domingo, 20 de diciembre de 2020

Misa - IV Domingo de Adviento.

“El Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret”
Nazaret y Galilea son nombres que todos hemos oído o leído muchas veces, por poco que conozcamos la Biblia.
Jesús fue conocido como Jesús de Nazaret. En su misión se movió mucho por Galilea. De allí eran los primeros discípulos que llamó: pescadores del mar de Galilea.
La madre de Jesús es también conocida como María de Nazaret. Más de una canción la nombra así.
Sin embargo, si buscamos en la primera parte de la Biblia, lo que se suele llamar Antiguo Testamento, no encontramos ninguna referencia a Nazaret. Y no es que la ciudad no existiera: simplemente, allí nunca pasó nada en relación con la historia de la salvación.
Tal vez por eso cuando uno de los primeros discípulos fue invitado a conocer a Jesús de Nazaret, preguntó, con duda: “¿acaso de Nazaret puede salir algo bueno?”.

Galilea, sí, es mencionada muchas veces en toda la Biblia. Pero no es una región con buena fama… en algún momento se la llama “Galilea de las naciones”, es decir, la Galilea de los extranjeros, de los que no pertenecen al Pueblo de Dios, de los que no creen en el único Dios.
Entonces, a esa ciudad desconocida, en esa región sin buena fama, allí fue enviado el mensajero de Dios.

Esto me da qué pensar, porque estamos celebrando esta Misa en un lugar que, para muchos, es desconocido… La Micaela, en el departamento de Cerro Largo.
Dios quiere hacer llegar su salvación a todo lugar de este mundo, a toda persona, por lejos que esté.

Pero este mensaje tiene una sola persona como destinataria: una joven mujer.
¿Quién es ella? Dice el evangelio:
“una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.” Dos veces se nos dice que es una “virgen”. Es importante. También se nos dice su nombre, un nombre que desde entonces han llevado muchas mujeres en el mundo; y también algunos hombres, combinado con un nombre de varón: José María, Carlos María…
Una jovencita de Nazaret. Una muchacha desconocida, en una ciudad desconocida…

María estaba comprometida con un hombre de la familia de David.
Allí cambia un poco la cosa: salimos del anonimato, porque ese David fue el gran rey de Israel, del que nos habla la primera lectura… David tuvo la idea de construir un gran templo, pero Dios le dijo que no, que eso no le iba a tocar a él. Eso lo haría su hijo Salomón. Dios, en cambio, le hizo una promesa:
“yo elevaré … a uno de tus descendientes … y afianzaré su realeza. … Tu casa y tu reino durarán eternamente delante de mí, y tu trono será estable para siempre”.

Pero eso había sido mil años atrás. Hacía siglos que la familia de David no estaba en el trono. José no era ningún príncipe ni vivía en un palacio: era un carpintero, posiblemente de los que hacían la parte de madera en las construcciones. Un obrero.

Tenemos entonces al ángel en Nazaret de Galilea, buscando a María ¿y dónde la encuentra?
Dice el evangelio: “El ángel entró en su casa (la casa de María) y la saludó”. María estaba en su casa, tal vez ocupada en alguna tarea doméstica…
Uno de los muchos artistas que han imaginado esta escena la presenta con un libro en las manos. No es un entretenimiento: es la Palabra de Dios. María es una mujer que se alimenta de la Palabra de Dios. El anuncio que le va a hacer el ángel la sorprenderá, le hará pedir una explicación sobre los detalles, pero no sobre lo esencial: ella entiende bien que ha sido elegida por Dios para ser madre de su Hijo, madre del salvador. Su respuesta será “que se cumpla en mí lo que has dicho”. Que se cumpla en ella la voluntad salvadora del Padre Dios.

Así ocurre el anuncio más grande de todos los tiempos. No en la capital, la ciudad de Jerusalén, sino en la desconocida Nazaret. No en el templo, sino en una sencilla casa. No dirigido a una personalidad distinguida y conocida por todos, sino a esta jovencita a quien solo conocen en su pueblo.

En todo esto ya hay un mensaje: es la manera en que se manifiesta Dios. No lo hace con ruido, con grandes conferencias de prensa, con grandes multitudes, con transmisiones por todos los medios… Cuando nazca el niño, como vamos a recordar dentro de poco, así seguirán las cosas: en un oscuro pesebre, una cueva donde se resguardaban y alimentaban los animales…

Hoy estamos en una capilla en la que, cuando es posible, se reúne la comunidad para la Misa. Una capilla cuidada con cariño. Es bueno tener un espacio donde la comunidad cristiana puede reunirse, aún con las restricciones que tenemos en este tiempo de pandemia. Pero Dios no está encerrado aquí. Dios hace su casa en el corazón de cada persona que quiere recibirlo, que quiere escuchar y vivir su palabra, como María.

En esta Navidad ya cercana, dejémonos ayudar por ella. Como el rey David, a veces soñamos con grandes proyectos. Incluso pensamos que es lo que Dios nos pide… Sin embargo, María nos lleva por otros caminos, los verdaderos caminos de Dios.
San Agustín lo explicaba muy bien. Dice así:
María, antes de concebir al Hijo de Dios en su seno virginal, lo concibió en su mente y en su corazón en el momento en que respondió, llena de fe: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».

También nosotros, como María, podemos hacer nacer a Jesús en nuestro corazón y en nuestra mente, buscando y obrando la voluntad de Dios, extendiendo en el mundo su luz y su amor.
¿Qué podemos hacer en esta situación que nos limita tanto?
No se trata de hacer cosas extraordinarias… no nos olvidemos: David soñaba con hacer un gran templo. Se trata de hacer cosas sencillas, de poner amor en lo que hacemos cada día, de hacer con amor algo por los demás… Puede parecer muy poco, pero Dios lo hace grande, porque para Él “nada es imposible”.

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