domingo, 6 de diciembre de 2020

Misa - II Domingo de Adviento

Salón San Francisco de Asís, Parroquia Catedral, Melo. 

 

Homilía

“¡Estén preparados!” es la palabra que nos dejó Jesús el domingo pasado, primer domingo de Adviento.

Esten preparados, porque un día llegará nuestro encuentro con el Señor, sea porque Él viene, poniendo fin a la historia, con su segunda venida, o porque cada uno de nosotros, a su tiempo y a su hora, vaya junto a Él.
Se trata, entonces, de estar preparados para el encuentro definitivo con el Señor.

En ese encuentro quisiéramos presentarnos con la lámpara encendida; la lámpara de la fe, porque no hemos dejado que se apagara.
Quisiéramos mostrarle lo que hemos hecho con sus dones, con los talentos que recibimos y que no quisimos enterrar, sino, al contrario, ponerlos a trabajar y a dar frutos.
Quisiéramos escucharle decir “tuve hambre y me diste de comer”, porque lo reconocimos o, aún sin reconocerlo, lo ayudamos en sus hermanos más pequeños.

Entonces, nos hacemos la pregunta ¿estamos preparados? ¿estoy preparado para ese encuentro? Cada uno se tiene que responder a esa pregunta, mirando en lo profundo de su corazón, donde se encuentra con Dios en la verdad; sin máscara, sin apariencia ni pretensión alguna, sino con la verdad de su propia vida.

La carta de Pedro que escuchamos en la segunda lectura de hoy nos da alguna luz acerca de todo esto.

Primero, Pedro nos habla de los tiempos de Dios: “Un día es como mil años y mil años como un día”. Con eso nos introduce a la paciencia de Dios para con nosotros. Dios “tiene paciencia con ustedes porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan”.
El Padre nos espera, nos da tiempo…
Sin embargo, Pedro nos dice también que no hay que abusar de eso y, con una imagen que Jesús ha usado nos advierte:
“el Día del Señor llegará como un ladrón, y ese día, los cielos desaparecerán estrepitosamente; los elementos serán desintegrados por el fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será consumida”.
No es la aniquilación del universo, sino una nueva creación y Pedro reafirma esa esperanza:
“nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia.”
Para prepararnos a eso, Pedro nos anima a que nuestra conducta sea “santa y piadosa” y a que vivamos “de tal manera” que, el Señor, cuando venga “nos encuentre en paz, sin mancha ni reproche”.

Con otro lenguaje, de eso nos habla también el evangelio, al presentarnos la figura de Juan el Bautista.
A Juan el Bautista se le llama “el precursor”.
Su misión es preparar el camino para la venida de Jesús.
¿Cómo hace esa preparación?
El evangelista Marcos nos dice que Juan proclamaba “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”.
Ese bautismo es también precursor del bautismo que nosotros recibimos, pero no es el mismo.
El bautismo de Juan, como dice el Evangelio, es un “bautismo de conversión”. Consiste en un baño, en el río Jordán, para recibir el perdón por los pecados.

El evangelio nos dice que la gente confesaba sus pecados al hacerse bautizar.
No era, entonces, algo que se hacía como “por las dudas”, “porque algún pecado puedo tener”. No. La gente tenía conciencia del mal que había hecho. Confesando sus pecados reconocía sus faltas y entraba en el agua manifestando su arrepentimiento y su pedido de perdón.
Nosotros tenemos hoy el sacramento de la reconciliación o la confesión que, aún con todas las dificultades de este tiempo de pandemia, se sigue celebrando y se puede pedir a los sacerdotes, para confesar nuestros pecados y recibir el perdón de Dios.

La figura de Juan el Bautista nos invita a recordar que, en algún momento, hubo una persona que nos acercó a Dios, que nos habló de la fe… pudieron haber sido nuestros padres o uno de ellos, una abuela o, luego, fuera de la familia, el testimonio de una catequista, de un párroco o de personas que, sin tener una especial consagración, vivían con sinceridad su fe cristiana.
Nosotros podemos ser hoy las personas que ayudemos a otros a encontrar a Jesús. Podemos ser también “precursores” como el Bautista.

Claro, cuando nos imaginamos a Juan vestido de piel de camello, predicando en el desierto y bautizando, no es fácil ver cómo podemos ser como él…

El evangelio nos presenta a Juan como un hombre de vida austera. Juan se ha desprendido de muchas cosas porque está buscando lo esencial, lo que realmente importa para encontrar a Dios. Nosotros no necesitamos -tampoco podríamos, aunque quisiéramos- reproducir su forma de vestir o de alimentarnos; pero, en cambio, tenemos que buscar el corazón del evangelio: el misterio de Jesús muerto y resucitado por nosotros, el amor a Dios y al prójimo, la conversión, la misericordia…
Si queremos compartir con otros nuestra fe, tenemos que ir a lo esencial.

Cuando se dice que Juan predicaba en el desierto, muchas veces se imagina a un hombre hablando solo, en un lugar donde no hay nadie. El evangelio nos dice que “toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él”. Para los israelitas, el desierto era un lugar de encuentro con Dios. Les traía el recuerdo del éxodo, del largo camino recorrido por el Pueblo en el desierto bajo la guía de Dios.
Para nosotros, uruguayos, el desierto es algo que no conocemos… es otra geografía, otra historia… sin embargo, el desierto lo podemos encontrar adentro de nosotros mismos. Es el lugar del corazón donde sentimos que nos falta el agua, que todo es árido, que nuestra vida se seca… es un lugar donde da miedo estar y del que preferimos evadirnos, llenándolo de ruido. Ser Juan el Bautista hoy es salir del ruido y ayudar a otros a entrar en su propio desierto, abiertos al encuentro con Dios.
Si quiero acompañar a otros al desierto, tengo que animarme a entrar en el mío.

Finalmente, el Bautista ofrecía un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Muchas veces nos cuesta perdonar. Nos resistimos. Pero es que también nos cuesta pedir perdón. Pedir perdón al prójimo y pedir perdón a Dios. En el Padrenuestro rezamos “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Las dos formas del perdón van juntas: el que pedimos y el que damos.
Cuando nos damos cuenta de que hemos actuado mal, cuando dejamos de inventar excusas, supuestas razones y justificaciones, cuando sentimos la necesidad de ser perdonados, también encontramos el camino para perdonar.

Todo eso es preparar el camino del Señor.
Un camino para recorrer personalmente, con un compromiso propio; es decir, no siguiendo la corriente, sino con mis propios pasos; pero, también, un camino para recorrer en comunidad, acompañándonos con la oración, animándonos unos a otros a ir al encuentro del Señor Jesús que viene hacia nosotros hoy y siempre.

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