domingo, 28 de febrero de 2021

Misa - II Domingo de Cuaresma

Celebrada en el Oratorio San Juan Pablo II, Catedral de Melo.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Segundo domingo de Cuaresma. Avanzamos en nuestro camino hacia la Pascua, en medio de las incertidumbres y precariedades de este tiempo, pero también con esperanzas puestas en la vacunación que va avanzando en el mundo.

En su mensaje para esta Cuaresma, el Papa Francisco nos dice: “recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8)”.
El Papa nos invita a renovar nuestra fe, a beber en el agua viva de la esperanza y a recibir con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo.
Empecemos, entonces, por recordar a Jesucristo en su obediencia al Padre, su pasión y su cruz. Lo vamos a hacer a partir de la primera lectura.

Este pasaje del libro del Génesis es uno de los más difíciles de la Biblia.
Abraham, llamado “el padre de los creyentes” fue aquel hombre que, ya mayor y sin hijos, dejó su tierra para ir al lugar que Dios le mostraría. Dios le prometió que multiplicaría su descendencia. Sin embargo, cuando su hijo Isaac ya era un niño crecido, apareció la prueba.
El relato comienza diciendo precisamente eso: “Dios puso a prueba a Abraham”.
Dios le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio.
La historia termina bien, pero no deja de ser difícil de entender y aún de aceptar, porque aparece en el primer momento una imagen de Dios como un ser cruel, lejos del Dios misericordioso en que creemos.
Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo. No llegó a hacerlo porque Dios detuvo su mano en el momento mismo en que estaba por darle muerte con un cuchillo.

La horrible práctica de sacrificar a los propios hijos estuvo muy presente en los pueblos vecinos de Israel. En distintos momentos los israelitas se apartaron de Dios y tomaron las prácticas religiosas de esos pueblos. Sacrificaron a sus hijos y los quemaron en el fuego, en holocausto a Baal.

 
El episodio del sacrificio de Isaac se explica como una purificación de la religiosidad de Abraham. Dios quiere dejar en claro que Él no pide sacrificios humanos. En cambio, comienza a abrirse camino el sentido del sacrificio espiritual, la ofrenda a Dios de la propia existencia, de todo lo que hacemos.

La carta a las Hebreos alaba la fe Abraham diciendo:
“Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda (…) Pensaba que Dios era poderoso aun para resucitar a alguien de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura” del que habría de venir (Hebreos 11,17-19).

No es entonces, Abraham, quien ofrecerá su hijo en sacrificio, sino Dios que, como dice la segunda lectura, “no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. En ese sentido, el sacrificio de Isaac, que no llega a realizarse, tiene muchos puntos de relación con el sacrificio de Jesús en la cruz:
-    Abraham carga a Isaac con la leña; Jesús cargará con el leño, es decir con el madero de la cruz.
-    Con esa carga, Isaac sube al monte donde se ofrecerá el sacrificio; lo mismo hace Jesús subiendo al Gólgota.
-    Isaac pregunta dónde está el cordero para el holocausto. Abraham responde: “Dios proveerá el Cordero”. Así será Jesús, el cordero de Dios, quien será ofrecido en sacrificio para realizar su misión de quitar el pecado del mundo.

Después de esta lectura que nos anticipa la pasión de Jesús, recordemos con el Papa Francisco que “el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo”.
La luz de la resurrección se nos anticipa hoy en la Transfiguración de Jesús.
Allí, el Padre Dios nos invita, una vez más, a escuchar a su Hijo.

El prefacio de este domingo nos explica este pasaje, diciéndonos que Jesús
“después de anunciar su muerte a los discípulos
les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa,
para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,
que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.”

 
Dios nos ha creado para la vida.
Dios quiere la vida del hombre.
Más aún: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Y la vida, es la vida en Cristo.

La cuaresma nos llama a rechazar y a desprendernos de cualquier forma de idolatría. El hombre de hoy ha construido sus propios ídolos, sus falsos dioses y, a menudo, se entrega a ellos destruyendo su propia vida y la de los demás, aún la de su propia familia, como aquellos hombres de los tiempos antiguos que pasaron por el fuego a sus hijos.

La cuaresma nos llama al reencuentro con el Dios verdadero, manifestado en Jesucristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nos llama a unirnos espiritualmente al sacrificio de Cristo. A ofrecer, con Él, nuestra vida al Padre.

Concluyo con palabras del mensaje de Francisco:

La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23).

Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6).
Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).

Que así sea.

 

viernes, 26 de febrero de 2021

“Toma a tu hijo único… y ofrécelo en holocausto” (Génesis 22,1-18). II Domingo de Cuaresma.

 

Sacrificarse por los hijos


¿Qué madre no estaría dispuesta a sacrificarse por su hijo? Más allá de algunas excepciones, suele ser verdad… también puede decirse de muchos papás y, aún de padre y madre, juntos, en un esfuerzo común.

El amor a los hijos llevado hasta el extremo atraviesa la historia de la humanidad. Encontramos de esto testimonios muy antiguos, no solamente en los relatos bíblicos.

También vemos como muchas veces ese amor se mezcla con intenciones que lo ensombrecen… padres que proyectan en sus hijos sus deseos y ambiciones y que “se sacrifican por sus hijos” pero, en el fondo, están buscando a través de ellos sus propias metas.
También ocurre que los sacrificios verdaderamente generosos de los padres no siempre son reconocidos ni valorados por los hijos: “yo no te pedí que hicieras eso por mí”.

Aún con todas estas contradicciones, tan propias de la fragilidad humana, el amor busca abrirse camino en la vida familiar y muchos lo encuentran: lo dan, lo reciben y lo transmiten.

Sacrificar a un hijo


En este segundo domingo de cuaresma encontramos en la primera lectura un texto bíblico muy chocante. Aquí no se trata de un padre que se sacrifica por su hijo, sino de un padre que está dispuesto a sacrificar a su hijo. Y lo peor es que Dios está en el medio: es Dios quien pide ese sacrificio. Así dice Dios a Abraham:

«Toma a tu hijo único, el que tanto amas, a Isaac; ve a la región de Moria, y ofrécelo en holocausto sobre la montaña que yo te indicaré.»
Los sacrificios humanos han estado presentes en muchas de las religiones de la antigüedad, incluso en varias culturas precolombinas; notoriamente entre los mexicas o aztecas, que ofrecían periódicamente la vida de prisioneros en la creencia de que eso aseguraba que el sol no se extinguiera.

El mayor extremo alcanzado por la práctica de los sacrificios humanos es el sacrificio de los propios hijos.
Lo practicaban pueblos vecinos a Israel que rendían culto al dios Baal. Ese culto fue una permanente tentación para los israelitas. A veces cayeron en ella los reyes, otras veces todo el pueblo.
Algunos pasajes bíblicos (2 Reyes 16,3; 17,17; 21,6; Jeremías 7,31; 19,5; Ezequiel 23,37) registran esos momentos de infidelidad en los que los israelitas llegaron a “pasar por el fuego” a sus propios hijos; es decir, a ofrecerlos a Baal en holocausto, sacrificio en que la víctima era totalmente quemada, para que el humo subiera hasta la divinidad.

El profeta Ezequiel transmite la acusación de Dios a su pueblo:
… están ensangrentadas sus manos, han cometido adulterio con sus basuras [es decir, sus ídolos] y hasta a sus hijos … los han hecho pasar por el fuego como alimento para ellas.
… después de haber inmolado sus hijos a sus basuras, el mismo día, han entrado en mi santuario para profanarlo. (Ezequiel 23,37.39)

Nuestra idea de Dios


Teniendo en cuenta todo esto, nuestra primera lectura de hoy se nos hace incomprensible… ¿está Dios pidiendo lo mismo que los falsos dioses? ¿quiere Dios aparecer ante Abraham como uno de esos dioses que piden sangre? Esto no se corresponde con el Padre de Jesucristo, el Dios misericordioso. Sin embargo, este no es el único pasaje del Libro de la Primera Alianza o Antiguo Testamento donde aparece esa imagen de un Dios cruel.
Cuidado: no tenemos que oponer la Antigua y la Nueva Alianza. Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento no hay ruptura, sino continuidad. La misericordia de Dios se manifiesta a través de toda la Biblia; pero eso lo vamos descubriendo de a poco. Dios se va revelando progresivamente y esa revelación culmina con Jesucristo.
Así dice el comienzo de la Carta a los Hebreos:

Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo… (Hebreos 1,1-2)
Dios tiene un plan de salvación que se va desarrollando en la historia. Los hombres conocen a Dios porque Dios ha querido darse a conocer, ha querido revelarse. Sin embargo, los hombres, aún reconociendo la voz de Dios, no siempre lo entendemos. Lo interpretamos desde nuestra manera de pensar, desde nuestras categorías… Cuando leemos los relatos de la mitología griega, vemos a esos dioses inmortales, que habitaban en el Olimpo, con personalidades muy “humanas”, es decir, con nuestras mismas virtudes y defectos; con celos e impulsos de violencia y venganza.
La fe de Abraham, la fe que lo hace “padre de los creyentes” es una fe en la que está presente una enorme confianza en ese Dios que se le ha revelado y le ha hecho una promesa; pero, al mismo tiempo, es una fe que necesita ir siendo purificada.
Esa es una de las claves de lectura del relato del sacrificio de Isaac.
En su libro “Palabras duras de la Biblia” dice Anselm Grün:
“No es Dios quien exige de Abraham el sacrificio de su único hijo, sino la idea que Abraham se ha hecho de Dios y que lo lleva, en consecuencia, a sacrificar a su propio hijo en el ara de su perfeccionismo y de sus ideas religiosas. Dicho con otras palabras: Abraham está a punto de sacrificar a su hijo a un ídolo.”
El teólogo Bernard Sesboüé completa esta explicación:
El relato del sacrificio de Isaac "es el testimonio de esta proyección primitiva (y todavía demasiado actual) sobre Dios de la pulsión de muerte que anida en el hombre. Traduce la experiencia dolorosa de Abraham, que pasó de esta imagen pagana de Dios a la concepción convertida de un Dios único, totalmente diferente del hombre, lleno de ternura y de amor."

La prueba


De todas formas, el relato del Génesis presenta este episodio como una prueba. Así se anuncia al comienzo:

Dios puso a prueba a Abraham
Lo que está puesto a prueba es la fe de Abraham, su total confianza en Dios. Isaac era “el hijo de la promesa”. Abraham y su esposa Sara, ya ancianos, habían tenido ese hijo en el cual se cumpliría la promesa de Dios a Abraham:
Yo haré de ti una nación grande y te bendeciré. (Génesis 12,2)
Esa fue la primera expresión de la promesa de Dios.
Pero Dios se toma su tiempo, entonces, más adelante, Abraham, todavía con el nombre de Abram, se interroga e interroga a Dios:
Dijo Abram:
«Mi Señor, Yahveh, ¿qué me vas a dar, si me voy sin hijos...? He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi casa me va a heredar».
Mas la palabra de Yahveh le dijo:
«No te heredará ése, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas».
Y sacándole afuera, le dijo:
«Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia».
Y creyó él en Yahveh, el cual se lo reputó por justicia. (Génesis 15,2-6)
A su tiempo se cumplió la promesa de Dios y nació Isaac, el hijo de Abraham y Sara.
Pero entonces ¿cómo entender el pasaje del sacrificio de Isaac? Aún si lo entendemos como una prueba, como el mismo texto dice, la imagen de Dios sigue apareciendo cruel ¿qué padre sometería a su hijo a una prueba como esa?

El holocausto


Con esos interrogantes nuestros, observamos lo que hace Abraham. Vamos a leer el relato completo, que en la liturgia encontramos abreviado:

Se levantó Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a dos servidores y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios.
Al tercer día levantó Abraham los ojos y vio el lugar desde lejos.
Entonces Abraham dijo a sus servidores: «Quédense aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta allí, haremos adoración y volveremos con ustedes».
Tomó Abraham la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac, tomó en su mano el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos.
Dijo Isaac a su padre Abraham: «¡Padre!» Respondió: «¿qué hay, hijo?»
- «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?»
Dijo Abraham: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío».
Y siguieron andando los dos juntos.
Cuando llegaron al lugar que Dios le había indicado, Abraham erigió un altar, dispuso la leña, ató a su hijo Isaac, y lo puso sobre el altar encima de la leña. Luego extendió su mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo. (Génesis 22,3-10)
Abraham no actúa precipitadamente. Sigue las instrucciones de Dios y hace sus propios preparativos. Si nos metemos dentro del relato, sea que nos pongamos en el papel de Abraham que no puede decirle ni a sus servidores ni a Isaac lo que realmente piensa hacer; o si nos ponemos en el papel de Isaac, que carga con la leña y que pregunta con inocencia dónde está el cordero, no podemos menos que sobrecogernos. Se nos eriza la piel. Estamos a punto de presenciar algo terrible. Un padre está a punto de dar muerte a su hijo.
A pesar del contexto religioso, bíblico, vienen a la mente esas noticias trágicas, horribles de un hombre que mata a sus hijos y a su expareja y luego se suicida…

Dios proveyó


La intervención de Dios llega en el momento preciso. Muchos artistas han interpretado en sus obras este instante dramático.

Pero el Ángel del Señor lo llamó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!»
«Aquí estoy», respondió él.
Y el Ángel le dijo: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único.»
Al levantar la vista, Abraham vio un carnero que tenía los cuernos enredados en una zarza. Entonces fue a tomar el carnero, y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo.
El “Ángel del Señor” es aquí Dios mismo. La verdad última de este relato es que Dios no quiere la muerte del hombre, sino su vida.
Más aún, Isaac, el hijo de la promesa, tiene un papel importante a jugar en la historia de la salvación, al igual que su hijo Jacob. “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” será la forma en que Dios se presentará a Moisés antes de enviarlo a rescatar a su pueblo de la esclavitud en Egipto.
Escuchemos la conclusión del relato:
Luego el Ángel del Señor llamó por segunda vez a Abraham desde el cielo, y le dijo: «Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: porque has obrado de esa manera y no me has negado a tu hijo único, yo te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar. Tus descendientes conquistarán las ciudades de sus enemigos, y por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, ya que has obedecido mi voz.» (Génesis 22,14-18)
Abraham ha superado la prueba.
La Carta a los Hebreos nos da una interpretación de este pasaje que resalta la fe de Abraham y pone en relación el sacrificio de Isaac con el sacrificio de Cristo.
Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda, y el que había recibido las promesas, ofrecía a su unigénito, respecto del cual se le había dicho: Por Isaac tendrás descendencia.
Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos.
Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura. (Hebreos 11,17-19)
Este último versículo tiene dos afirmaciones importantes: la anticipación de la resurrección de Cristo por el poder de Dios y la indicación de que Isaac fuera figura. ¿Figura de qué? Figura del sacrificio de Cristo, de su muerte (cuando Abraham está a punto de inmolarlo) y de su resurrección (cuando Dios detiene la mano de Abraham).

Sacrificio: Isaac y Cristo


Nosotros leemos este texto desde la fe cristiana. Desde nuestra fe, nos acercamos al libro de la Primera Alianza o Antiguo Testamento con una clave que nos ayuda a comprenderlo. Si nos olvidamos esa clave, no es posible entenderlo. Esa clave es Jesucristo, el Verbo Encarnado, la Palabra eterna del Padre, el Logos hecho carne; hecho uno de nosotros, verdaderamente hombre.

Si entendemos la Primera Alianza como la preparación de la Nueva y definitiva Alianza sellada con la sangre de Cristo, es decir, con su sacrificio, lo que nos presenta el Antiguo Testamento está prefigurando el misterio de Cristo.
Las figuraciones del Antiguo Testamento no cumplen lo que están “figurando”: lo preparan.
Los acontecimientos del Antiguo Testamento presentan a la vez semejanzas y diferencias con una realidad futura que encontrará su cumplimiento pleno en Cristo.
Ese paralelismo que puede mostrarse entre los hechos de la Primera Alianza y los de la Segunda, nos ayudan a ver que esos acontecimientos hacen parte del mismo plan de salvación que Dios va desarrollando en la historia de los hombres.
Los hechos y los personajes de la Primera Alianza nos ayudan a comprender el sentido de algunos aspectos del misterio de Cristo. Al mismo tiempo, esos aspectos del misterio de Cristo arrojan luz sobre las figuras antiguas.

El sacrificio de Isaac prefigura el sacrificio de Cristo. Hay semejanzas y diferencias con lo que se va a cumplir en Cristo.
Una primera alusión, sutil si se quiere, al sacrificio de Isaac, sin mencionarlo, la encontramos en la carta a los Romanos (segunda lectura de este domingo):

[Dios] que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas? (Romanos 8,32)
En las distintas traducciones leemos que Dios no escatimó, no eximió, no nos negó, no se guardó a su propio Hijo… en definitiva, Dios entregó a Jesús a la muerte. Abraham hizo lo mismo; pero Dios lo detuvo. En cambio, Dios si dejó que su Hijo se convirtiera en la víctima de un sacrificio totalmente inédito.

El simbolismo más evidente


En los escritos de los primeros siglos del cristianismo encontramos varias veces la relación del sacrificio de Isaac y el de Cristo tanto en sus términos más generales, que es lo más importante, como en sus detalles; aspecto secundario pero interesante.

En términos generales, tenemos el simbolismo más evidente: Isaac, ofrecido en sacrificio por su padre, llevando la leña, prefigura a Cristo ofrecido por el Padre, llevando la cruz.
Tempranamente lo dice la llamada “Carta de Bernabé” (c. 131):

“Cristo debía morir por nuestros pecados para que se cumpliera el acontecimiento figurado en Isaac ofrecido sobre el altar” (Carta de Bernabé VII,3)
Así se expresa Tertuliano (+ 220):
"Isaac, entregado por su padre, llevaba el mismo la leña, anunciaba la muerte de Cristo, entregado como víctima por el Padre y llevando el leño de su Pasión (Tertuliano Adv. Marc. III, 18; Adv Iud., 10)
Y tenemos todavía un texto de San Hilario (+ 367)
“En Isaac se muestra a Cristo, en quien la raza de Isaac es elegida.
En Isaac aparece igualmente la prefiguración de la Pasión cuando es llamado por su padre para ser sacrificado, cuando carga la leña para el sacrificio, cuando se presenta el carnero para que la inmolación sea consumada”
(San Hilario, Tractatus Mysteriorum, I, 17).

El simbolismo en los detalles


Entrando en los detalles de la narración se han establecido otras correspondencias:

Los montes del sacrificio: el monte Moria para Isaac, el Gólgota para Cristo. Algunos autores cristianos llegan a considerar que se trata del mismo monte.

El tercer día:
Orígenes (+ 253) señala que “el tercer día es siempre conveniente para los misterios de la fe: cuando el pueblo salió de Egipto, al tercer día ofreció un sacrificio al Señor y el día de la Resurrección del Señor es el tercer día” (Orígenes, Homilía sobre la inmolación de Isaac, VIII, 4)
También Teodoreto de Ciro (+ 458) presta atención al detalle del tercer día, como otra semejanza entre el relato del sacrificio de Isaac y el de la pasión.

La leña y el leño:
"Tomó Abraham la leña del holocausto, la cargó sobre su hijo Isaac…"
A pesar de que el texto dice que Abraham cargó la leña sobre su hijo, es decir, que no es Isaac quien dice “yo llevo la leña” y a pesar de que en el versículo siguiente Isaac preguntará dónde está el cordero para el holocausto, tanto en el judaísmo como en el cristianismo antiguo se interpreta que Isaac, al cargar la leña, está ofreciéndose a sí mismo en sacrificio, en obediencia a la voluntad de Dios manifestada a Abraham.
Así, por ejemplo, dice Tertuliano:

"El mismo Isaac llevaba la leña para el sacrificio, puesto que Dios le había señalado que él mismo debía ofrecerse como víctima" (Tertuliano Adv. Iud., 13)
La misma interpretación hace San Cipriano (+ 258), que agrega además el rasgo de la paciencia de Isaac. La paciencia hay que entenderla aquí como la espera pasiva y disponible de quien está a punto de ser sacrificado. Recordemos la imagen de nuestro “Señor de la Paciencia”: Cristo flagelado y coronado de espinas, esperando el momento de iniciar el camino hacia el Calvario (Iglesia San Francisco, Montevideo).
“Isaac prefigura la víctima dominical;
cuando él se ofrece para ser inmolado por su padre, se muestra paciente”
(San Cipriano, De bono patientiae, X PL IV, 629 A)

¿Dónde está el cordero?
Dijo Abraham: «Dios proveerá el cordero para el holocausto…» (Génesis 22,8)
La respuesta de Abraham, señala Orígenes, no se refiere solo al presente, sino también al futuro. “En efecto, Dios mismo proveerá una víctima en Cristo, porque Él mismo descendió hasta la muerte” (Orígenes, Homilía… VIII, 6).
El cordero, en realidad un carnero, finalmente, aparece:
"Levantó Abraham los ojos, miró y vio un carnero trabado en un zarzal por los cuernos". (Génesis 22,13)
Aquí Tertuliano interpreta que el carnero está suspendido por los cuernos (en latín cornibus), del mismo modo que Jesús estará suspendido de los extremos del madero horizontal de la cruz, extremos que en latín se llaman también cornibus. Tertuliano juega con las palabras: de los cornibus del carnero a los cornibus de la cruz.
En la iconografía del sacrificio de Isaac aparece a veces el carnero suspendido, como en este bajorrelieve de la Catedral medieval armenia de Akdamar y en esta ilustración de un manuscrito del siglo XIV.
Tertuliano ve todavía otra similitud entre el relato del Génesis y la pasión de Cristo: la zarza, donde están trabados los cuernos y, por lo tanto, la cabeza del carnero y la corona de espinas que rodea la cabeza de Jesús.
Lo mismo ve san Agustín (+ 430):

“¿Quién es el que figura allí, sino Jesús, antes de ser inmolado, coronado de espinas?”
(San Agustín Civ. Dei, XVI, 32).

El sacrificio espiritual


Entre la primera palabra de Dios, que pide que Isaac le sea ofrecido en sacrificio por Abraham y la última palabra, que detiene la mano de Abraham antes de que baje el cuchillo, hay un camino interior, un camino espiritual de nuestro padre en la fe.
En definitiva, es el pasaje de una concepción peligrosa y ambigua del sacrificio a una concepción totalmente espiritual.
Abraham ha expresado la prioridad absoluta de su amor por Dios por encima del amor que él tiene a su hijo.
Ese es el verdadero sacrificio:
“ahora sé que tienes temor de Dios, ya que no me has negado tu único hijo” (Génesis 22,12)
Este sacrificio no necesita de la inmolación. Es el don que viene de la libertad del corazón; es la respuesta de amor a Dios que ha dado todo.

Amigas y amigos: Abraham, y nosotros con él, somos invitados a pasar de la idea del sacrificio sangriento al sacrificio espiritual vivido en nuestra existencia.
San Pablo lo expresa con claridad:
hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios que se presenten ustedes mismos como ofrenda viva, santa y agradable a Dios. Éste es el verdadero culto que deben ofrecer. (Romanos 12,1).

Como ya hemos dicho, solo podemos entender el sacrificio de Isaac a la luz del misterio de Cristo, que da vuelta todo.
No es un hombre quien ofrece su hijo en sacrificio a Dios, sino Dios que entrega a su propio hijo en sacrificio por los hombres. Dios no escatimó a su propio Hijo. Nada ni nadie lo sustituirá e irá hasta el final, hasta la consumación. Dios hará, por amor al hombre, lo que no ha querido pedir al hombre. Por amor estuvo Abraham dispuesto a entregar a su hijo; por amor Dios entregó el suyo.

Ha sido un largo recorrido sobre este texto difícil. Les agradezco que hayan llegado hasta aquí. Espero que, al menos, en algunos de los comentarios, hayan encontrado algo útil para su vida espiritual. Buena Cuaresma. Cuídense mucho. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

domingo, 21 de febrero de 2021

Misa - I Domingo de Cuaresma

Celebrada en la Capilla San Ignacio de Antioquía, Río Branco.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

En tiempos en que el mundo conoció otras pandemias, como la peste negra, allá por el siglo XIV, nació la palabra cuarentena, por los cuarenta días en que debía permanecer aislada la gente que llegaba a Europa en barco, proveniente del Asia. Normalmente esa cuarentena se hacía en el mismo barco, anclado en el puerto. Los pasajeros quedaban esperando que pasara el tiempo y rezando para llegar a desembarcar sanos y salvos.

Ya hace casi un año de la declaración de emergencia sanitaria en Uruguay. Entre tantas cosas que han hecho difícil nuestra vida, muchos han tenido que hacer cuarentena -aunque no por cuarenta días- encerrados en su casa, por haber tenido contacto con un portador del Coronavirus.

El miércoles pasado, miércoles de Ceniza, comenzamos un período de cuarenta días en la vida de la Iglesia que llamamos tiempo de Cuaresma. Desde nuestra fe podríamos pensar que este año que se está cumpliendo ha sido como una cuarentena convertida en una larga Cuaresma; más aún, cuando no pudimos vivir en la forma habitual las celebraciones de Semana Santa y de Navidad.

Como creyentes, queremos y buscamos interpretar los acontecimientos de nuestra vida a la luz de la fe. El centro de nuestra fe cristiana está en la Pascua: Jesús murió y resucitó por nosotros. En Él está nuestra salvación. Los evangelios presentan varios momentos en los que Jesús anuncia a sus discípulos que se dirige a Jerusalén, donde vivirá su pasión, su cruz y su resurrección. Jesús les anuncia todo eso no solo para que ellos lo sepan, sino para que comprendan el sentido profundo de su misión y se asocien a ella; para que participen en la misión de Jesús para la salvación del mundo. Entonces, nosotros hacemos el camino cuaresmal buscando unirnos cada día más con Jesús y participando en su misión.

Hoy nos encontramos con Jesús en el desierto, adonde fue después de su bautismo, conducido por el Espíritu. El desierto es el lugar de las tentaciones. San Marcos no nos da detalles de éstas, como sí lo hacen Mateo y Lucas: solo nos dice que Jesús “fue tentado por Satanás”.

Después de casi un año de atravesar el desierto de la pandemia, después de un tiempo lleno de muchas tentaciones, nos reconforta reencontrar a Jesús en esta experiencia de la que sale vencedor para comunicarnos vida y fortaleza.

Por eso, el tiempo de Cuaresma siempre tiene sentido. Es un tiempo fuerte que nos invita a renovar nuestra fe. Esa es la invitación que nos recuerda el Papa Francisco en su mensaje titulado: “Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.”

Fe, esperanza y caridad son las tres virtudes teologales, es decir, las virtudes que nos disponen a vivir en relación con Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo y que nos hacen capaces de actuar como hijos e hijas suyos y recibir la vida eterna.

En su mensaje, el Papa pone estas tres grandes virtudes en relación con las tres acciones que Jesús nos presentó el miércoles de Ceniza: la limosna, la oración y el ayuno (Mateo 6, 1-18).

Con la ayuda de Francisco, vamos a ver cómo vivir esas tres tareas que Jesús nos propone.

La primera es la limosna. Francisco la explica como la mirada y los gestos de amor hacia las personas heridas. La mirada es lo primero, porque es el reconocimiento del otro. El Papa cita sus propias palabras, de su carta Fratelli tutti: «Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).

Entonces, no le doy vuelta la cara a quien tengo delante. Lo miro, pidiendo poder verlo como Dios lo mira, con misericordia. Pero no me quedo solo en la mirada, porque después tiene que venir el gesto, la ayuda concreta. Cuando nos mueve la caridad, dice Francisco: “… consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, un amigo, un hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca (...) Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.” Y agrega: “ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.”

La oración es la segunda tarea. Jesús es nuestro modelo de oración y la oración es para él el diálogo del Hijo con su Padre. Jesús sabe encontrar tiempo y lugar para ese diálogo, levantándose temprano y buscando lugares apartados, porque la oración pide recogimiento para “encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura”, como dice el Papa. La oración de Jesús no es una lista de peticiones. Ante todo, Jesús busca en ese diálogo conocer la voluntad del Padre y pide la fuerza para poder realizarla.

La tercera tarea es el ayuno. La Iglesia nos pide en este tiempo dos gestos comunitarios. Comunitarios no porque los hagamos juntos, sino porque se nos pide a todos. Al hacerlos, nos unimos como comunidad creyente en la misma actitud penitencial. Si lo pensamos bien, son gestos bastante mínimos. Uno es la abstinencia de carne en los viernes de Cuaresma. El ayuno propiamente dicho está indicado el miércoles de ceniza y el Viernes Santo. Una vieja norma, que podemos seguir tomando como referencia, indica que solo se haga una comida en el día, pudiendo agregar dos colaciones livianas en otros momentos. Partiendo de esa base, cada uno puede ver qué más quitar.

Pero lo importante es que el privarnos de algunos alimentos y también de otras cosas a las que estemos muy apegados, en fin, todo eso, nos ayude a acercarnos a la realidad de quienes muchas veces no tienen lo necesario para comer o para alimentar a su familia. El ayuno bien hecho, es decir, no solo con el cuerpo sino con el espíritu nos ayuda a poner a los demás en el centro de nuestra atención. Dice Francisco: “Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador”.

Así sea.

viernes, 19 de febrero de 2021

Tiempo de Cuaresma: creer, esperar y amar. Domingo I de Cuaresma.

Cuarentena


La palabra cuarentena, tan presente hoy en nuestras vidas, nació hace siglos, cuando en Europa, en tiempos de la peste negra, se obligaba a los viajeros que llegaban en barco a permanecer en la nave por cuarenta días sin bajar a tierra hasta que hubiera seguridad de que no traían la enfermedad. Hoy, cuarentena conservó el significado de confinamiento, pero el tiempo que hay que guardar varía de acuerdo con la enfermedad. En el caso de la COVID-19, la Organización Mundial de la Salud aconseja aislarse por 14 días.

Cuaresma


La palabra Cuaresma viene del latín Quadragesima, que significa cuadragésimo día. Es un período de cuarenta días que se inicia el Miércoles de Ceniza y concluye el sábado de Semana Santa. Para llegar a esa fecha tenemos que recordar que los domingos no se incluyen en esos cuarenta días.

La Cuaresma se define como un tiempo de penitencia. No se trata de “ponernos en penitencia”, como solía hacerse -o se hace todavía- para corregirnos cuando hacíamos algo malo. La Penitencia cuaresmal es más bien un tiempo de profundización en la fe. Así lo presenta el Papa Francisco en su mensaje de este año: “Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad”.

Renovar la Fe


La fe, dice Francisco, nos llama “a recibir la verdad y a ser testigos ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas”. Recibir la Verdad es recibir a Cristo, permitirle poner su casa en nosotros. Recibir la verdad “significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios” que nos presenta a Cristo, “Camino -exigente pero abierto a todos- que lleva a la plenitud de la Vida”.

El ayuno cuaresmal nos ayuda a renovar la fe, sigue diciendo el Papa: La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.

Renovar la Esperanza


No es tan difícil privarnos momentáneamente de algunos alimentos. En cambio, el agua es la primera necesidad para quien tiene que caminar por un tiempo prolongado; más aún si tiene que atravesar un desierto. El Evangelio de hoy comienza diciéndonos:
El Espíritu llevó a Jesús al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás. (Marcos 1,12-15).
El lugar y la cifra del tiempo evocan la travesía del Pueblo de Dios por el desierto durante cuarenta años. El desierto fue para el Pueblo lugar de tentación, donde por momentos perdía la esperanza y la confianza en Dios:
… el pueblo, torturado por la sed, siguió murmurando contra Moisés: «¿Nos has hecho salir de Egipto para hacerme morir de sed, a mí, a mis hijos y a mis ganados?» (Éxodo 17,3)

En su mensaje, Francisco compara la esperanza con el “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino.
En el diálogo de Jesús con la Samaritana (Juan 4,10) Jesús le ofrece el agua viva. “Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda”, explica el Papa y, más adelante, agrega:
“En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios…”
“Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15)”.

Renovar la Caridad


La expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza es “la caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona”.

“La caridad -dice Francisco- se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.

La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. (…) Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.

Tiempo de creer, esperar, amar


De esta forma concluye Francisco su mensaje de Cuaresma:
Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.
Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.

* * *


Amigas y amigos:
La pandemia que sigue afectando nuestras vidas nos encuentra, un año después, tal vez cansados o desanimados, pero no desprevenidos, como en marzo de 2020.
Muchas actividades de la vida se fueron retomando, adaptándose a las circunstancias.
Para muchos cristianos, la fe siguió presente, pero decreció la participación en la comunidad.
La fe cristiana pide ser vivida en comunidad, en relación con hermanos y hermanas.
Animémonos a volver a las celebraciones en nuestras parroquias y capillas. Retomemos las actividades de la comunidad, aunque sea con menos frecuencia o en grupos más pequeños.
Hay pequeñas comunidades, diferentes grupos y servicios eclesiales que han mantenido reuniones periódicas a través de las diferentes aplicaciones o plataformas que permiten verse, dialogar, interactuar.
Presencialmente, en la medida que podamos, virtualmente, pero en forma interactiva, busquemos la manera de vivir como Pueblo de Dios que cree, ama y espera.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Papa Francisco: Mensaje de Cuaresma. Renovar la fe, la esperanza y la caridad.

 

«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén...» (Mt 20,18).

Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.

 

Queridos hermanos y hermanas:

Cuando Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para la salvación del mundo.

Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo.

El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.

La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.

En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la Vida.

El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).

La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.

La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino

La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto.

En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos (cf. Carta enc. Laudato si’, 32-33;43-44). Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad.

En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).

En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.

Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).

La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.

La caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.

«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos» (FT, 183).

La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.

Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de COVID-19. En un contexto tan incierto sobre el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.

«Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).

Queridos hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.

Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual.

Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.

 

Francisco

viernes, 12 de febrero de 2021

«Si quieres, puedes purificarme» (Marcos 1,40-45). VI Domingo durante el año.

 

Decisión

“Usted tiene que tomar una decisión: si va a salir de ese sitio, este es el momento de hacerlo; si decide quedarse, tiene que saber que ya no podrá salir de allí”.
Ese fue el planteo que le hizo su superior al Padre Damián.
¿Qué sitio era aquel? Se trataba de la colonia de leprosos de Molokai, una de las islas del archipiélago de las Hawái, en medio del océano Pacífico.
¿Quién era el Padre Damián? Era un misionero belga, de los Sagrados Corazones de Jesús y María. Había entrado al leprosario en 1873. Su decisión fue quedarse allí, donde murió el 15 de abril de 1889, a los 49 años de edad.
San Damián de Molokai fue canonizado por el papa Benedicto XVI, quien resumió así su entrega de vida:
Su actividad misionera, que le dio tanta alegría, llegó a su cima en la caridad. No sin miedo ni repugnancia, eligió ir a la isla de Molokai al servicio de los leprosos que allí se encontraban, abandonados de todos; así se expuso a la enfermedad que padecían. Con ellos se sintió en casa. El servidor de la Palabra se convirtió de esta forma en un servidor sufriente, leproso con los leprosos, durante los últimos cuatro años de su vida.

Lepra

La lepra o mal de Hansen es una terrible enfermedad infecciosa que hoy puede ser tratada, pero que fue causante de muchos padecimientos a lo largo de la historia de la humanidad. Es una enfermedad crónica, que progresivamente va afectando la piel y los nervios superficiales. Provoca pérdida de sensibilidad, deformaciones y aún discapacidades, hasta producir finalmente la muerte tras muchos años de sufrimiento. A ese proceso que afecta el cuerpo, se agregaba la exclusión familiar y social. El aspecto repugnante que va tomando el enfermo y la amenaza que los demás veían en su condición, llevó durante siglos al aislamiento y la marginación del leproso.

Las lecturas de este domingo nos presentan una particular manera de interpretar esta enfermedad y, en contraste, la actitud de Jesús ante el enfermo y su situación en aquel mundo.

Recapitulando

Estamos en el VI Domingo durante el año. La semana que viene se inicia el tiempo de Cuaresma. Luego vendrá el tiempo Pascual, Santísima Trinidad, Corpus Christi… recién en junio retomaremos los domingos del tiempo ordinario. Por eso, es bueno empezar recordando el camino que venimos recorriendo con el evangelio de Marcos, que nos va desplegando distintos aspectos del ministerio de Jesús. 
Recordemos:
Con la fiesta del Bautismo de Jesús cerramos el tiempo de Navidad y abrimos el tiempo durante el año.
II y III domingo
En los dos domingos siguientes vimos como Jesús comenzó a formar el grupo de los Doce.
IV domingo
Asistimos luego a la liberación de un endemoniado.
V domingo
El domingo pasado acompañamos a Jesús en una jornada que se abrió con la curación de la suegra de Pedro, siguió con la curación de enfermos y la expulsión de demonios.
Después de un tiempo de oración, Jesús decide continuar predicando en otros lugares.
VI domingo
Así llegamos al VI domingo, con este leproso que se presenta ante Jesús. A primera vista podríamos pensar que es una curación más; sin embargo, en este pasaje del evangelio hay algo nuevo a lo que Jesús se enfrenta por primera vez y, también, Marcos nos abre una ventana al corazón de Jesús.
Si estas lecturas no se interrumpieran con la cuaresma, veríamos en el VII domingo otra acción de Jesús: el perdón de los pecados y el comienzo de sus controversias con los fariseos.

¡Impuro!

¿Qué es lo nuevo que nos aporta la curación del leproso? Como decíamos, se podría pensar que su situación es como la de tantos enfermos, que se acercan a Jesús, le piden ser curados y obtienen la sanación.
Sin embargo, la situación en la que vive el leproso es diferente con respecto a otros enfermos.
Eso nos lo explica la primera lectura, del libro del Levítico:
La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Será impuro mientras dure su afección. Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento.

Impuro. Esa es la situación del leproso. No es simplemente un enfermo: es un impuro, una persona en estado de impureza permanente… Pero ¿qué es, aquí, la pureza? En muchas religiones antiguas, la pureza es la disposición requerida para acercarse a las cosas sagradas.
No se puede entrar a un espacio sagrado, no se puede rezar, no se puede celebrar un sacrificio, sin antes purificarse. Esa purificación se alcanza a través de determinados ritos que hoy veríamos como simples actos de higiene.
 El jesuita Anthony de Mello, nacido en la India, contaba que una vez, estando en casa de una familia pobre donde cada mañana se iba a buscar el agua para que todos pudieran lavarse antes de empezar la jornada, les dijo que él iba a rezar antes de que llegara el agua, porque ese día tenía que salir más temprano. Todos lo miraron azorados y le dijeron: “pero, Padre ¿cómo vas a rezar sin lavarte antes?”. Para ellos, el lavado no era un simple acto de higiene: era una purificación. Una vez que se tenía el agua, era un acto muy sencillo.

Nada era así de sencillo para el leproso. Su estado de impureza era permanente y eso lo excluía de todo: lo apartaba de su familia, del conjunto de la sociedad y de la vida religiosa. Además, si bien la impureza en sí no es una calificación moral, quedaba siempre la sospecha -para algunos, la certeza- de que esa situación era el castigo por algún pecado.
Así, el leproso quedaba totalmente marginado.
No todas las afecciones de la piel eran el mal de Hansen, de modo que algunas se curaban; pero la curación debía ser certificada por los sacerdotes y debía hacerse un sacrificio de purificación, luego del cual la persona podía reintegrarse a la vida comunitaria.

Conmovido

Teniendo en cuenta todo esto, lo primero que nos dice el Evangelio, que podría parecernos completamente normal, no lo es para nada:
Se le acercó un leproso para pedirle ayuda.
Como vimos, el leproso no podía acercarse a las personas y, además, debía ir gritando “impuro, impuro” para que los demás no se acercaran a él.

El pedido de ayuda se expresa con un gesto y una palabra:
cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme»
Notemos que el leproso no dice “puedes curarme”, sino “puedes purificarme” o “puedes limpiarme” según otras traducciones. La situación de impureza se superpone a la de la enfermedad y la hace más grave, por toda la exclusión que conlleva.
“Si quieres…” es una cortesía; “puedes” es la palabra que expresa la fe de este hombre enfermo y marginado.
¿Cómo reacciona Jesús?
“Conmovido”
Hasta ahora hemos visto a Jesús curando enfermos y expulsando demonios. Su acción es inmediata y llena de autoridad, como bien observa la gente: “Cállate y sal de este hombre” le dice al demonio y el demonio se va. En este pasaje aparece algo nuevo: el leproso despierta en Jesús una intensa compasión, algo que lo mueve profundamente en su interior frente a esa situación de enfermedad-impureza-exclusión.

Tocando

A partir de ese sentimiento, Jesús actúa. Otra vez: lo que hace Jesús puede parecernos normal, pero no lo es:
Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
“Extendió la mano y lo tocó”. Si al leproso le estaba prohibido acercarse, a la gente le estaba prohibido tocarlo, porque eso significaba quedar también impuro. No necesariamente contagiado, lo que también podía pasar… el solo hecho de tocar algo o alguien impuro, ponía a quien lo hacía en situación de impureza.
Sin embargo, no es Jesús quien queda impuro, sino el leproso quien queda purificado, tal como lo ha pedido en su súplica confiada.

La conmoción que ha experimentado Jesús sigue presente cuando le da indicaciones al hombre que ha sido purificado:
Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».

Silencio

La emoción se refleja en la severidad con que le pide que no lo diga a nadie. Ese es el primer mandato, que se relaciona con el llamado “secreto mesiánico”, típico del evangelio de Marcos. Ya hemos visto cómo ha hecho callar a los demonios (1,25 y 1,34) porque éstos reconocen quién es él. Ahora manda callar a este hombre, lo mismo que hará en otros milagros sobresalientes, como la reanimación de la niña (5,43) la curación del sordomudo (7,36) y la del ciego (8,26). No siempre el pedido de Jesús es atendido y ya en esta primera vez será desobedecido, lo que tendrá consecuencias:
apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.

El segundo mandato que da Jesús al leproso purificado es que vaya a presentarse a los sacerdotes para que ellos, de acuerdo con la Ley, certifiquen su purificación y para hacer el sacrificio de purificación que estaba prescripto. Jesús se manifiesta aquí como respetuoso de la Ley. Sin embargo, así como se dice que el hombre no cumplió con el pedido de silencio, no se menciona que haya cumplido o dejado de cumplir la indicación de acudir al templo.

Lo que pide Jesús es difícil para el leproso purificado. De hecho, aunque hubiera querido guardar el secreto no hubiera sido posible: la gente lo conocía y ahora lo vería curado. El don que ha recibido de Jesús desborda su capacidad de discreción.
 

Pureza

La purificación del leproso tiene varios aspectos significativos:
-    Va abriendo camino a una fe que ya no mira tanto a lo externo, lo aparente, sino, sobre todo, a lo interior, a lo que está en el corazón.
-    Muestra que Jesús viene a ofrecer a las personas una salvación integral, que va desde la salud del cuerpo hasta la sanación de las relaciones familiares y sociales, combatiendo la exclusión.
-    Nos invita a examinar la pureza de nuestro corazón, es decir, a examinar nuestras intenciones en nuestras relaciones con los demás… Para esto, san Pablo nos ofrece, en la segunda lectura, un criterio:
“háganlo todo para gloria de Dios”

Gloria

El Padre Damián no tenía los medios para curar a los leprosos, pero sí pudo ayudarlos a mejorar sus condiciones de vida y su difícil convivencia, llevando paz y alegría a aquella colonia de abandonados que él amó hasta entregar su vida. Hoy su estatua se encuentra al frente del edificio del Parlamento de Hawái y también, representando a ese estado, en el Capitolio de Estados Unidos. En 2005, los ciudadanos de Bélgica lo eligieron como el más ilustre miembro de su pueblo. San Damián ha sido reconocido en su labor por la humanidad, pero él no vivió buscando su propia gloria, sino que quiso hacer todo para gloria de Dios. Hoy es un intercesor más al que podemos confiarnos en este tiempo de pandemia.

Gracias, amigas y amigos, por su atención. Cuídense mucho, cuidémonos unos a otros. La salud no es sólo la ausencia de enfermedad, la prevención del contagio. Busquemos construir sanas relaciones familiares y sociales. No descuidemos la salud de la mente y del alma.
Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

jueves, 11 de febrero de 2021

La relación de confianza. Mensaje del Papa Francisco en la Jornada Mundial del Enfermo

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA XXIX JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

 Uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos (Mt 23,8). La relación de confianza, fundamento del cuidado del enfermo

Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la 29.a Jornada Mundial del Enfermo, que tendrá lugar el 11 de febrero de 2021, memoria de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes, es un momento propicio para brindar una atención especial a las personas enfermas y a quienes cuidan de ellas, tanto en los lugares destinados a su asistencia como en el seno de las familias y las comunidades. Pienso, en particular, en quienes sufren en todo el mundo los efectos de la pandemia del coronavirus. A todos, especialmente a los más pobres y marginados, les expreso mi cercanía espiritual, al mismo tiempo que les aseguro la solicitud y el afecto de la Iglesia.

1. El tema de esta Jornada se inspira en el pasaje evangélico en el que Jesús critica la hipocresía de quienes dicen, pero no hacen (cf. Mt 23,1-12). Cuando la fe se limita a ejercicios verbales estériles, sin involucrarse en la historia y las necesidades del prójimo, la coherencia entre el credo profesado y la vida real se debilita. El riesgo es grave; por este motivo, Jesús usa expresiones fuertes, para advertirnos del peligro de caer en la idolatría de nosotros mismos, y afirma: «Uno solo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos» (v. 8).

La crítica que Jesús dirige a quienes «dicen, pero no hacen» (v. 3) es beneficiosa, siempre y para todos, porque nadie es inmune al mal de la hipocresía, un mal muy grave, cuyo efecto es impedirnos florecer como hijos del único Padre, llamados a vivir una fraternidad universal.

Ante la condición de necesidad de un hermano o una hermana, Jesús nos muestra un modelo de comportamiento totalmente opuesto a la hipocresía. Propone detenerse, escuchar, establecer una relación directa y personal con el otro, sentir empatía y conmoción por él o por ella, dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él por medio del servicio (cf. Lc 10,30-35).

2. La experiencia de la enfermedad hace que sintamos nuestra propia vulnerabilidad y, al mismo tiempo, la necesidad innata del otro. Nuestra condición de criaturas se vuelve aún más nítida y experimentamos de modo evidente nuestra dependencia de Dios. Efectivamente, cuando estamos enfermos, la incertidumbre, el temor y a veces la consternación, se apoderan de la mente y del corazón; nos encontramos en una situación de impotencia, porque nuestra salud no depende de nuestras capacidades o de que nos “angustiemos” (cf. Mt 6,27).

La enfermedad impone una pregunta por el sentido, que en la fe se dirige a Dios; una pregunta que busca un nuevo significado y una nueva dirección para la existencia, y que a veces puede ser que no encuentre una respuesta inmediata. Nuestros mismos amigos y familiares no siempre pueden ayudarnos en esta búsqueda trabajosa.

A este respecto, la figura bíblica de Job es emblemática. Su mujer y sus amigos no son capaces de acompañarlo en su desventura, es más, lo acusan aumentando en él la soledad y el desconcierto. Job cae en un estado de abandono e incomprensión. Pero precisamente por medio de esta extrema fragilidad, rechazando toda hipocresía y eligiendo el camino de la sinceridad con Dios y con los demás, hace llegar su grito insistente a Dios, que al final responde, abriéndole un nuevo horizonte. Le confirma que su sufrimiento no es una condena o un castigo, tampoco es un estado de lejanía de Dios o un signo de su indiferencia. Así, del corazón herido y sanado de Job, brota esa conmovida declaración al Señor, que resuena con energía: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (42,5).

3. La enfermedad siempre tiene un rostro, incluso más de uno: tiene el rostro de cada enfermo y enferma, también de quienes se sienten ignorados, excluidos, víctimas de injusticias sociales que niegan sus derechos fundamentales (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 22). La pandemia actual ha sacado a la luz numerosas insuficiencias de los sistemas sanitarios y carencias en la atención de las personas enfermas. Los ancianos, los más débiles y vulnerables no siempre tienen garantizado el acceso a los tratamientos, y no siempre es de manera equitativa. Esto depende de las decisiones políticas, del modo de administrar los recursos y del compromiso de quienes ocupan cargos de responsabilidad. Invertir recursos en el cuidado y la atención a las personas enfermas es una prioridad vinculada a un principio: la salud es un bien común primario. Al mismo tiempo, la pandemia ha puesto también de relieve la entrega y la generosidad de agentes sanitarios, voluntarios, trabajadores y trabajadoras, sacerdotes, religiosos y religiosas que, con profesionalidad, abnegación, sentido de responsabilidad y amor al prójimo han ayudado, cuidado, consolado y servido a tantos enfermos y a sus familiares. Una multitud silenciosa de hombres y mujeres que han decidido mirar esos rostros, haciéndose cargo de las heridas de los pacientes, que sentían prójimos por el hecho de pertenecer a la misma familia humana.

La cercanía, de hecho, es un bálsamo muy valioso, que brinda apoyo y consuelo a quien sufre en la enfermedad. Como cristianos, vivimos la projimidad como expresión del amor de Jesucristo, el buen Samaritano, que con compasión se ha hecho cercano a todo ser humano, herido por el pecado. Unidos a Él por la acción del Espíritu Santo, estamos llamados a ser misericordiosos como el Padre y a amar, en particular, a los hermanos enfermos, débiles y que sufren (cf. Jn 13,34-35). Y vivimos esta cercanía, no sólo de manera personal, sino también de forma comunitaria: en efecto, el amor fraterno en Cristo genera una comunidad capaz de sanar, que no abandona a nadie, que incluye y acoge sobre todo a los más frágiles.

A este respecto, deseo recordar la importancia de la solidaridad fraterna, que se expresa de modo concreto en el servicio y que puede asumir formas muy diferentes, todas orientadas a sostener al prójimo. «Servir significa cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo» (Homilía en La Habana, 20 septiembre 2015). En este compromiso cada uno es capaz de «dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. […] El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la “padece” y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas» (ibíd.).

4. Para que haya una buena terapia, es decisivo el aspecto relacional, mediante el que se puede adoptar un enfoque holístico hacia la persona enferma. Dar valor a este aspecto también ayuda a los médicos, los enfermeros, los profesionales y los voluntarios a hacerse cargo de aquellos que sufren para acompañarles en un camino de curación, gracias a una relación interpersonal de confianza (cf. Nueva Carta de los agentes sanitarios [2016], 4). Se trata, por lo tanto, de establecer un pacto entre los necesitados de cuidados y quienes los cuidan; un pacto basado en la confianza y el respeto mutuos, en la sinceridad, en la disponibilidad, para superar toda barrera defensiva, poner en el centro la dignidad del enfermo, tutelar la profesionalidad de los agentes sanitarios y mantener una buena relación con las familias de los pacientes.

Precisamente esta relación con la persona enferma encuentra una fuente inagotable de motivación y de fuerza en la caridad de Cristo, como demuestra el testimonio milenario de hombres y mujeres que se han santificado sirviendo a los enfermos. En efecto, del misterio de la muerte y resurrección de Cristo brota el amor que puede dar un sentido pleno tanto a la condición del paciente como a la de quien cuida de él. El Evangelio lo testimonia muchas veces, mostrando que las curaciones que hacía Jesús nunca son gestos mágicos, sino que siempre son fruto de un encuentro, de una relación interpersonal, en la que al don de Dios que ofrece Jesús le corresponde la fe de quien lo acoge, como resume la palabra que Jesús repite a menudo: “Tu fe te ha salvado”.

5. Queridos hermanos y hermanas: El mandamiento del amor, que Jesús dejó a sus discípulos, también encuentra una realización concreta en la relación con los enfermos. Una sociedad es tanto más humana cuanto más sabe cuidar a sus miembros frágiles y que más sufren, y sabe hacerlo con eficiencia animada por el amor fraterno. Caminemos hacia esta meta, procurando que nadie se quede solo, que nadie se sienta excluido ni abandonado.

Le encomiendo a María, Madre de misericordia y Salud de los enfermos, todas las personas enfermas, los agentes sanitarios y quienes se prodigan al lado de los que sufren. Que Ella, desde la Gruta de Lourdes y desde los innumerables santuarios que se le han dedicado en todo el mundo, sostenga nuestra fe y nuestra esperanza, y nos ayude a cuidarnos unos a otros con amor fraterno. A todos y cada uno les imparto de corazón mi bendición.

Roma, San Juan de Letrán, 20 de diciembre de 2020, cuarto domingo de Adviento.

Francisco

domingo, 7 de febrero de 2021

Misa - V Domingo durante el año.

 

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Nuestra escucha de la Palabra de Dios este domingo se abrió con una lectura del libro de Job. La historia de este hombre está profundamente marcada por el sufrimiento. A partir de acontecimientos muy dolorosos que él ha vivido, Job reflexiona sobre la condición humana y se pregunta:
“¿Acaso no es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra?” Job se compara, él mismo, a un asalariado, más aún, a un esclavo… Para él, la vida es lo más parecido a un trabajo forzado, a una condena…
Con esos pensamientos, las noches se le hacen interminables y, en cambio, los días corren veloces…
Job está hablando con Dios, es decir, Job está en oración, presentándole sus padecimientos.
Este pasaje termina con una súplica angustiada:
“Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la felicidad”.

Palabras muy duras. Pero, como siempre, esta primera lectura nos prepara para escuchar el Evangelio.
Jesús es la respuesta de Dios al clamor de Job:
Jesús ha venido a traer a los hombres el Reino de Dios, la Vida de Dios.
El domingo pasado veíamos como Jesús enseñaba con autoridad, presentando lo verdaderamente nuevo, el evangelio, la buena noticia; al mismo tiempo, lo vimos actuar liberando a un endemoniado.

Acompañando a Jesús, salimos de la sinagoga y nos vamos a una escena doméstica, en la casa de Simón y Andrés:
“La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.”
Puede que esta escena no parezca tan impresionante como la curación de un leproso o de un paralítico. Al fin y al cabo, parece una simple gripe. Pero Jesús no actúa pensando en como lo va a ver la gente, si a la gente le va a parecer importante o no lo que él hace.
A él, lo que le importa son las personas, especialmente las personas que sufren.
Su gesto es muy sencillo: “la tomó de la mano y la hizo levantar”; sencillo, pero, eficaz. No se necesita montar un espectáculo.
 
Ya curada, la mujer se puso a servirlos.
No es un detalle menor. Jesús ha dicho que Él no ha venido a ser servido sino a servir.
Entonces ¿por qué se deja servir por ella?
Para Job, el servicio del hombre en la tierra era una pesada carga… ahora que ha sido curada ¿no se impone una carga para esta mujer?

El servicio de la suegra de Pedro es su respuesta al don que ha recibido: “no tuvo más fiebre y se puso a servirlos”. Ella es una nueva discípula, que sigue a Jesús y lo imita en su servicio, en la forma que ella conoce mejor. Para ella el servicio no es una carga pesada, sino un acto de amor, que ella realiza libremente. Su actitud es la que deberíamos tener los discípulos de Jesús, siguiendo al Maestro.

Toda la Iglesia, como comunidad de discípulos de Jesús, está llamada a ser una Iglesia servidora, a través de todos sus miembros. Al terminar el Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI, san Pablo VI decía: “toda esta riqueza doctrinal del Concilio va en una dirección: servir al hombre. El hombre, en cada una de sus condiciones, enfermedades y necesidades. La Iglesia casi se ha declarado servidora de la humanidad” .

Todo bautizado, todo miembro de la Iglesia está llamado a tomar parte en ese servicio. Cada gesto de amor hacia hermanos y hermanas necesitados está participando del servicio de la Iglesia y del servicio de Cristo.
Algunas personas, en la Iglesia, reciben diferentes ministerios. No es una distinción: es un llamado a servir. La única respuesta válida a ese llamado solo puede darse con libertad, con alegría y, sobre todo, con amor.
 
Recientemente el Papa Francisco abrió para las mujeres dos ministerios que hasta ahora solo podían recibir los varones: los ministerios de lector y acólito.
Nos puede llamar la atención esto de las lectoras, porque frecuentemente las vemos proclamar la Palabra en la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, no es lo mismo este servicio de lectura que se le pide a una persona u otra, varón o mujer, según la necesidad del momento… no es lo mismo que el ministerio de lector, que entrega el Obispo en una celebración especial y que la persona va a ejercer por un tiempo determinado. Lo mismo sucede con el ministerio del acólito, servidor del altar. Se le puede pedir a alguien que haga eso en un momento dado; pero también una persona puede recibir ese ministerio en una celebración que preside el Obispo. En nuestra diócesis, hay algunas parroquias que cuentan con lectores y acólitos que han recibido de esa manera su ministerio; en otras, eso funciona espontáneamente.

Ministros instituidos por el Obispo o fieles que colaboran ocasionalmente: lo que importa es el espíritu con el que se asume ese servicio. Como decíamos: con libertad, no como un trabajo forzado; con alegría, recibido como un don, no como un derecho o un privilegio; con amor, porque si no, no tiene sentido y se vacía de su significado. También recordando lo que decía Pablo VI: el servicio de la Iglesia es un servicio al ser humano, especialmente en sus situaciones de sufrimiento.

La Iglesia, sin embargo, no es una ONG, una organización de la sociedad civil o un club de servicio, todas instituciones respetables. Las comunidades y los miembros de la Iglesia hacen presente a Cristo en el mundo. Frente a las personas que sufren como Job, la Iglesia está llamada a hacer presente a Cristo misericordioso, a través de cada uno de sus miembros. Por eso su servicio hace siempre parte de su misión: evangelizar. Así dice san Pablo en la primera lectura: anunciar el Evangelio “es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!”
Y poniéndose en la actitud de servicio de la que hablábamos, agrega: “siendo libre, me hice esclavo de todos… me hice débil con los débiles… Me hice todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio”.

Hermanas y hermanos: recordemos que cada uno de nosotros, como la suegra de Pedro, de alguna forma hemos sido sanados por Jesús. Hagamos lo mismo que hizo ella: levantarnos y servir. Así sea.

viernes, 5 de febrero de 2021

“Curó a muchos enfermos de diversos males” (Job 7,1-4.6-7 - Marcos 1,29-39). V durante el año.

“Hay que tener la paciencia de un Job”, decía gente de antes, cuando se encontraba en una situación penosa en la que lo único que se podía hacer era esperar.
La paciencia es la capacidad de esperar algo que se desea pero que no se puede tener todavía; es también la aptitud para hacer cosas pesadas o que exigen un trabajo minucioso; pero es, sobre todo, la virtud de soportar o padecer cosas sin alterarse.

La primera lectura de este domingo nos presenta un pasaje del libro de Job, ese hombre que es un modelo de paciencia frente a grandes dolores y sufrimientos que se le presentaron en la vida.
Ese modelo está tomado de una parte del libro, una especie de cuento popular con que el libro comienza y termina.
Entre el principio y el final de esa historia, aparecen, a veces en forma poética, preguntas y reflexiones sobre la vida humana. Preguntas como éstas que encontramos en la lectura de hoy:

¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra?
¿No son sus jornadas las de un asalariado?
(Primera lectura Job 7, 1-4. 6-7)
El cuento de Job -cuando digo “cuento” no le estoy quitando su valor como palabra de Dios, sino solo indicando su estilo literario- el cuento de Job comienza con la presentación del personaje, un hombre creyente y justo, que tiene una gran familia y muchos bienes.
A continuación, nos vamos junto al trono de Dios, a donde llega Satán, de visita.
Ante el Diablo, Dios hace el elogio de Job:
“¿Te has fijado en mi servidor Job? ¡No hay nadie como él en la tierra…!” (Job 1,8)
Y Dios enumera sus virtudes.
Entonces Satán desafía a Dios, diciendo que es fácil para Job ser así, porque tiene todo… Pero ¿qué pasaría si perdiera lo que tiene? ¿Acaso no maldeciría a Dios en la cara?
Dios (no olvidemos que esto es un cuento) Dios le da permiso a Satán para quitarle todo a Job, pero sin tocar su persona.
Así, en un solo día, Job pierde todos sus bienes y mueren todos sus hijos.
Enterado de estos terribles acontecimientos, Job hace luto y dice:
“Desnudo salí del vientre de mi madre / y desnudo allá retornaré. / Yahveh dio. Yahveh quitó: / ¡Sea bendito el nombre de Yahveh!” (Job 1,21)
Job ha pasado por la prueba terrible y se ha mantenido en su fe y en su rectitud.
Pero Satán no se da por vencido y le dice ahora a Dios: “toca sus huesos y su carne y verás si no te maldice en la cara”.
Con el permiso de Dios, Satán le provoca a Job una terrible enfermedad, una especie de lepra. Job se aparta de todo, pero su mujer va a buscarlo… no para consolarlo o ayudarlo, sino para decirle
“¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!” (Job 2,9)
Pero Job la reprende y responde:
“Si aceptamos de Dios los bienes ¿por qué no aceptaremos los males?” (Job 2,10)
Y aquí el libro interrumpe esta narración popular y deja paso a una extensa sección de reflexión, a través del diálogo de Job con amigos que lo visitan y con el mismo Dios.
Al final del libro concluye el cuento. Job recupera su salud y sus bienes; vuelve a tener hijos: siete hijos y tres hermosas hijas, a las que hace herederas a la par de los varones, lo que no era la costumbre.

Es de esta historia de donde se toma a Job como modelo de paciencia. Sin embargo, el resto del libro nos pone ante un hombre que se interroga e interroga a Dios acerca de su situación. De esa parte está tomado el pasaje que leemos hoy.

Más que a una desgracia puntual, como una enfermedad, un accidente o la pérdida de un bien valioso, este pasaje se refiere al tedio, al cansancio de una vida llena de penas. Es el lamento por la miseria que nos rodea, por todo lo que nos quita la alegría de vivir.

Para expresar esto, el autor recurre a tres imágenes que evocan esa carga de la vida:
¿No es una servidumbre la vida del hombre sobre la tierra?
¿No son sus jornadas las de un asalariado?
Como un esclavo que suspira por la sombra,
como un asalariado que espera su jornal,
así me han tocado en herencia meses vacíos,
me han sido asignadas noches de dolor.
(Primera lectura Job 7, 1-4. 6-7)
La servidumbre se refiere aquí al servicio militar obligatorio.
Cuando Israel pidió un rey, Dios le advirtió por boca del profeta Samuel:
El rey tomará sus hijos y los destinará a sus carros y a sus caballos y tendrán que correr delante de su carro. Los empleará como jefes de mil y jefes de cincuenta; les hará … fabricar sus armas de guerra y los arreos de sus carros. (1 Samuel 8,12)
Pero aquí se trata de una servidumbre para todos los días de la vida…

La segunda imagen es la del asalariado, trabajando en los campos por un jornal:
hemos aguantado el peso del día y el calor (Mateo 20,12)
era la queja de los trabajadores contratados a primera hora del día por el dueño de la viña.

La tercera imagen es la del esclavo “que suspira por la sombra”. Ni siquiera tendrá su jornal: apenas puede esperar el momento de descanso, libre del calor del sol. Así era la vida de los hebreos en tiempos de su esclavitud en Egipto:
… les amargaron la vida con rudos trabajos de arcilla y ladrillos, con toda suerte de labores del campo y toda clase de servidumbre que les imponían por crueldad. (Éxodo 1,14)
En esa vida que se hace toda carga, fatiga, sufrimiento, la noche no trae descanso ni alivio.
Sigue diciendo Job:
Al acostarme, pienso: «¿Cuándo me levantaré?»
Pero la noche se hace muy larga
y soy presa de la inquietud hasta la aurora.
(Primera lectura Job 7, 1-4. 6-7)
Pero si la noche se hace larga, la cuenta de los días se hace breve:
Mis días corrieron más veloces que una lanzadera:
al terminarse el hilo, llegaron a su fin.
(Primera lectura Job 7, 1-4. 6-7)
La lanzadera es un instrumento del telar en el que va el carrete de hilo, que se va pasando de un lado al otro de la trama, cruzando por arriba y por debajo los hilos de la urdimbre, para formar el tejido. Una hábil tejedora de telar mueve rápidamente la lanzadera, pero en algún momento se termina el hilo y el rápido movimiento se detiene.

Por eso, no es extraña la súplica angustiada con la que termina Job:
Recuerda que mi vida es un soplo
y que mis ojos no verán más la felicidad.
(Primera lectura Job 7, 1-4. 6-7)
Esta primera lectura concluye así: con un sabor amargo, con una conclusión desesperanzada. Sin embargo, expresa los sentimientos de muchas personas que hoy viven situaciones semejantes.
Pero para no quedarnos con una imagen tan pesimista, recordemos que el libro de Job tiene también una de las más hermosas expresiones de fe que encontramos en el libro de la Primera Alianza o Antiguo Testamento:
Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo.
Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios.
Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, no ningún otro. (Job 19,25-27)
Ahora bien, nuestro pasaje es la primera lectura de este domingo, que, como se ha dicho aquí muchas veces, es como el telón de fondo para el evangelio.

En el Evangelio de hoy, San Marcos nos presenta a Jesús curando enfermos, comenzando por la suegra de Pedro:
La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron de inmediato. Él se acercó, la tomó de la mano y la hizo levantar. Entonces ella no tuvo más fiebre y se puso a servirlos.
(Evangelio: Marcos 1,29-39)
Pero eso fue solo el comienzo:
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados, y la ciudad entera se reunió delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era Él.
(Evangelio: Marcos 1,29-39)
La jornada termina muy cargada: todos los enfermos y endemoniados, la ciudad entera a su puerta… Jesús cura enfermos, expulsa demonios. Ante la gente de Cafarnaúm, que ya había observado la autoridad con la que Jesús enseñaba y expulsaba demonios, Jesús aparece ahora como un gran sanador, un taumaturgo.
Pero al día siguiente…
antes que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando.
(Evangelio: Marcos 1,29-39)
Finalmente, Simón y sus compañeros lo encuentran y le dicen que todos lo andan buscando.
Pero Jesús les responde:
«Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido».
(Evangelio: Marcos 1,29-39)
Esa respuesta de Jesús surge de su oración, de su diálogo con el Padre. Jesús salió a anunciar el Evangelio, la buena noticia de la salvación, la llegada del Reino de Dios. Las curaciones y las expulsiones de demonios son signos del Reino. Jesús ve que algunas personas pueden quedarse en esas señales y no ir más allá. La salvación que Jesús ofrece abarca a toda la persona, todo el ser humano: su cuerpo y su mente, su relación con los demás y con la creación, su relación con Dios. Por eso tiene que salir, tiene que moverse; tiene que seguir comunicando a otros su buena noticia, porque sabe, además, que también sus días en la tierra, como decía Job, correrán más veloces que una lanzadera y el hilo de su vida entre nosotros llegará a su fin.

La misma urgencia encontraremos después en San Pablo, que en la segunda lectura exclama:
Si anuncio el Evangelio, … es para mí una necesidad imperiosa.
¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!
(Segunda lectura: 1 Corintios 9, 16-19. 22-23)
Empezamos por la paciencia de Job y terminamos con la urgencia de Jesús y de Pablo… Paciencia y urgencia no se contradicen, cuando la paciencia es de quien tiene que esperar y la urgencia de quien tiene que actuar. La acción de Jesús responde a los interrogantes de Job, siempre presentes en cada ser humano. La urgencia de Jesús no siempre es responder a las situaciones que se van presentando, tal y como vienen, sino ir a la raíz, al corazón, buscando que cada curación sea un verdadero encuentro y una sanación profunda de la persona y de la comunidad.

Amigas y amigos… toda la humanidad está viviendo hoy una situación que pone a prueba nuestra paciencia… realmente necesitamos la paciencia de Job en muchos momentos, a la vez que esperamos que algunas cosas, especialmente necesarias, como la vacunación, puedan realizarse con toda urgencia.
Sin embargo, miremos siempre más allá. Que todo lo que estamos pasando pueda ser vivido como una verdadera oportunidad para crecer en humanidad. Eso es posible si reconocemos nuestra fragilidad, pero, al mismo tiempo, la dignidad de cada persona humana y el llamado que esta crisis nos hace a pasar del individualismo a la solidaridad.
Gracias por su atención. Por favor, cuídense mucho; cuidémonos unos a otros. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.