene de otra parte del grupo que ha ido a interrogar al Bautista:

¿Por qué bautizas?

Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Que esta pregunta la hagan los fariseos nos recuerda, como explicábamos la semana pasada, que ellos también bautizaban. Era un rito que se aplicaba a los paganos que llegaban a la fe en Yahveh. Por otra parte, esta pregunta era importante para las comunidades cristianas del tiempo en el que se escribe el evangelio. Ya dijimos que algunos discípulos de Juan el Bautista creían que él era el Mesías. El libro de los Hechos de los apóstoles nos cuenta de personas encaminadas en la fe cristiana, que solo conocían el bautismo de Juan. Por ejemplo, un judío llamado Apolo, que llegó a Éfeso.
Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. (Hechos 18,25)
También en Éfeso encontró Pablo un grupo de discípulos que no había oído hablar del Espíritu Santo. Pablo les preguntó:
«¿Entonces, qué bautismo han recibido?» - «El bautismo de Juan», respondieron. (Hechos 19,3)
La respuesta de Juan a la pregunta de por qué bautiza es, entonces, muy importante.
«Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia.»
En los evangelios y en los Hechos de los apóstoles hay respuestas más completas, incluso en labios del propio Bautista, acerca del significado del bautismo de Juan y del bautismo cristiano. Aquí, la afirmación importante es el anuncio de la llegada de Jesús.
La respuesta parece simple, parece no decir muchas cosas… sin embargo, no es así. Vayamos de a poco.

Alguien al que ustedes no conocen

“En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen”. Juan anuncia a “alguien” que ya está allí. No está en un lugar apartado, escondido, preparándose para salir a escena: está “en medio de ustedes”, allí, como uno más. Los enviados pueden mirar a la multitud. Aquel por el que tanto preguntan ya está allí; pero ellos no lo conocen, no pueden distinguirlo.
Llama la atención que Juan dice “alguien”. No utiliza ninguno de los títulos por los que le preguntaron: el Mesías, Elías, el profeta… es alguien “al que ustedes no conocen”, porque la realidad de Jesús, desde la humildad de su encarnación, que lo hace confundirse con la multitud, sobrepasa el conocimiento humano y desborda aún lo anunciado por los profetas.
La frase “Él viene después de mí” ubica a Juan el Bautista como precursor; pero él mismo agrega más adelante:
Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. (Juan 1,30)

Desatar la correa de su sandalia

Nuestro evangelio de hoy concluye con la expresión en la que Juan reconoce la superioridad de Jesús: “no soy digno de desatar la correa de su sandalia”
Los cuatro evangelios, con pequeñas variantes, hacen referencia a estas palabras.
(Cf. Mateo 3,11 - Marcos 1,7 - Lucas 3,16 – Juan 1,27)
Ayudar al Señor a quitarse las sandalias era tarea de esclavos. Recordemos que ofrecer a los invitados el lavado de los pies era un gesto de hospitalidad. En una ocasión, Jesús hizo notar que hubiera sido bueno tener esa cortesía con él, diciendo al que lo había invitado: “Entré en tu casa y no me diste agua para los pies” (Lucas 7,44). El dueño de casa, como era costumbre, debería haber ordenado a sus esclavos lavar los pies de los presentes.
En cambio, en la última cena, cuando Jesús fue el anfitrión, él mismo se colocó el delantal del servidor y comenzó a lavar los pies de sus discípulos (Juan 13,4-5).
Desde esa perspectiva entendemos la fuerte afirmación de Juan: no soy ni siquiera digno de ser el esclavo, de ser el más humilde servidor de Jesús.

Señalar a Jesús entre nosotros

La figura de Juan el Bautista nos interpela a todos. Su total entrega a Dios, su vida austera, su fuerte llamado a la conversión y, sobre todo, su papel de precursor, su anuncio de Jesús ya presente, al que, en su momento señalará entre los hombres.
Jesús sigue estando en medio de nosotros y muchas veces no lo conocemos o no lo reconocemos. Todo cristiano puede hacer suya la misión del Bautista anunciando e indicando a los demás el camino hacia el encuentro con Jesús. 

Amigas y amigos, en este tiempo donde tanta oscuridad nos amenaza, dejémonos conducir por Juan hacia aquel que es la Luz del Mundo, aquel que ilumina y da sentido a nuestra vida, aquel por el que Pablo nos sigue diciendo “Semper gaudete” ¡Estén siempre alegres!

En la diócesis de Melo seguimos nuestra campaña para entregar 150 canastas a otras tantas familias. Todavía nos faltan unas cuántas. Hasta el viernes 18, inclusive, es posible colaborar. 

Sigamos cuidándonos unos a otros, en este tiempo que se está poniendo cada vez más difícil.
Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Saludo de los obispos ante fallecimiento del expresidente Tabaré Vázquez

"En cada instancia que compartimos con el Dr. Vázquez encontramos a un interlocutor cercano, afable, dialogal y respetuoso, un hombre capaz de jugarse hasta las últimas consecuencias por sus principios y convicciones, un defensor incansable de la vida”, destacan los obispos integrantes del Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal del Uruguay (CEU) en su carta de condolencias enviada al Dr. Álvaro Vázquez, hijo del expresidente de la República fallecido este 6 de diciembre. 

En la carta en la que los obispos explicitan sus condolencias extensivas a toda la familia, señalan que el Dr. Tabaré Vázquez “supo dirigir los destinos de nuestra patria con profundo sentido demócrata y atento siempre a las necesidades de los más vulnerables”.

Concluyen la misiva asegurando sus oraciones por el descanso eterno del Dr. Vázquez y el consuelo para cada uno de sus familiares y seres queridos.


 

 

Misa - II Domingo de Adviento

Salón San Francisco de Asís, Parroquia Catedral, Melo. 

 

Homilía

“¡Estén preparados!” es la palabra que nos dejó Jesús el domingo pasado, primer domingo de Adviento.

Esten preparados, porque un día llegará nuestro encuentro con el Señor, sea porque Él viene, poniendo fin a la historia, con su segunda venida, o porque cada uno de nosotros, a su tiempo y a su hora, vaya junto a Él.
Se trata, entonces, de estar preparados para el encuentro definitivo con el Señor.

En ese encuentro quisiéramos presentarnos con la lámpara encendida; la lámpara de la fe, porque no hemos dejado que se apagara.
Quisiéramos mostrarle lo que hemos hecho con sus dones, con los talentos que recibimos y que no quisimos enterrar, sino, al contrario, ponerlos a trabajar y a dar frutos.
Quisiéramos escucharle decir “tuve hambre y me diste de comer”, porque lo reconocimos o, aún sin reconocerlo, lo ayudamos en sus hermanos más pequeños.

Entonces, nos hacemos la pregunta ¿estamos preparados? ¿estoy preparado para ese encuentro? Cada uno se tiene que responder a esa pregunta, mirando en lo profundo de su corazón, donde se encuentra con Dios en la verdad; sin máscara, sin apariencia ni pretensión alguna, sino con la verdad de su propia vida.

La carta de Pedro que escuchamos en la segunda lectura de hoy nos da alguna luz acerca de todo esto.

Primero, Pedro nos habla de los tiempos de Dios: “Un día es como mil años y mil años como un día”. Con eso nos introduce a la paciencia de Dios para con nosotros. Dios “tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”.
El Padre nos espera, nos da tiempo…
Sin embargo, Pedro nos dice también que no hay que abusar de eso y, con una imagen que Jesús ha usado nos advierte:
“el Día del Señor llegará como un ladrón, y ese día, los cielos desaparecerán estrepitosamente; los elementos serán desintegrados por el fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será consumida”.
No es la aniquilación del universo, sino una nueva creación y Pedro reafirma esa esperanza:
“nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia.”
Para prepararnos a eso, Pedro nos anima a que nuestra conducta sea “santa y piadosa” y a que vivamos “de tal manera” que, el Señor, cuando venga “nos encuentre en paz, sin mancha ni reproche”.

Con otro lenguaje, de eso nos habla también el evangelio, al presentarnos la figura de Juan el Bautista.
A Juan el Bautista se le llama “el precursor”.
Su misión es preparar el camino para la venida de Jesús.
¿Cómo hace esa preparación?
El evangelista Marcos nos dice que Juan proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”.
Ese bautismo es también precursor del bautismo que nosotros recibimos, pero no es el mismo.
El bautismo de Juan, como dice el Evangelio, es un “bautismo de conversión”. Consiste en un baño, en el río Jordán, para recibir el perdón por los pecados.

El evangelio nos dice que la gente confesaba sus pecados al hacerse bautizar.
No era, entonces, algo que se hacía como “por las dudas”, “porque algún pecado puedo tener”. No. La gente tenía conciencia del mal que había hecho. Confesando sus pecados reconocía sus faltas y entraba en el agua manifestando su arrepentimiento y su pedido de perdón.
Nosotros tenemos hoy el sacramento de la reconciliación o la confesión que, aún con todas las dificultades de este tiempo de pandemia, se sigue celebrando y se puede pedir a los sacerdotes, para confesar nuestros pecados y recibir el perdón de Dios.

La figura de Juan el Bautista nos invita a recordar que, en algún momento, hubo una persona que nos acercó a Dios, que nos habló de la fe… pudieron haber sido nuestros padres o uno de ellos, una abuela o, luego, fuera de la familia, el testimonio de una catequista, de un párroco o de personas que, sin tener una especial consagración, vivían con sinceridad su fe cristiana.
Nosotros podemos ser hoy las personas que ayudemos a otros a encontrar a Jesús. Podemos ser también “precursores” como el Bautista.

Claro, cuando nos imaginamos a Juan vestido de piel de camello, predicando en el desierto y bautizando, no es fácil ver cómo podemos ser como él…

El evangelio nos presenta a Juan como un hombre de vida austera. Juan se ha desprendido de muchas cosas porque está buscando lo esencial, lo que realmente importa para encontrar a Dios. Nosotros no necesitamos -tampoco podríamos, aunque quisiéramos- reproducir su forma de vestir o de alimentarnos; pero, en cambio, tenemos que buscar el corazón del evangelio: el misterio de Jesús muerto y resucitado por nosotros, el amor a Dios y al prójimo, la conversión, la misericordia…
Si queremos compartir con otros nuestra fe, tenemos que ir a lo esencial.

Cuando se dice que Juan predicaba en el desierto, muchas veces se imagina a un hombre hablando solo, en un lugar donde no hay nadie. El evangelio nos dice que “toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él”. Para los israelitas, el desierto era un lugar de encuentro con Dios. Les traía el recuerdo del éxodo, del largo camino recorrido por el Pueblo en el desierto bajo la guía de Dios.
Para nosotros, uruguayos, el desierto es algo que no conocemos… es otra geografía, otra historia… sin embargo, el desierto lo podemos encontrar adentro de nosotros mismos. Es el lugar del corazón donde sentimos que nos falta el agua, que todo es árido, que nuestra vida se seca… es un lugar donde da miedo estar y del que preferimos evadirnos, llenándolo de ruido. Ser Juan el Bautista hoy es salir del ruido y ayudar a otros a entrar en su propio desierto, abiertos al encuentro con Dios.
Si quiero acompañar a otros al desierto, tengo que animarme a entrar en el mío.

Finalmente, el Bautista ofrecía un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Muchas veces nos cuesta perdonar. Nos resistimos. Pero es que también nos cuesta pedir perdón. Pedir perdón al prójimo y pedir perdón a Dios. En el Padrenuestro rezamos “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Las dos formas del perdón van juntas: el que pedimos y el que damos.
Cuando nos damos cuenta de que hemos actuado mal, cuando dejamos de inventar excusas, supuestas razones y justificaciones, cuando sentimos la necesidad de ser perdonados, también encontramos el camino para perdonar.

Todo eso es preparar el camino del Señor.
Un camino para recorrer personalmente, con un compromiso propio; es decir, no siguiendo la corriente, sino con mis propios pasos; pero, también, un camino para recorrer en comunidad, acompañándonos con la oración, animándonos unos a otros a ir al encuentro del Señor Jesús que viene hacia nosotros hoy y siempre.

sábado, 5 de diciembre de 2020

Colabora para entregar 150 canastas navideñas


150 canastas con comestibles no perecederos: eso es lo que quisiéramos entregar a otras tantas familias en la Diócesis de Melo (Cerro Largo y Treinta y Tres).

¡Te invitamos a participar en este emprendimiento solidario!

Las donaciones se reciben en el Obispado de Melo, Av. Brasil 829, de lunes a viernes, de 14 a 18 horas.

También se puede colaborar (y, al mismo tiempo, colaborar con la Fazenda de la Esperanza) comprando un paquete de galletitas ($ 40) elaborado en la Fazenda Femenina. Queremos colocar un paquete en cada canasta.

Para eso, comunicarse con la Fazenda por WhtatsApp al 094 444 719

Último día: viernes 17 de diciembre.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Una voz grita en el desierto (Marcos 1,1-8). II Domingo de Adviento.

Nuestro planeta tiene una superficie total de más de 500 millones de kilómetros cuadrados. Como todos sabemos, la mayor parte de esa superficie, 70 por ciento, está ocupada por agua. Las fotos de la Tierra tomadas desde el espacio exterior nos muestran “una bella nave azul”, como dijera un poeta.
De ese 30 por ciento restante que corresponde a los continentes e islas donde se desarrolla la vida terrestre, la tercera parte, 50 millones de kilómetros cuadrados, corresponde a desiertos. Más que el hecho de ser un lugar vacío o con poca presencia de vida humana, animal y vegetal, lo que define al desierto es su clima árido, extremadamente seco. Tanto la flora como la fauna que vive allí se adaptan a esas condiciones, buscando la forma de retener la escasa humedad. Así también se adaptaron los grupos humanos que, a lo largo de la historia de la humanidad han vivido y viven en el desierto.
Uruguay no tiene zonas desérticas, aunque conozcamos sequías como la que estamos atravesando y tengamos algunos terrenos tocados por la erosión.
La Palabra de Dios de este segundo domingo de Adviento nos invita a retirarnos por un momento al desierto, siguiendo espiritualmente al Pueblo de Dios que se mueve hacia allí. Vayamos también nosotros a descubrir de qué se trata.

II Domingo de Adviento

La semana pasada decíamos que el Adviento tiene dos partes bien diferenciadas: la primera nos orienta hacia la segunda venida de Cristo, que esperamos; y la segunda, a partir del día 17, nos encamina a la celebración de la Navidad.
El evangelio que leímos el domingo pasado tenía un tono apocalíptico, muy propio de esos anuncios de la segunda venida de Cristo.
Hoy nos encontramos con Juan el Bautista.
Del Bautista nos hablan los cuatro Evangelios, y es también mencionado en los Hechos de los Apóstoles. También se refiere a él el historiador judeo-romano Flavio Josefo. El próximo domingo veremos cómo nos presenta su figura el evangelista Juan. Este domingo la presentación está a cargo de Marcos, que nos acompañará en este nuevo ciclo litúrgico.

El pasaje que leemos es el comienzo mismo del Evangelio de Marcos. A diferencia de Mateo y Lucas, Marcos no nos trae ninguna referencia sobre el nacimiento ni la infancia de Jesús.
El primer versículo es como el título y, a la vez, el programa del texto de Marcos:

Hijo de Dios

Comienzo de la Buena Noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios.
Buena Noticia es la traducción de la palabra griega “evangelio”.
Es la buena noticia de Jesús, de quien se nos dice que es “Mesías”.
“Mesías” es la palabra hebrea que se traduce en griego como “Cristo”, de modo que podríamos bien decir: “Evangelio de Jesucristo”.
Decir que Jesús es el Mesías ya es una afirmación importante que merece la calificación de “buena noticia”. Como decíamos la semana pasada, el Pueblo de Dios vivía en “expectativa mesiánica”, es decir, esperando que llegara ese enviado de Dios, ungido -Mesías significa “ungido”- ungido por el Espíritu Santo: un salvador que instauraría el reinado de Dios.
A la afirmación de que Jesús es el Mesías, Marcos agrega que Jesús es “Hijo de Dios”. Es una noticia aún mejor. El Mesías no es solamente un buen “hombre de Dios”, sino que es el propio Hijo de Dios, enviado por el Padre.
Sin embargo, en el evangelio de Marcos, no se va a volver hablar de Jesús como “Hijo de Dios” hasta el momento de su Pasión. Allí, al pie del calvario, un centurión romano fue testigo de una muerte completamente diferente de cualquiera que él hubiera visto -y no olvidemos que estamos hablando de un hombre de guerra, que ha visto morir a amigos y enemigos, a inocentes y a condenados-. Ante Jesús, que acababa de morir en la cruz, el centurión proclamó 

“Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15,39).

El mensajero

Ubicados en la afirmación central del evangelio: Jesús – Mesías – Hijo de Dios, el evangelista introduce algunas referencias a los antiguos profetas.
Como está escrito en el libro del profeta Isaías:

«Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti
para prepararte el camino. (Marcos 1,2b cf. Malaquías 3,1)
Aunque Marcos menciona a Isaías, este versículo está tomado del profeta Malaquías.
El versículo siguiente, que, sí, pertenece a Isaías, se corresponde muy bien con el anterior:
Una voz grita en el desierto:
Preparen el camino del Señor,
allanen sus senderos,» (Marcos 1,3 cf. Isaías 40,3)
El texto de Isaías que cita Marcos lo tenemos en la primera lectura, de modo que podemos compararlos:
Una voz proclama:
¡Preparen en el desierto
el camino del Señor,
tracen en la estepa
un sendero para nuestro Dios! (Isaías 40,3)
Isaías habla de un camino que hay que preparar en el desierto. El profeta está anunciando el fin del exilio para el Pueblo de Dios; el regreso desde Babilonia hasta Judea. Para eso hay que cruzar el desierto, pero Dios vendrá por él trayendo a su pueblo.
En cambio, Marcos nos habla de una voz que clama en el desierto: “preparen el camino del Señor”. El desierto es el lugar donde está la voz que llama a preparar el camino del Señor. Pero el camino no pasa por allí; pasa por los corazones que se abren a la predicación de esa voz.

La voz en el desierto

Para los israelitas, el desierto rememora dos grandes acontecimientos fundacionales: en primer lugar, el éxodo, la travesía, bajo la guía de Moisés, desde la esclavitud en Egipto hasta la libertad en la Tierra Prometida. El desierto evoca el lugar del noviazgo de Dios con esa esposa que es su Pueblo. Es lugar de tentación -allí fue Jesús después de su bautismo, para enfrentar al tentador- pero es también el lugar de la Alianza entre Dios y su pueblo. El segundo acontecimiento que evoca el desierto es como una refundación de Israel, al regresar los exiliados desde Babilonia, según el anuncio de Isaías.
En la tierra de Jesús el desierto no está lejos, sino allí mismo. Hoy, una foto satelital nos permite ver lugares verdes y lugares secos, desérticos.
Con estas referencias y estas connotaciones del libro de la Primera Alianza, el Antiguo Testamento, Marcos introduce en escena a ese personaje que, con las palabras de Isaías, ha anunciado como “la voz”:

así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.

Generalmente decimos que alguien está “predicando en el desierto” cuando nadie lo escucha. Sin embargo, Juan no está hablando solo. Marcos nos dice que
Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él

Hoy diríamos que Juan el Bautista tenía “un gran poder de convocatoria”. Es que su mensaje iba al encuentro de la expectativa de la gente. Hacía tiempo que se esperaba alguna manifestación de Dios. Dios parecía retraído, el Espíritu que hablaba por los profetas parecía enmudecido… y de pronto, irrumpió Juan con toda energía. La gente se pasó la voz y todos fueron a su encuentro.

“Elías ya vino”

La descripción de Juan el Bautista que hace Marcos es llamativa, pero dice aún más de lo que parece:
Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre.
Esta descripción nos da la imagen de un hombre de vida muy austera; pero el atuendo de Juan corresponde al del profeta Elías, como se lo describe en un pasaje del segundo libro de los Reyes:

«Era un hombre con manto de pelo y con una faja de piel ceñida a su cintura». (2 Reyes 1,8)

El regreso del profeta Elías estaba anunciado por Malaquías:
“He aquí que yo les envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible” (Malaquías 3,23)

En el evangelio de Mateo, Jesús da a entender que esa profecía del regreso de Elías se cumple precisamente en Juan el Bautista. Dice Jesús a sus discípulos:
Sin embargo, les digo: Elías ya vino, pero no lo reconocieron, sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte de ellos».
Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista. (Mateo 17,12-13)

El mensaje

¿Cuál es el mensaje del Bautista? ¿Cómo cumple Él el mandato de preparar el camino del Señor? ¿Qué nos dice a nosotros para este tiempo de Adviento?
Lo que propone Juan es

un bautismo de conversión para el perdón de los pecados.
Ese bautismo no era nuestro bautismo sacramental, pero para la gente de aquel momento era un paso importante.
Juan estaba a orillas del río Jordán. Las personas que se acercaban
se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados

En esas dos líneas tenemos una serie de palabras clave: pecados, confesión, conversión, perdón, bautismo.

El bautismo de Juan

Decíamos que el bautismo de Juan no es nuestro actual bautismo. Es el Bautista quien señala la diferencia:

Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo.
En distintas civilizaciones ha habido ritos relacionados a un baño con agua, para marcar el comienzo de un cambio importante en la vida, una especie de “nacer de nuevo”. En la antigüedad, en Egipto, en Mesopotamia, en la India, este rito formaba parte de la entronización de un rey.

Ya antes de Jesús, el movimiento de los fariseos buscaba, con mucho celo, acercar a los paganos a la fe en Yahveh. Jesús nos habla de los esfuerzos de los fariseos por conseguir “prosélitos”, es decir, seguidores, entre los paganos. 

“Recorren mar y tierra para hacer un prosélito” (Mateo 23,15). 

Aquellos que creían y querían unirse al Pueblo de la Primera Alianza, debían circuncidarse, como todo varón judío y, además, recibir un bautismo. Entendamos bien esto: en la práctica de los fariseos eran los paganos, no los judíos, quienes debían bautizarse.

Al llamar a todos a arrepentirse y bautizarse, Juan es rechazado por los fariseos. Dice Lucas:

“los fariseos y los maestros de la ley, al no aceptar el bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos” (Lucas 7,30)
Había también otras razones para que los fariseos no reconocieran a Juan como un profeta, pero el hecho de que ofreciera el bautismo a todos es una de ellas.

El bautismo cristiano tiene el efecto de perdonar los pecados, pero es mucho más que eso: es un signo, un signo eficaz, que realiza lo que significa: la unión del bautizado con Jesucristo muerto y resucitado.

Para Juan “preparar el camino de Dios” significa, sobre todo, convocar al pueblo, predicar llamando a la conversión y ofrecer un signo de ese nacimiento a una vida nueva que es su bautismo, por el cual recibían el perdón de los pecados. La gente que iba donde Juan lo hacía con mucha seriedad: confesaba sus pecados, lo que supone haber examinado la propia vida delante de Dios, haberse arrepentido de toda maldad y tener un profundo deseo de conversión.

Del bautismo a la reconciliación

En este tiempo de Adviento, a quienes ya hemos recibido el bautismo cristiano, el bautismo con el Espíritu Santo, la predicación del Bautista no nos conduce hacia ese sacramento que no podemos recibir de nuevo. Sin embargo, hay otro sacramento a través del cual se renueva la gracia del Bautismo que nos hizo hijos de Dios. Se trata del sacramento de la reconciliación o confesión. Las limitaciones de este tiempo de pandemia dificultan el acceso a este sacramento, pero se sigue celebrando y siempre podemos pedirlo a los sacerdotes.
La confesión o reconciliación, recordémoslo, supone confesar los pecados ante un sacerdote y recibir, a través de él, el perdón de Dios por todas nuestras faltas. Esto, hecho con una actitud de conversión: arrepentimiento de las faltas cometidas, firme propósito de no volver a hacerlas y, sobre todo, la decisión de orientar o reorientar la vida hacia Dios, en el seguimiento de Jesús.

Esa es la misión de Juan: prepararnos al encuentro con Jesús. Ya volveremos sobre esto el próximo domingo.

El capítulo 25 de san Mateo, con sus tres parábolas, que leemos normalmente en los tres últimos domingos del año litúrgico nos da una buena pista para un examen de conciencia…

  • Parábola de las 5 vírgenes necias y las 5 vírgenes prudentes: ¿mantengo encendida la lámpara de mi fe?
  • Parábola de los talentos: ¿estoy haciendo producir los dones que he recibido de Dios, poniéndolos a su servicio y al servicio de la comunidad?
  • Parábola del juicio final: ¿estoy ayudando de alguna manera a Jesús presente en sus hermanos más pequeños que están pasando alguna necesidad?

Amigas y amigos: gracias por su atención. Sigamos cuidándonos entre todos. Sigamos caminando en el espíritu del Adviento. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Misa - Primer Domingo de Adviento

 

Celebrada en la capilla San Juan Bautista, Obra Social Salesiana Picapiedras, Parroquia Santo Domingo Savio y San Carlos Borromeo, Melo.

Homilía

29 de noviembre. Se termina el penúltimo mes del año y este año 2020, este tan particular 2020, está ya cerca de su final. Se va a completar así la quinta parte del siglo; se van a cumplir los primeros 20 años de este siglo XXI. 

Hace ya mucho tiempo que la humanidad viene haciendo una vida cada vez más acelerada.
El desarrollo de los medios de comunicación y de transporte fue acortando los tiempos para que llegara a su destino un viajero o un mensaje… En tiempos de la diligencia, cuando la posta del Chuy era lo que es hoy la terminal de Melo, el viaje de Montevideo a nuestra ciudad podía durar más de doce horas; pero la diligencia era mucho más rápida que la carreta. Luego, el tren y después el ómnibus fueron acortando esos tiempos.
En cuanto a los mensajes, hoy que el teléfono es un artículo en la cartera de la dama y en el bolsillo del caballero, pronto a establecer una comunicación inmediata con cualquier lugar del planeta, es extraño recordar aquella época en que se pedía a la telefonista una comunicación a otra ciudad, una llamada de “larga distancia” y nos daban dos horas de demora, tiempo que se reducía a la mitad si se pedía “urgente”.
Sí, la vida de la humanidad se ha acelerado y eso hace que nos cueste esperar. ¿Por qué hay que esperar? ¿Por qué no lo podemos tener o no lo podemos hacer ya, ahora?

Un santo filósofo de la antigüedad, san Severino Boecio, enseña que la vida eterna es la posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable. Dicho de otra forma, tener todo, absolutamente todo, simultáneamente. Completamente, sin que falte nada… La aceleración de la vida nos hace vivir la ilusión de que todo es posible… y, sin embargo, no tardamos en encontrarnos con los límites. No todo está a nuestro alcance. Algunas cosas serán siempre inalcanzables; otras podrán llegar, pero solo con esfuerzo y paciencia…
La pandemia nos ha recordado a los seres humanos que vivimos en el tiempo, no en el instante de la eternidad. Que no podemos tener lo que queremos sin esperar. Si hemos olvidado lo que es esperar, tenemos que aprender a esperar. Aprender a esperar sin desesperación ni desesperanza: aprender a esperar con esperanza.

De eso se trata el adviento, este tiempo con el comenzamos un nuevo año litúrgico.
El domingo pasado, con la solemnidad de Cristo Rey, cerramos un ciclo.
Hoy, con el primer domingo de Adviento, abrimos uno nuevo.
En el evangelio, Jesús nos hace ver que la espera no es una actitud pasiva. Es una actitud vigilante. Es una preparación para recibir al que viene, al que va a llegar.
Jesús compara esa espera con la de los servidores que están en expectativa por el regreso de su señor.
El día y la hora del regreso no están marcados, pero cada uno tiene una tarea. No se quedan esperando sentados, porque cada uno tiene algo para hacer. No algo para entretenerse, sino algo importante que tienen que cumplir.

Con esta parábola, Jesús anuncia su segunda venida.
Es la segunda, porque la primera fue su encarnación en el seno de María y su nacimiento en Belén. El Hijo de Dios vivió, hecho hombre, entre nosotros y, luego de su muerte y resurrección volvió junto al Padre.  Como decimos en el credo de nuestra fe: “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin”.
Entre la primera venida y esa segunda, que significará el final de los tiempos, Jesucristo sigue viniendo a nosotros.
Estamos invitados a reconocerlo “en cada persona y en cada acontecimiento”.
Eso sólo es posible si estamos atentos.
¿Cómo reconocer a Jesús? Lo estamos esperando… pero ¿si viene y no lo reconocemos?

Es curioso, pero no siempre vemos lo que está delante de nuestros ojos. O, por lo menos, no vemos todo lo que está ante nuestra vista. Nuestro cerebro selecciona lo que nos interesa. Se focaliza en lo que nos gusta ver, en lo que queremos ver. En estos tiempos de mascarilla, hay personas que reconocemos fácilmente, a pesar de que parte de su cara esté cubierta… son aquellas que conocemos bien. En cambio, nuestra mirada no se detiene en personas que no conocemos o que nos resultan indiferentes.

De la misma forma actúa nuestro corazón. Algunas personas y algunos acontecimientos llaman nuestra atención; otros no… entonces ¿hacia dónde se mueve nuestro corazón?
¿Nos dejamos atraer por el ruido del mundo, por el entretenimiento superficial? ¿Nos dejamos envolver por el brillo aparente, que solo esconde el vacío?
Si queremos reconocer a Jesús que viene en cada persona y en cada acontecimiento… ¿dónde tenemos que poner nuestra mirada? ¿hacia qué o hacia quienes se orienta nuestro corazón?

El domingo pasado, en la parábola del juicio final, Jesús nos decía: “lo que ustedes hicieron con cada uno de mis pequeños hermanos ustedes lo hicieron conmigo”.
Ahí tenemos una pista importante… la pregunta es ¿está nuestra mirada y nuestro corazón atento a los hermanitos de Jesús?
¿Quiénes son esos hermanos de Jesús con los que me cruzo cada día? ¿Quiénes son los más frágiles, los más vulnerables, los más necesitados? ¿quiénes son los que más están sufriendo en esta pandemia? ¿cómo puedo ayudarlos?
A eso nos invita este tiempo de Adviento.

Vivir este encuentro con Jesús nos prepara para la celebración de la Navidad.
Allí vamos a hacer memoria del que nació en un pesebre, en un lugar donde se guardaban los animales.
No podemos pretender adorar al Dios que se hizo hombre naciendo de manera tan humilde, si no lo hemos reconocido y ayudado en los humildes de nuestro tiempo.

En la primera lectura, Isaías nos dice que Dios sale al encuentro de los que practican la justicia y se acuerdan de sus caminos.

La nueva encíclica del papa Francisco, Fratelli tutti, puede servirnos como manual para recorrer el adviento practicando la justicia y recordando los caminos de Dios. Francisco nos invita, en el espíritu del evangelio, a construir una humanidad más fraterna, en la que haya pan, trabajo y techo para todos; en la que nadie sufra discriminaciones por ningún motivo. Esa humanidad es la que Dios quiere y nos pide que colaboremos en realizarla. ¿Seremos capaces de actuar?

San Pablo, en la segunda lectura, nos dice que Dios nos ha enriquecido con toda clase de dones, en la palabra y en el conocimiento. Estos tiempos que transitamos necesitan palabras positivas, palabras de reconciliación. Palabras que unan y no palabras que dividan. Palabras que traigan paz y serenidad, frente a los arranques de ira. Palabras de consuelo, de aliento y esperanza…

Dios nos ha dado a conocer su amor, nos ha hecho saber que todos somos sus hijas e hijos, que todos somos hermanos y hermanas y que quiere que toda la humanidad llegue a compartir su vida, su vida divina, para siempre.
Al don del conocimiento, al don de la palabra, pidamos que se agregue el don de hacer: cuidar unos de otros, cuidar la tierra que nos da alimento, cuidar, sobre todo, de los más necesitados. Esos son los caminos de Dios de los que nos habla Isaías.

Ese es el camino que estamos llamados a recorrer en este Adviento: hoy y siempre. Que así sea.