viernes, 11 de diciembre de 2020

“En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen” (Juan 1,6-8.19-28). III Domingo de Adviento.

 

Ya el sol se había escondido detrás del horizonte. En la media luz del crepúsculo, doña Eulalia comenzó a encender, con cuidado, la lámpara “Aladdin”. La mecha de la vieja lámpara a querosén iluminaría su casa hasta la hora en que la apagaría para irse a dormir.

Aunque todavía hay quien tiene alguna de esas lámparas y las usa en una emergencia o en un campamento, la facilidad con que hoy disponemos de luz en la noche puede hacernos olvidar el largo camino de la humanidad para vencer la oscuridad, comenzando por el dominio del fuego alrededor del cual se reunía la tribu.

Desde que el ser humano comenzó a ponerles nombres a las cosas, luz y tiniebla empezaron a ser usadas también como imágenes que podían describir un estado del alma. La luz evoca alegría, paz, bien, seguridad… la oscuridad tristeza, inquietud, amenaza del mal... La llegada del día, después de una larga noche, reanima el corazón, trayéndole alegría y esperanza.

Alégrense siempre

La alegría es la tónica de este tercer domingo de adviento, llamado “Gaudete” a partir de las palabras de san Pablo en la segunda lectura, de la primera carta a los Tesalonicenses:

¡Estén siempre alegres!
Que en latín es 

Semper gaudete (1 Tesalonicenses 5,16).

Desde las otras lecturas nos llega también esa tonalidad de alegría. En la primera, del profeta Isaías.

Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios.
(cf. Isaías 61, 1-2a. 10-11, primera lectura)
Y a continuación, el cántico de María, a modo de salmo responsorial:
Mi alma canta la grandeza del Señor,
y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador,
(Cf. Lucas 1, 46-50. 53-54, Salmo responsorial)
La invitación, pues, es a la alegría en Dios, a la alegría por la salvación de Dios, por la obra del salvador que anuncia Isaías, enviado
a llevar la buena noticia a los pobres, a vendar los corazones heridos, a proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, a proclamar un año de gracia del Señor. (cf. Isaías 61, 1-2a. 10-11, primera lectura)

Testigo de la luz

En el evangelio, en cambio, no encontramos expresiones de gozo y alegría; sin embargo, encontramos su fundamento: la luz de Cristo.

Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz. (Juan 1, 6-8. 19-28)
Estos versículos nos explican el particular lugar de Juan en el proyecto de Dios. Puede sorprendernos hoy que se aclare que “él no era la luz”. En el momento en que fue escrito el Evangelio, era, seguramente, una aclaración necesaria y pertinente. La figura de Juan el Bautista se había destacado ampliamente. A su muerte quedaron discípulos que lo consideraban el Mesías y seguían bautizando como él lo había hecho.
Hay algo más que necesita ser aclarado: ¿por qué la luz necesita un testigo? Más aún, parece que ese fuera un testimonio esencial: “para que todos creyeran por medio de él”. Jesucristo es la luz del mundo (Juan 8,12). De Él va a dar testimonio Juan. Ese testimonio es necesario, porque “la Palabra se hizo carne”. El Hijo de Dios, “luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”, la Palabra eterna del Padre, se hizo carne:

“se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su aspecto como hombre” (Filipenses 2,7). 

La realidad del hijo de Dios encarnado, la luz divina presente en el hombre Jesús de Nazaret, hace necesario el testimonio de Juan: “(Juan) no era la luz, sino el testigo de la luz”.

¿Quién eres tú?

Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?» El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías.»

«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?» Juan dijo: «No.»
«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.
Como hemos señalado en reflexiones anteriores, Juan aparece en tiempos de expectativa. Se esperaba el retorno de Elías, la llegada del Mesías o la de un misterioso profeta.

Desde el templo de Jerusalén llegó un grupo para interrogar a Juan. Su primera pregunta fue totalmente abierta: ¿quién eres tú? Juan vio detrás de ella una suposición: que él fuera el Mesías. Por eso, de entrada, aclaró: “Yo no soy el Mesías”.
Continuaron interrogándolo:
«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?» Juan dijo: «No.»
«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.
En el programa anterior hablamos del anuncio del regreso de Elías: 

“He aquí que yo les envío al profeta Elías antes que llegue el Día de Yahveh, grande y terrible” (Malaquías 3,23).


“¿Eres el profeta?”

Despierta la curiosidad la otra pregunta, a la que Juan también responde negativamente: “¿Eres el profeta?”. No le preguntan si es un profeta, un profeta más, sino el profeta. ¿De qué profeta se trata?

En el libro del Deuteronomio encontramos, en un discurso de Moisés, el anuncio de un profeta semejante al propio Moisés:

Yahveh tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien ustedes escucharán.
Es exactamente lo que tú pediste a Yahveh tu Dios en el Horeb, el día de la Asamblea, diciendo: «Para no morir, no volveré a escuchar la voz de Yahveh mi Dios, ni miraré más a este gran fuego».
Y Yahveh me dijo a mí: «Bien está lo que han dicho. Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. (Deuteronomio 18,15-18)
Si bien esas expresiones pueden referirse a cada uno de los profetas que vinieron después de Moisés, el anuncio está en singular: “suscitaré un profeta”. Aunque viniesen, como efectivamente sucedió, muchos profetas, se esperaba uno que sería el profeta, un profeta semejante a Moisés. En el plan de Dios, Moisés tuvo un lugar muy destacado y único. Es, sin duda, el profeta más grande de la primera alianza. Al relatar la muerte de Moisés, el libro del Deuteronomio dice:
No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yahveh trataba cara a cara (Deuteronomio 34,10)
La espera de ese profeta anunciado era otra forma de la expectativa mesiánica que hemos mencionado en programas anteriores. Esa profecía se cumple en Jesús, en quien está la plenitud de la unción, la plenitud del Espíritu Santo. El evangelio de Mateo se preocupa particularmente de marcar las semejanzas entre Jesús y Moisés y, al mismo tiempo, señalar la superioridad de Jesús. Lo mismo hace Juan en un versículo muy cercano a nuestro evangelio de hoy:
La Ley fue dada por medio de Moisés;
la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. (Juan 1,17)
Cuando los enviados del Templo le preguntan a Juan si él es el profeta, le están preguntando si es él ese profeta semejante a Moisés que estaba anunciado desde tanto tiempo atrás. Una nueva respuesta negativa de Juan hace que se vuelva a la pregunta inicial:

¿Qué dices de ti mismo?

Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y Juan responde:
«Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías.»
Juan se presenta con las palabras de Isaías que ya comentamos la semana pasada.
(Cf, Mateo 3,3 – Marcos 1,3 – Lucas 3,4 – Juan 1,23)
Los cuatro evangelios citan a Isaías de la misma forma: el desierto es el lugar donde grita la voz. El texto hebreo de Isaías dice, en cambio, que el desierto es el lugar donde hay que preparar el camino. Los cuatro evangelistas no citan a Isaías según el texto hebreo sino según la traducción al griego conocida como la Biblia de los LXX, (siglos III-II a. C.). Esta traducción corresponde mejor a la figura del Bautista que predica en el desierto junto al Jordán, arrastrando hacia allí multitudes.

Lo importante, de todos modos, es que Juan se presenta como “la voz”. En el Oficio de lecturas de este domingo encontramos un sermón de san Agustín que comienza diciendo, precisamente, eso:
Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que existía ya al comienzo de las cosas. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.
(Sermón 293, 3: PL 38, 1328-1329)
Como explica san Agustín, la voz está al servicio de la palabra, como si dijera:
«Soy la voz cuyo sonido no hace sino introducir la Palabra en el corazón; pero, si ustedes no le preparan el camino, la Palabra no vendrá adonde yo quiero que ella entre.»
La identidad y la misión de Juan queda así aclarada. Pero queda todavía otra pregunta, que viene de otra parte del grupo que ha ido a interrogar al Bautista:

¿Por qué bautizas?

Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Que esta pregunta la hagan los fariseos nos recuerda, como explicábamos la semana pasada, que ellos también bautizaban. Era un rito que se aplicaba a los paganos que llegaban a la fe en Yahveh. Por otra parte, esta pregunta era importante para las comunidades cristianas del tiempo en el que se escribe el evangelio. Ya dijimos que algunos discípulos de Juan el Bautista creían que él era el Mesías. El libro de los Hechos de los apóstoles nos cuenta de personas encaminadas en la fe cristiana, que solo conocían el bautismo de Juan. Por ejemplo, un judío llamado Apolo, que llegó a Éfeso.
Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque solamente conocía el bautismo de Juan. (Hechos 18,25)
También en Éfeso encontró Pablo un grupo de discípulos que no había oído hablar del Espíritu Santo. Pablo les preguntó:
«¿Entonces, qué bautismo han recibido?» - «El bautismo de Juan», respondieron. (Hechos 19,3)
La respuesta de Juan a la pregunta de por qué bautiza es, entonces, muy importante.
«Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia.»
En los evangelios y en los Hechos de los apóstoles hay respuestas más completas, incluso en labios del propio Bautista, acerca del significado del bautismo de Juan y del bautismo cristiano. Aquí, la afirmación importante es el anuncio de la llegada de Jesús.
La respuesta parece simple, parece no decir muchas cosas… sin embargo, no es así. Vayamos de a poco.

Alguien al que ustedes no conocen

“En medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen”. Juan anuncia a “alguien” que ya está allí. No está en un lugar apartado, escondido, preparándose para salir a escena: está “en medio de ustedes”, allí, como uno más. Los enviados pueden mirar a la multitud. Aquel por el que tanto preguntan ya está allí; pero ellos no lo conocen, no pueden distinguirlo.
Llama la atención que Juan dice “alguien”. No utiliza ninguno de los títulos por los que le preguntaron: el Mesías, Elías, el profeta… es alguien “al que ustedes no conocen”, porque la realidad de Jesús, desde la humildad de su encarnación, que lo hace confundirse con la multitud, sobrepasa el conocimiento humano y desborda aún lo anunciado por los profetas.
La frase “Él viene después de mí” ubica a Juan el Bautista como precursor; pero él mismo agrega más adelante:
Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. (Juan 1,30)

Desatar la correa de su sandalia

Nuestro evangelio de hoy concluye con la expresión en la que Juan reconoce la superioridad de Jesús: “no soy digno de desatar la correa de su sandalia”
Los cuatro evangelios, con pequeñas variantes, hacen referencia a estas palabras.
(Cf. Mateo 3,11 - Marcos 1,7 - Lucas 3,16 – Juan 1,27)
Ayudar al Señor a quitarse las sandalias era tarea de esclavos. Recordemos que ofrecer a los invitados el lavado de los pies era un gesto de hospitalidad. En una ocasión, Jesús hizo notar que hubiera sido bueno tener esa cortesía con él, diciendo al que lo había invitado: “Entré en tu casa y no me diste agua para los pies” (Lucas 7,44). El dueño de casa, como era costumbre, debería haber ordenado a sus esclavos lavar los pies de los presentes.
En cambio, en la última cena, cuando Jesús fue el anfitrión, él mismo se colocó el delantal del servidor y comenzó a lavar los pies de sus discípulos (Juan 13,4-5).
Desde esa perspectiva entendemos la fuerte afirmación de Juan: no soy ni siquiera digno de ser el esclavo, de ser el más humilde servidor de Jesús.

Señalar a Jesús entre nosotros

La figura de Juan el Bautista nos interpela a todos. Su total entrega a Dios, su vida austera, su fuerte llamado a la conversión y, sobre todo, su papel de precursor, su anuncio de Jesús ya presente, al que, en su momento señalará entre los hombres.
Jesús sigue estando en medio de nosotros y muchas veces no lo conocemos o no lo reconocemos. Todo cristiano puede hacer suya la misión del Bautista anunciando e indicando a los demás el camino hacia el encuentro con Jesús. 

Amigas y amigos, en este tiempo donde tanta oscuridad nos amenaza, dejémonos conducir por Juan hacia aquel que es la Luz del Mundo, aquel que ilumina y da sentido a nuestra vida, aquel por el que Pablo nos sigue diciendo “Semper gaudete” ¡Estén siempre alegres!

En la diócesis de Melo seguimos nuestra campaña para entregar 150 canastas a otras tantas familias. Todavía nos faltan unas cuántas. Hasta el viernes 18, inclusive, es posible colaborar. 

Sigamos cuidándonos unos a otros, en este tiempo que se está poniendo cada vez más difícil.
Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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