domingo, 28 de febrero de 2021

Misa - II Domingo de Cuaresma

Celebrada en el Oratorio San Juan Pablo II, Catedral de Melo.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Segundo domingo de Cuaresma. Avanzamos en nuestro camino hacia la Pascua, en medio de las incertidumbres y precariedades de este tiempo, pero también con esperanzas puestas en la vacunación que va avanzando en el mundo.

En su mensaje para esta Cuaresma, el Papa Francisco nos dice: “recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8)”.
El Papa nos invita a renovar nuestra fe, a beber en el agua viva de la esperanza y a recibir con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo.
Empecemos, entonces, por recordar a Jesucristo en su obediencia al Padre, su pasión y su cruz. Lo vamos a hacer a partir de la primera lectura.

Este pasaje del libro del Génesis es uno de los más difíciles de la Biblia.
Abraham, llamado “el padre de los creyentes” fue aquel hombre que, ya mayor y sin hijos, dejó su tierra para ir al lugar que Dios le mostraría. Dios le prometió que multiplicaría su descendencia. Sin embargo, cuando su hijo Isaac ya era un niño crecido, apareció la prueba.
El relato comienza diciendo precisamente eso: “Dios puso a prueba a Abraham”.
Dios le pidió que le ofreciera su hijo en sacrificio.
La historia termina bien, pero no deja de ser difícil de entender y aún de aceptar, porque aparece en el primer momento una imagen de Dios como un ser cruel, lejos del Dios misericordioso en que creemos.
Abraham estaba dispuesto a sacrificar a su hijo. No llegó a hacerlo porque Dios detuvo su mano en el momento mismo en que estaba por darle muerte con un cuchillo.

La horrible práctica de sacrificar a los propios hijos estuvo muy presente en los pueblos vecinos de Israel. En distintos momentos los israelitas se apartaron de Dios y tomaron las prácticas religiosas de esos pueblos. Sacrificaron a sus hijos y los quemaron en el fuego, en holocausto a Baal.

 
El episodio del sacrificio de Isaac se explica como una purificación de la religiosidad de Abraham. Dios quiere dejar en claro que Él no pide sacrificios humanos. En cambio, comienza a abrirse camino el sentido del sacrificio espiritual, la ofrenda a Dios de la propia existencia, de todo lo que hacemos.

La carta a las Hebreos alaba la fe Abraham diciendo:
“Por la fe, Abraham, sometido a la prueba, presentó a Isaac como ofrenda (…) Pensaba que Dios era poderoso aun para resucitar a alguien de entre los muertos. Por eso lo recobró para que Isaac fuera también figura” del que habría de venir (Hebreos 11,17-19).

No es entonces, Abraham, quien ofrecerá su hijo en sacrificio, sino Dios que, como dice la segunda lectura, “no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”. En ese sentido, el sacrificio de Isaac, que no llega a realizarse, tiene muchos puntos de relación con el sacrificio de Jesús en la cruz:
-    Abraham carga a Isaac con la leña; Jesús cargará con el leño, es decir con el madero de la cruz.
-    Con esa carga, Isaac sube al monte donde se ofrecerá el sacrificio; lo mismo hace Jesús subiendo al Gólgota.
-    Isaac pregunta dónde está el cordero para el holocausto. Abraham responde: “Dios proveerá el Cordero”. Así será Jesús, el cordero de Dios, quien será ofrecido en sacrificio para realizar su misión de quitar el pecado del mundo.

Después de esta lectura que nos anticipa la pasión de Jesús, recordemos con el Papa Francisco que “el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo”.
La luz de la resurrección se nos anticipa hoy en la Transfiguración de Jesús.
Allí, el Padre Dios nos invita, una vez más, a escuchar a su Hijo.

El prefacio de este domingo nos explica este pasaje, diciéndonos que Jesús
“después de anunciar su muerte a los discípulos
les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa,
para que constara, con el testimonio de la Ley y los Profetas,
que, por la pasión, debía llegar a la gloria de la resurrección.”

 
Dios nos ha creado para la vida.
Dios quiere la vida del hombre.
Más aún: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”.
Y la vida, es la vida en Cristo.

La cuaresma nos llama a rechazar y a desprendernos de cualquier forma de idolatría. El hombre de hoy ha construido sus propios ídolos, sus falsos dioses y, a menudo, se entrega a ellos destruyendo su propia vida y la de los demás, aún la de su propia familia, como aquellos hombres de los tiempos antiguos que pasaron por el fuego a sus hijos.

La cuaresma nos llama al reencuentro con el Dios verdadero, manifestado en Jesucristo, Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Nos llama a unirnos espiritualmente al sacrificio de Cristo. A ofrecer, con Él, nuestra vida al Padre.

Concluyo con palabras del mensaje de Francisco:

La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23).

Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6).
Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).

Que así sea.

 

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