jueves, 28 de noviembre de 2019

"Estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada" (Mateo 24,37-44). I Domingo de Adviento.






Mucha gente tiene dificultades con el sueño. Hay quienes no pueden dormir y toman pastillas para poder hacerlo. Hay gente que necesita mantenerse despierta y recurre a diferentes estimulantes para permanecer en vigilia. Mantenerse en vela cuesta, cuando se está cansado y el cuerpo reclama el sueño reparador. El mate, el café, las bebidas energizantes ayudan a permanecer despiertos, pero no proporcionan al organismo la reparación que solo el buen descanso puede dar. Por otra parte ¿realmente es productiva esa vigilia producida artificialmente? ¿de veras estamos presentes con todos los sentidos cuando nos mantenemos despiertos a base de sustancias?

Quien va conduciendo un vehículo debe estar bien despierto para atender los carteles del camino que anticipan la curva peligrosa o el puente angosto que aparecerán más adelante.
Del mismo modo, el camino de la vida tiene sus señales, que es necesario atender. Algunas son fáciles de reconocer. A veces podemos equivocarnos al interpretarlas, pero, a la corta o a la larga, nos damos cuenta de su significado.
Otras señales, en cambio, pueden aparecer en momentos oscuros, difíciles. Precisamente en esos momentos en que el dolor y la angustia nos oprimen, cuando se apagan las ilusiones, más necesitamos descubrir las señales de Dios.

Este domingo iniciamos en la Iglesia Católica el tiempo de Adviento. Adviento significa “venida”. Se trata de celebrar la primera venida del Hijo de Dios, la Navidad. Recordar, en su sentido más fuerte: volver a pasar por el corazón. No es una conmemoración nostálgica o romántica, sino el recuerdo de un acontecimiento que sigue marcando la historia de los hombres. La Navidad es la celebración del nacimiento de Jesús. Sin ese recuerdo, se vacía de significado.

Pero el Adviento nos pone también en otra perspectiva: los cristianos creemos que Jesús, el Hijo de Dios, vendrá de nuevo para juzgar a vivos y muertos y establecer un reino eterno. El Adviento nos pone también de cara a esa segunda venida. Por eso, el evangelio de este domingo pone énfasis en las actitudes que debe tener quien espera el regreso de Cristo, y, de todos modos, de quien sabe que al final de su vida se encontrará con el Señor.

Finalmente, el Adviento nos llama a reconocer a Cristo que viene a nosotros hoy, en cada persona, en cada acontecimiento. No siempre es fácil reconocer esa presencia; precisamente por eso es necesario estar despiertos, estar atentos a las señales del camino.

En el evangelio escuchamos a Jesús anunciar su segunda venida. Jesús habla de sí mismo nombrándose como “el Hijo del Hombre”.
Cuando venga el Hijo del hombre, sucederá como en tiempos de Noé. En los días que precedieron al diluvio, la gente comía, bebía y se casaba, hasta que Noé entró en el arca; y no sospechaban nada, hasta que llegó el diluvio y los arrastró a todos.
La gente seguía su vida normal. No pasaba nada, hasta que el diluvio los sorprendió. Después de esa referencia al libro del Génesis, Jesús continúa. Otra vez habla de la gente en su actividad diaria; pero ahora hay una diferencia, que Jesús no aclara, pero que podemos intentar interpretar.
Lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre. De dos hombres que estén en el campo, uno será llevado y el otro dejado. De dos mujeres que estén moliendo, una será llevada y la otra dejada.
Dos hombres trabajando en el campo, dos mujeres moliendo. Gente que sigue en su rutina; pero aquí no todos son sorprendidos. Uno de los hombres y una de las mujeres son dejados, es decir, no entran en el Reino que Jesús viene a establecer. La otra mujer y el otro hombre son llevados, entran en la presencia de Dios. No podemos dejar de preguntarnos qué es lo que hace la diferencia. Los dos hombres estaban haciendo lo mismo. Igualmente, las mujeres. Por fuera no hay diferencia. La diferencia está dentro, donde puede mirar y ver Dios, que sondea los corazones y los conoce.

Es curioso (a veces, más que curioso, ha sido terrible) ver cómo algunas sectas, grupos de fanáticos, sobre todo en los Estados Unidos, se han preparado o se preparan para el final de la historia, construyendo bunkers, almacenando agua, alimentos y armas, aislándose del resto de la gente, llevando una vida con reglas muy severas… sin embargo, nada de eso pide Jesús. El hombre y la mujer que son llevados al Reino han seguido su vida normal, han seguido trabajando… El secreto está en que se han preparado: han sabido reconocer el paso de Dios en su vida y le han respondido, han cultivado su corazón.

San Juan de la Cruz escribió una vez:
"A la tarde te examinarán en el amor.
Aprende a amar como Dios quiere ser amado
y deja tu condición"
Con el tiempo fue apareciendo una interpretación de esas palabras, diciendo:
“en el atardecer de nuestras vidas seremos examinados en el amor”, como si fuera ya el examen (o el juicio) final.
En cambio, el texto original dice: “A la tarde”, porque es cada tarde y el examen no es un juicio; el examen sirve para constatar lo que se ha aprendido y lo que falta todavía aprender, porque de eso se trata: “aprende a amar”.
El santo carmelita nos da también una pista para ese aprendizaje: “aprende a amar como Dios quiere ser amado”. Recordemos los dos mandamientos más importantes, que Jesús nos presenta: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. No es posible amar a Dios sin amar al prójimo. Así quiere ser amado Dios.

El último consejo de san Juan de la Cruz dice “deja tu condición”. Deja todo lo que te condiciona, deja todo lo que te impide seguir a Jesús… todo lo que te devuelve al egoísmo, todo lo que te impide sufrir con el sufrimiento del otro, todo lo que bloquea tu capacidad de solidaridad y de servicio. Deja todo lo que te impide seguir a Jesús compasivo y misericordioso.

Aquel hombre y aquella mujer del ejemplo de Jesús, esas dos personas que son llevadas al Reino, han sabido ser constantes, han sabido examinarse cada tarde, han buscado cada día seguir aprendiendo a amar. Han llegado a ir cambiando su condición, a abandonar viejas formas de pensar, de sentir y de actuar que los alejaban del camino de Cristo.

Jesús nos deja su invitación final:
Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor.
Entiéndanlo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, velaría y no dejaría perforar las paredes de su casa. Ustedes también estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.
Amigas y amigos, estemos preparados. No ahora. Siempre. No improvisando en el momento, sino buscando cada día aprender a amar y dar la vida. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

sábado, 23 de noviembre de 2019

“Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lucas 23,35-43). Cristo Rey.







Muy lejos del Viernes Santo y más bien cerca de la Navidad, celebramos el próximo domingo -ese domingo en el que los uruguayos elegimos a nuestro presidente para los próximos cinco años- la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo o, más brevemente, “Cristo Rey”.

El evangelio que leemos este año en “Cristo Rey” no nos presenta a Jesús en la gloria de su reino, dispuesto a juzgar a las naciones, como escucharemos el año próximo, en el evangelio de Mateo (25,31-46); tampoco en su confrontación con Pilato en el evangelio de Juan (18,33b-37), donde Jesús deja en claro que su realeza no es de este mundo, evangelio que oiremos en 2021.

Este domingo el evangelista Lucas nos transporta al calvario, en el día de la pasión, crucifixión, muerte y sepultura de Jesús: el Viernes Santo.
La escena del calvario ha sido imaginada de diferentes maneras por los artistas.
En los primeros siglos del cristianismo no se representa la crucifixión, porque estaba viva la imagen de los peores malhechores sometidos a esa muerte torturante y deshonrosa.
Hacia el siglo V comienzan a aparecer las primeras representaciones del calvario. Las más antiguas que han llegado a nuestros días fueron talladas en madera o piedra, en las puertas o en los capiteles de las iglesias. Desde fines de la Edad Media los pintores lo toman como un tema frecuente y en el siglo XX lo presenta también el séptimo arte. La película “La pasión” de Mel Gibson (2004) es especialmente llamativa por su crudeza al mostrar el sufrimiento de Jesús.

Lucas inicia su relato con la delicadeza que lo caracteriza. Desde la distancia, el pueblo contempla con respeto a Jesús crucificado. Pero el evangelista no puede olvidar las burlas que pronto se presentan y que aluden a la identidad de Jesús como Cristo, como rey, y a su misión de salvación.
Después de que Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción: «Éste es el rey de los judíos».
La misma inscripción que ha hecho colocar Pilato, como expresión del motivo de la condena, quiere ser irónica: éste es el rey de los judíos, como diciendo: miren su trono, miren su su corona.

El evangelista, como un guionista cinematográfico, parte de un plano general, en el que vemos la escena desde cierta lejanía, que nos permite abarcar a la multitud, el pueblo allí presente. Más cerca están los magistrados y los soldados: oímos sus burlas. La mirada sube y se acerca para poner en evidencia el detalle de la inscripción; pero vuelve y se retira levemente, para contemplar y escuchar un diálogo diferente, que proclamará la verdad de Jesús y de su misión.
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo».
Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».
Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Tres hombres crucificados; tres hombres sufriendo la misma condena. Como anunció el profeta Isaías, (53,12) Jesús fue “contado entre los malhechores”. Uno a su derecha y otro a su izquierda.
Vale la pena recordar que hubo dos discípulos que le pidieron a Jesús ocupar esos lugares:
«Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Marcos 10,37 – Mateo 20,21)
Los demás discípulos se indignaron al enterarse de esa petición. “No saben lo que piden”, les había respondido Jesús. No. No sabían… ¿Dónde están ahora los Doce? Han huido. No están al pie de la cruz.

Uno de los malhechores se enrola en la fila de los que insultan a Jesús. Los tres hombres están sufriendo la misma descarga de odio y de violencia. El primer compañero de Jesús vuelve también hacia Él su resentimiento.

El segundo malhechor rompe la secuencia. No se une al coro de los insultos, y responde al primero expresando algo que él ha percibido, con una expresión que tenemos que entender con todo su alcance:
“¿No tienes temor de Dios?”
El temor de Dios (Isaías 11,3) es uno de los dones del Espíritu Santo. En el evangelio de Lucas se habla de un juez injusto que no temía a Dios ni a los hombres; es decir, que no respetaba la justicia de los hombres, pero tampoco tenía en cuenta el juicio de Dios. Cuando un crucificado le pregunta al otro si no teme a Dios, le está recordando que, más que la justicia de los hombres que lo ha condenado, le queda por enfrentar el juicio de Dios y lo llama a cambiar allí mismo esa conducta final.
El otro aspecto del temor de Dios lo manifiesta el mismo crucificado, que se abandona con humildad, respeto y confianza en las manos del Padre Dios, por la mediación de Jesús, a quien llama por su nombre: Jesús, acuérdate de mí…

La respuesta de Jesús nos trae de nuevo el “HOY” de la salvación, que escuchamos hace unas semanas, en el encuentro de Jesús con Zaqueo:
“Zaqueo, baja pronto, porque HOY tengo que alojarme en tu casa”;
“HOY ha llegado la salvación a esta casa”.
Es ese presente de la salvación, ese tiempo de Dios que siempre está allí mientras todavía respiramos. La tradición dio el nombre de Dimas a ese hombre que expresó su arrepentimiento y puso su confianza en Jesús en los últimos minutos de su vida. Jesús no defraudó esa confianza. Hasta el final de su vida entre nosotros, Él sigue siendo el salvador que anunciaron los ángeles a los pastores diciéndoles
“HOY, en la ciudad de David, les ha nacido un salvador, que es el Cristo Señor” (Lucas 2,11). 
¡Cuánto más puede seguirlo siendo hoy, resucitado, sentado a la derecha del Padre, para interceder por nosotros! (cf. Romanos 8,34). Como dice san Pablo,
Nada “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8,39).

Con este mensaje concluye el año litúrgico. El próximo domingo comenzamos el tiempo de Adviento, en preparación a la Navidad. Quedémonos hoy con la mirada puesta en lo esencial. Dios no nos espera en la morada de los muertos, sino en el Reino de la vida, que comenzó a manifestarse en la Cruz.
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El próximo domingo los uruguayos elegiremos presidente. No elegimos un “salvador”. Sea quien sea, es un ser humano, con “virtudes y defectos”, con fortalezas y debilidades. Desde ya oremos por él, sobre todo para que no le falte la capacidad de escucha y diálogo y tenga siempre presente a los más débiles y vulnerables de nuestra sociedad.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

martes, 12 de noviembre de 2019

“Gracias a la constancia salvarán sus vidas” (Lucas 21,5-19). Domingo XXXIII del Tiempo durante el año.







En 1939, el Club Atlético Policial organizó la primera Vuelta Ciclista del Uruguay, considerada la carrera por etapas más antigua de América. Actualmente es organizada por la Federación Ciclista Uruguaya.
El ciclismo es un deporte exigente. Además del entrenamiento cotidiano, a la hora de la prueba hay que sostener el esfuerzo y trabajar en equipo, para mantenerse en el empeño y alcanzar la meta. A veces triunfa el cansancio y un corredor abandona la carrera. Otros tienen la misma tentación, pero perseveran en la lucha, completando el recorrido.
El deporte refleja lo que acontece en la vida. Corremos o caminamos movidos por nuestro anhelo de felicidad y pronto encontramos los obstáculos, las contradicciones, los cansancios, la tentación de abandonar.
Nunca te entregues ni te apartes junto al camino
nunca digas “no puedo más y aquí me quedo”
así escribía a su hija Julia el poeta José Agustín Goytisolo.

¿Cómo vamos haciendo ese camino de nuestra vida? ¿en solitario o con otros?
Hay una dimensión personal que no podemos pasarle a los demás. No podemos ser llevados por ellos; tenemos que caminar. En el ciclismo, los corredores cambian posiciones, como los pájaros en vuelo, para alternarse en el esfuerzo de pedalear directamente contra el viento; pero ni el pájaro deja de batir sus alas, aunque tenga otro delante que corte el viento, ni el ciclista que queda resguardado puede dejar de hacer su propio esfuerzo.
Goytisolo sigue diciéndole a su hija:
otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría
que les ayude tu canción entre sus canciones.
El Concilio Vaticano II enseña que
“fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo” (Lumen Gentium 9).
La meta de la marcha no es que unos lleguen primero y otros no lleguen, sino ayudarnos a llegar juntos, apoyándonos unos a otros, socorriéndonos en nuestra debilidad.
“Otros esperan que resistas”: la perseverancia, la constancia de cada uno ayuda a la perseverancia de los demás.

“Ustedes son los que han perseverado conmigo en mis pruebas” dijo Jesús a sus discípulos en la última cena. Son las palabras más hermosas que puede escuchar un seguidor de Jesús; son las que yo mismo quisiera oír un día y las que yo quisiera que cada uno de nosotros pudiera escuchar de Jesús al comparecer en su presencia al final de nuestra vida.

El evangelio que escuchamos este domingo concluye con un mensaje de ese estilo; pero antes de esa conclusión, Jesús presenta un panorama apocalíptico, en todos los sentidos de esa palabra: (dice Jesús)
Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo.

Guerras, catástrofes y fenómenos cósmicos inquietantes. El libro del Apocalipsis desarrolla mucho más esto que Jesús describe en pocas palabras. Sin embargo, apocalipsis no es sinónimo de desastre. Apocalipsis significa “revelación”. Ese libro y los pasajes de ese estilo que encontramos dispersos en la Biblia son mensajes de consuelo. En medio de la catástrofe, de la persecución, de la incertidumbre, Dios asegura su intervención salvadora. Los mensajes apocalípticos no deben desanimarnos -para eso alcanza con mirar los informativos- sino, al contrario, ayudarnos a ver el otro lado de la historia, el lado que está escondido y que es revelado para sostener nuestra esperanza.

Jesús comienza anunciando un desastre que efectivamente ocurrió: la destrucción del templo de Jerusalén. El templo, lugar sagrado por excelencia para los israelitas, signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo, fue destruido en el año 70 por el ejército romano, al mando del futuro emperador Tito. De aquel templo quedó en pie el llamado “muro de las lamentaciones”, que es hoy el lugar más sagrado del judaísmo.
Frente a los anuncios de Jesús, los oyentes se inquietan y preguntan:
«Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?»
La respuesta de Jesús no entrega la información que se le pide, sino que llama a tener una actitud cuidadosa frente a los signos que se van a ir presentando y a las voces que se van a ir oyendo: es necesario el discernimiento:
«Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: "Soy yo", y también: "El tiempo está cerca". No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin».
Muchas veces, a lo largo de más de veinte siglos de cristianismo, se alzaron voces anunciando un fin inminente que, luego, no se produjo. El mismo Jesús, en otro pasaje del Evangelio, dice claramente: “nadie sabe el día ni la hora”.

En el marco de las pruebas que atravesará toda la humanidad, Jesús anuncia las que sufrirán especialmente sus discípulos:
…los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.
Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir.
Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre.
Jesús da un porqué de esas persecuciones que muy pronto se desataron en todo el imperio romano, a medida que la fe cristiana se fue extendiendo. Persecuciones que, en distintas formas y lugares han continuado en el tiempo. “Esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí”, dice Jesús y promete que Él mismo sostendrá a quienes sean llamados a dar ese testimonio en medio de la persecución. Ellos serán los mártires. Mártir significa “testigo”; pero la palabra expresa hoy el testimonio dado con la entrega de la propia vida.
  • Discernir, 
  • ser testigo de Cristo, 
  • perseverar: 
Son las tres actitudes a sostener en medio de todas las tribulaciones del mundo. Actitudes para sostener en comunidad, caminando juntos. La palabra de Jesús concluye, con fuerza consoladora:
Gracias a la constancia salvarán sus vidas.

Amigas y amigos, hoy se celebra la jornada mundial de los pobres. El mensaje del Papa Francisco se puede leer en la entrada anterior. Recojo algunas frases: “a los pobres no se les perdona ni siquiera su pobreza”, “los pobres no son números a los que se pueda recurrir para alardear con obras y proyectos”; “son personas a las que hay que ir a encontrar”; “poco se requiere para devolver la esperanza: basta con detenerse, sonreír, escuchar”.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

Ardor por la misión: Padre Mimmo (1950-2019)



Ardor por la misión

Presbítero Doménico Baldo – Padre Mimmo
(Vibo Valentia, 22 de diciembre de 1950 – Melo, 11 de noviembre de 2019)


La misión estaba profundamente arraigada en el corazón del P. Mimmo. Su vocación sacerdotal lo llevó inicialmente a la congregación salesiana, en la que no permaneció, pero de la que conservó siempre el aprecio por Don Bosco y su cariño por los jóvenes y el deseo de vivir la misión en el encuentro con otros pueblos y otras culturas.

Fue ordenado sacerdote el 1 de setiembre de 1979. Celebró en Melo esos cuarenta años de entrega, en los que nunca se apagó el ardor misionero. Como sacerdote de la Diócesis de Lamezia-Terme, además de su servicio como párroco en distintas comunidades, fue responsable de Misiones. Fue también misionero por un tiempo en Perú.

La Providencia lo trajo a Uruguay, donde llegó, según reconoció más de una vez “pensando que estaba en América Central”. No lo desanimó el descubrir dónde estaba realmente, porque ésta se hizo pronto su tierra de misión.

Fundó una organización juvenil dirigida particularmente a nuestro país: la A.U.G. (Andiamo in Uruguay Giovani – Vayamos al Uruguay, Jóvenes) que comenzó su misión en Melo en 1998. De la A.U.G. fue naciendo la asociación de fieles “Voluntarios de la Esperanza”, cuyos estatutos fueron aprobados por Mons. Luis del Castillo el 15 de setiembre de 2007 y que cuenta con miembros consagrados y colaboradores voluntarios. Los Voluntarios de la Esperanza, entre otros servicios, trabajaron en la animación misionera de nuestra diócesis, proponiendo encuentros y jornadas en distintos lugares de la diócesis. Durante algunos años funcionó en Melo un pensionado y una escuela de quesería dirigida especialmente a jóvenes de poblaciones rurales.

Además de la presencia en Melo, los Voluntarios establecieron un centro misionero en Ivo, en el Chaco boliviano y han recibido aquí a jóvenes de Italia y El Salvador que han hecho experiencias de misión.

En 2017, los obispos de Lamezia y Melo firmamos un convenio que ubicaba la presencia del P. Mimmo como sacerdote Fidei Donum (el don de la fe), modalidad por la que los presbíteros diocesanos cumplen tiempos de misión en otras diócesis. Es de esa forma que la diócesis de Melo ha recibido y tiene aún algunos sacerdotes diocesanos venidos de otros países. A diferencia de otras diócesis italianas que han enviado muchos misioneros Fidei Donum al mundo, era la primera vez que Lamezia-Terme lo hacía. El P. Mimmo abrigaba la esperanza de que así se abriera un camino que también otros se animaran a recorrer.

A lo largo de este año, la salud del P. Mimmo fue dando signos de rápido deterioro. Eso le hizo suspender su viaje a Italia para la celebración de los cuarenta años de su ordenación y celebrarlos en Melo. A pesar de todo, a cada empuje de su enfermedad volvía a levantarse y a seguir con entusiasmo sus proyectos pastorales.

Como párroco de la Catedral de Melo buscó fortalecer la comunidad, fomentando el sentido de pertenencia, la participación de los fieles en el Consejo Pastoral Parroquial, en el Equipo Económico y en las asambleas parroquiales. Ofreció retiros a toda la comunidad y también en forma especial a algunos grupos de servicio, especialmente las catequistas. Fomentó también la devoción por el copatrono, San Rafael, junto a Nuestra Señora del Pilar.

En la Casa Ain-Karim, sobre la ruta a Centurión, queda la capilla que con mucha ilusión proyectó y construyó con aportes de su familia y el “Camino al Dulce Nombre” dedicado a diferentes advocaciones marianas.

La semana pasada, antes de irme a la asamblea de la Conferencia Episcopal fui a verlo. Había tenido un nuevo decaimiento en su salud. Lo encontré sentado, encorvado, como apagado, hablando en voz baja… hasta que nos pusimos a hablar de la vida pastoral de su parroquia. Allí se fue rápidamente encendiendo y entusiasmando, compartiendo sueños y proyectos. Ninguno de los dos pensamos que ésa sería nuestra última conversación. Volví a verlo ayer, en el CTI, ya en coma, apenas para rezar todavía por él y darle una última bendición.

Él sabía que sus días entre nosotros se terminarían más temprano que tarde, pero no miraba con nostalgia lo que había quedado atrás, sino que seguía soñando e invitándonos a mirar hacia delante, hacia la misión, siempre.

Podría haberse retirado, volver a su tierra, tal vez recibir mejores cuidados en sus últimos días, pero no; claramente expresó su voluntad de trabajar hasta el final entre nosotros, de entregar aquí su vida, y encontrar en nuestra tierra sepultura para sus restos.

Damos gracias a Dios por la vida y el ministerio del P. Mimmo. Nuestra diócesis expresa sus condolencias a su hermano, a su Obispo a los Voluntarios de la Esperanza y a todos aquellos amigos y amigas que vinieron en distintos momentos a compartir la misión. Rezamos por su eterno Descanso y confiamos en que también él interceda por esta diócesis por la que entregó su vida.

Que, por la misericordia de Dios, su alma y la de todos los fieles difuntos descanse en paz. Amén.

+ Heriberto, Obispo de Melo

lunes, 11 de noviembre de 2019

La esperanza de los pobres nunca se frustrará. Mensaje del Papa Francisco para la III Jornada Mundial de los Pobres.


MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
III JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
17 de noviembre de 2019

La esperanza de los pobres nunca se frustrará

1. «La esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal 9,19). Las palabras del salmo se presentan con una actualidad increíble. Ellas expresan una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los más pobres: devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida.
El salmista describe la condición del pobre y la arrogancia del que lo oprime (cf. 10,1-10); invoca el juicio de Dios para que se restablezca la justicia y se supere la iniquidad (cf. 10,14-15). Es como si en sus palabras volviese de nuevo la pregunta que se ha repetido a lo largo de los siglos hasta nuestros días: ¿cómo puede Dios tolerar esta disparidad? ¿Cómo puede permitir que el pobre sea humillado, sin intervenir para ayudarlo? ¿Por qué permite que quien oprime tenga una vida feliz mientras su comportamiento debería ser condenado precisamente ante el sufrimiento del pobre?
Este salmo se compuso en un momento de gran desarrollo económico que, como suele suceder, también produjo fuertes desequilibrios sociales. La inequidad generó un numeroso grupo de indigentes, cuya condición parecía aún más dramática cuando se comparaba con la riqueza alcanzada por unos pocos privilegiados. El autor sagrado, observando esta situación, dibuja un cuadro lleno de realismo y verdad.
Era una época en la que la gente arrogante y sin ningún sentido de Dios perseguía a los pobres para apoderarse incluso de lo poco que tenían y reducirlos a la esclavitud. Hoy no es muy diferente. La crisis económica no ha impedido a muchos grupos de personas un enriquecimiento que con frecuencia aparece aún más anómalo si vemos en las calles de nuestras ciudades el ingente número de pobres que carecen de lo necesario y que en ocasiones son además maltratados y explotados. Vuelven a la mente las palabras del Apocalipsis: «Tú dices: “soy rico, me he enriquecido; y no tengo necesidad de nada”; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, ciego y desnudo» (Ap 3,17). Pasan los siglos, pero la condición de ricos y pobres se mantiene inalterada, como si la experiencia de la historia no nos hubiera enseñado nada. Las palabras del salmo, por lo tanto, no se refieren al pasado, sino a nuestro presente, expuesto al juicio de Dios.

2. También hoy debemos nombrar las numerosas formas de nuevas esclavitudes a las que están sometidos millones de hombres, mujeres, jóvenes y niños.
Todos los días nos encontramos con familias que se ven obligadas a abandonar su tierra para buscar formas de subsistencia en otros lugares; huérfanos que han perdido a sus padres o que han sido separados violentamente de ellos a causa de una brutal explotación; jóvenes en busca de una realización profesional a los que se les impide el acceso al trabajo a causa de políticas económicas miopes; víctimas de tantas formas de violencia, desde la prostitución hasta las drogas, y humilladas en lo más profundo de su ser. ¿Cómo olvidar, además, a los millones de inmigrantes víctimas de tantos intereses ocultos, tan a menudo instrumentalizados con fines políticos, a los que se les niega la solidaridad y la igualdad? ¿Y qué decir de las numerosas personas marginadas y sin hogar que deambulan por las calles de nuestras ciudades?
Con frecuencia vemos a los pobres en los vertederos recogiendo el producto del descarte y de lo superfluo, para encontrar algo que comer o con qué vestirse. Convertidos ellos mismos en parte de un vertedero humano son tratados como desperdicios, sin que exista ningún sentimiento de culpa por parte de aquellos que son cómplices en este escándalo. Considerados generalmente como parásitos de la sociedad, a los pobres no se les perdona ni siquiera su pobreza. Se está siempre alerta para juzgarlos. No pueden permitirse ser tímidos o desanimarse; son vistos como una amenaza o gente incapaz, sólo porque son pobres.
Para aumentar el drama, no se les permite ver el final del túnel de la miseria. Se ha llegado hasta el punto de teorizar y realizar una arquitectura hostil para deshacerse de su presencia, incluso en las calles, últimos lugares de acogida. Deambulan de una parte a otra de la ciudad, esperando conseguir un trabajo, una casa, un poco de afecto... Cualquier posibilidad que se les ofrezca se convierte en un rayo de luz; sin embargo, incluso donde debería existir al menos la justicia, a menudo se comprueba el ensañamiento en su contra mediante la violencia de la arbitrariedad. Se ven obligados a trabajar horas interminables bajo el sol abrasador para cosechar los frutos de la estación, pero se les recompensa con una paga irrisoria; no tienen seguridad en el trabajo ni condiciones humanas que les permitan sentirse iguales a los demás. Para ellos no existe el subsidio de desempleo, indemnizaciones, ni siquiera la posibilidad de enfermarse.
El salmista describe con crudo realismo la actitud de los ricos que despojan a los pobres: «Están al acecho del pobre para robarle, arrastrándolo a sus redes» (cf. Sal 10,9). Es como si para ellos se tratara de una jornada de caza, en la que los pobres son acorralados, capturados y hechos esclavos. En una condición como esta, el corazón de muchos se cierra y se afianza el deseo de volverse invisibles. Así, vemos a menudo a una multitud de pobres tratados con retórica y soportados con fastidio. Ellos se vuelven como transparentes y sus voces ya no tienen fuerza ni consistencia en la sociedad. Hombres y mujeres cada vez más extraños entre nuestras casas y marginados en nuestros barrios.

3. El contexto que el salmo describe se tiñe de tristeza por la injusticia, el sufrimiento y la amargura que afecta a los pobres. A pesar de ello, se ofrece una hermosa definición del pobre. Él es aquel que «confía en el Señor» (cf. v. 11), porque tiene la certeza de que nunca será abandonado. El pobre, en la Escritura, es el hombre de la confianza. El autor sagrado brinda también el motivo de esta confianza: él “conoce a su Señor” (cf. ibíd.), y en el lenguaje bíblico este “conocer” indica una relación personal de afecto y amor.
Estamos ante una descripción realmente impresionante que nunca nos hubiéramos imaginado. Sin embargo, esto no hace sino manifestar la grandeza de Dios cuando se encuentra con un pobre. Su fuerza creadora supera toda expectativa humana y se hace realidad en el “recuerdo” que él tiene de esa persona concreta (cf. v. 13). Es precisamente esta confianza en el Señor, esta certeza de no ser abandonado, la que invita a la esperanza. El pobre sabe que Dios no puede abandonarlo; por eso vive siempre en la presencia de ese Dios que lo recuerda. Su ayuda va más allá de la condición actual de sufrimiento para trazar un camino de liberación que transforma el corazón, porque lo sostiene en lo más profundo.

4. La descripción de la acción de Dios en favor de los pobres es un estribillo permanente en la Sagrada Escritura. Él es aquel que “escucha”, “interviene”, “protege”, “defiende”, “redime”, “salva”... En definitiva, el pobre nunca encontrará a Dios indiferente o silencioso ante su oración. Dios es aquel que hace justicia y no olvida (cf. Sal 40,18; 70,6); de hecho, es para él un refugio y no deja de acudir en su ayuda (cf. Sal 10,14).
Se pueden alzar muchos muros y bloquear las puertas de entrada con la ilusión de sentirse seguros con las propias riquezas en detrimento de los que se quedan afuera. No será así para siempre. El “día del Señor”, tal como es descrito por los profetas (cf. Am 5,18; Is 2-5; Jl 1-3), destruirá las barreras construidas entre los países y sustituirá la arrogancia de unos pocos por la solidaridad de muchos. La condición de marginación en la que se ven inmersas millones de personas no podrá durar mucho tiempo. Su grito aumenta y alcanza a toda la tierra. Como escribió D. Primo Mazzolari: «El pobre es una protesta continua contra nuestras injusticias; el pobre es un polvorín. Si le das fuego, el mundo estallará».

5. No hay forma de eludir la llamada apremiante que la Sagrada Escritura confía a los pobres. Dondequiera que se mire, la Palabra de Dios indica que los pobres son aquellos que no disponen de lo necesario para vivir porque dependen de los demás. Ellos son el oprimido, el humilde, el que está postrado en tierra. Aun así, ante esta multitud innumerable de indigentes, Jesús no tuvo miedo de identificarse con cada uno de ellos: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Huir de esta identificación equivale a falsificar el Evangelio y atenuar la revelación. El Dios que Jesús quiso revelar es éste: un Padre generoso, misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza sobre todo a los que están desilusionados y privados de futuro.
¿Cómo no destacar que las bienaventuranzas, con las que Jesús inauguró la predicación del Reino de Dios, se abren con esta expresión: «Bienaventurados los pobres» (Lc 6,20)? El sentido de este anuncio paradójico es que el Reino de Dios pertenece precisamente a los pobres, porque están en condiciones de recibirlo. ¡Cuántas personas pobres encontramos cada día! A veces parece que el paso del tiempo y las conquistas de la civilización aumentan su número en vez de disminuirlo. Pasan los siglos, y la bienaventuranza evangélica parece cada vez más paradójica; los pobres son cada vez más pobres, y hoy día lo son aún más. Pero Jesús, que ha inaugurado su Reino poniendo en el centro a los pobres, quiere decirnos precisamente esto: Él ha inaugurado, pero nos ha confiado a nosotros, sus discípulos, la tarea de llevarlo adelante, asumiendo la responsabilidad de dar esperanza a los pobres. Es necesario, sobre todo en una época como la nuestra, reavivar la esperanza y restaurar la confianza. Es un programa que la comunidad cristiana no puede subestimar. De esto depende que sea creíble nuestro anuncio y el testimonio de los cristianos.

6. La Iglesia, estando cercana a los pobres, se reconoce como un pueblo extendido entre tantas naciones cuya vocación es la de no permitir que nadie se sienta extraño o excluido, porque implica a todos en un camino común de salvación. La condición de los pobres obliga a no distanciarse de ninguna manera del Cuerpo del Señor que sufre en ellos. Más bien, estamos llamados a tocar su carne para comprometernos en primera persona en un servicio que constituye auténtica evangelización. La promoción de los pobres, también en lo social, no es un compromiso externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de manifiesto el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que da vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un individualismo asfixiante, soterrado en segmentos de intimidad espiritual, sin ninguna influencia en la vida social (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 183).
Hace poco hemos llorado la muerte de un gran apóstol de los pobres, Jean Vanier, quien con su dedicación logró abrir nuevos caminos a la labor de promoción de las personas marginadas. Jean Vanier recibió de Dios el don de dedicar toda su vida a los hermanos y hermanas con discapacidades graves, a quienes la sociedad a menudo tiende a excluir. Fue un “santo de la puerta de al lado” de la nuestra; con su entusiasmo supo congregar en torno suyo a muchos jóvenes, hombres y mujeres, que con su compromiso cotidiano dieron amor y devolvieron la sonrisa a muchas personas débiles y frágiles, ofreciéndoles una verdadera “arca” de salvación contra la marginación y la soledad. Este testimonio suyo ha cambiado la vida de muchas personas y ha ayudado al mundo a mirar con otros ojos a las personas más débiles y frágiles. El grito de los pobres ha sido escuchado y ha producido una esperanza inquebrantable, generando signos visibles y tangibles de un amor concreto que también hoy podemos reconocer.

7. «La opción por los últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha» (ibíd., 195) es una opción prioritaria que los discípulos de Cristo están llamados a realizar para no traicionar la credibilidad de la Iglesia y dar esperanza efectiva a tantas personas indefensas. En ellas, la caridad cristiana encuentra su verificación, porque quien se compadece de sus sufrimientos con el amor de Cristo recibe fuerza y confiere vigor al anuncio del Evangelio.
El compromiso de los cristianos, con ocasión de esta Jornada Mundial y sobre todo en la vida ordinaria de cada día, no consiste sólo en iniciativas de asistencia que, si bien son encomiables y necesarias, deben tender a incrementar en cada uno la plena atención que le es debida a cada persona que se encuentra en dificultad. «Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación» (ibíd., 199) por los pobres en la búsqueda de su verdadero bien. No es fácil ser testigos de la esperanza cristiana en el contexto de una cultura consumista y de descarte, orientada a acrecentar el bienestar superficial y efímero. Es necesario un cambio de mentalidad para redescubrir lo esencial y darle cuerpo y efectividad al anuncio del Reino de Dios.
La esperanza se comunica también a través de la consolación, que se realiza acompañando a los pobres no por un momento, cargado de entusiasmo, sino con un compromiso que se prolonga en el tiempo. Los pobres obtienen una esperanza verdadera no cuando nos ven complacidos por haberles dado un poco de nuestro tiempo, sino cuando reconocen en nuestro sacrificio un acto de amor gratuito que no busca recompensa.

8. A los numerosos voluntarios, que muchas veces tienen el mérito de ser los primeros en haber intuido la importancia de esta preocupación por los pobres, les pido que crezcan en su dedicación. Queridos hermanos y hermanas: Os exhorto a descubrir en cada pobre que encontráis lo que él realmente necesita; a no deteneros ante la primera necesidad material, sino a ir más allá para descubrir la bondad escondida en sus corazones, prestando atención a su cultura y a sus maneras de expresarse, y así poder entablar un verdadero diálogo fraterno. Dejemos de lado las divisiones que provienen de visiones ideológicas o políticas, fijemos la mirada en lo esencial, que no requiere muchas palabras sino una mirada de amor y una mano tendida. No olvidéis nunca que «la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual» (ibíd., 200).
Antes que nada, los pobres tienen necesidad de Dios, de su amor hecho visible gracias a personas santas que viven junto a ellos, las que en la sencillez de su vida expresan y ponen de manifiesto la fuerza del amor cristiano. Dios se vale de muchos caminos y de instrumentos infinitos para llegar al corazón de las personas. Por supuesto, los pobres se acercan a nosotros también porque les distribuimos comida, pero lo que realmente necesitan va más allá del plato caliente o del bocadillo que les ofrecemos. Los pobres necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos necesitan amor.

9. A veces se requiere poco para devolver la esperanza: basta con detenerse, sonreír, escuchar. Por un día dejemos de lado las estadísticas; los pobres no son números a los que se pueda recurrir para alardear con obras y proyectos. Los pobres son personas a las que hay que ir a encontrar: son jóvenes y ancianos solos a los que se puede invitar a entrar en casa para compartir una comida; hombres, mujeres y niños que esperan una palabra amistosa. Los pobres nos salvan porque nos permiten encontrar el rostro de Jesucristo.
A los ojos del mundo, no parece razonable pensar que la pobreza y la indigencia puedan tener una fuerza salvífica; sin embargo, es lo que enseña el Apóstol cuando dice: «No hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor» (1 Co 1,26-29). Con los ojos humanos no se logra ver esta fuerza salvífica; con los ojos de la fe, en cambio, se la puede ver en acción y experimentarla en primera persona. En el corazón del Pueblo de Dios que camina late esta fuerza salvífica, que no excluye a nadie y a todos congrega en una verdadera peregrinación de conversión para reconocer y amar a los pobres.

10. El Señor no abandona al que lo busca y a cuantos lo invocan; «no olvida el grito de los pobres» (Sal 9,13), porque sus oídos están atentos a su voz. La esperanza del pobre desafía las diversas situaciones de muerte, porque él se sabe amado particularmente por Dios, y así logra vencer el sufrimiento y la exclusión. Su condición de pobreza no le quita la dignidad que ha recibido del Creador; vive con la certeza de que Dios mismo se la restituirá plenamente, pues él no es indiferente a la suerte de sus hijos más débiles, al contrario, se da cuenta de sus afanes y dolores y los toma en sus manos, y a ellos les concede fuerza y valor (cf. Sal 10,14). La esperanza del pobre se consolida con la certeza de ser acogido por el Señor, de encontrar en él la verdadera justicia, de ser fortalecido en su corazón para seguir amando (cf. Sal 10,17).
La condición que se pone a los discípulos del Señor Jesús, para ser evangelizadores coherentes, es sembrar signos tangibles de esperanza. A todas las comunidades cristianas y a cuantos sienten la necesidad de llevar esperanza y consuelo a los pobres, pido que se comprometan para que esta Jornada Mundial pueda reforzar en muchos la voluntad de colaborar activamente para que nadie se sienta privado de cercanía y solidaridad. Que nos acompañen las palabras del profeta que anuncia un futuro distinto: «A vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra» (Mal 3,20).

Vaticano, 13 de junio de 2019
Memoria litúrgica de san Antonio de Padua


Francisco

jueves, 7 de noviembre de 2019

“No es un Dios de muertos, sino de vivientes” (Lucas 20,27-38). Domingo XXXII del Tiempo durante el Año.







Cada 8 de noviembre, Uruguay celebra a su patrona, la Virgen de los Treinta y Tres. Como todos los años, en el domingo más próximo a esta fecha -en este año el 10- se realiza una peregrinación nacional al santuario de la Virgen en Florida. Allí estamos ya los Obispos del Uruguay.
Junto al Pueblo de Dios que peregrina en esta tierra, renovaremos la consagración a la Virgen de los Treinta y Tres que, en 1988, realizara san Juan Pablo II. Abriremos así el camino hacia el V Congreso Eucarístico Nacional que se celebrará en Montevideo en octubre de 2020. En todas las parroquias de nuestra Diócesis, este domingo, nuestras comunidades se unirán en la oración de consagración con la que nos confiamos a nuestra Madre poniéndonos bajo su manto.

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“No puede ser que la vida, cosa tan original…
la vida un día se muera y quede en nada total”
(¿Nada?)
Así comienza una canción con música de Santiago Chalar y letra de Pepe Guerra. El misterio de la muerte hace brotar ese rebelde lamento: no es posible que el destino de cada persona humana sea la aniquilación, hacerse nada, desaparecer. Hay en el ser humano un anhelo de plenitud, de eternidad, que implora, desde lo más profundo, una respuesta.

A pesar de esto, hubo en tiempos de Jesús un grupo, el de los saduceos, que no creía que la vida presente se continuara, de alguna manera, después de la muerte. En el evangelio que escuchamos este domingo, san Lucas los describe como aquellos que “niegan la resurrección”. En eso divergen de los fariseos, de quienes ya hemos hablado mucho. Tiempo después de la muerte y resurrección de Jesús, san Pablo aprovechó esa división cuando fue llevado ante el Sanedrín, el tribunal judío, donde había fariseos y saduceos y se apoyó en los primeros diciendo:
«Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos;
y se me juzga por esperar la resurrección de los muertos» (Hechos 23,6).
En el marco de esa polémica acerca del destino del hombre, se entiende el extraño caso que plantean los saduceos a Jesús:
«Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
El mandamiento al que se refieren los saduceos es el conocido como “ley del levirato”, que encontramos en el libro del Deuteronomio (25,5-10). La intención de esta norma era asegurar la descendencia del fallecido, cuyo nombre debía llevar el primer hijo que su mujer tuviese del nuevo esposo. La ley tenía mucha fuerza y si el hermano del difunto no quería cumplirla, la mujer podía recurrir al tribunal. Por otra parte, en esa sociedad una viuda quedaba desamparada, por lo que el segundo casamiento era importante también en ese sentido.

Frente al argumento que le presentan, Jesús responde:
«En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Los saduceos presentan como absurda la idea de una resurrección, porque imaginan la vida eterna como una prolongación de la que conocemos; por eso preguntan cómo se definiría la situación de esa mujer que estuvo casada con siete hermanos, sin haber dado descendencia a ninguno de ellos.
Jesús hace ver que la resurrección es la entrada en otra forma de vida, donde los hombres y las mujeres “no se casarán”. El “dejar descendencia” -al que apuntaba la ley del levirato- la procreación, como una forma de prolongación de la propia vida, ya no tendrá sentido, precisamente porque no existirá la muerte. La relación matrimonial cederá su lugar a un nuevo nivel de relaciones interpersonales, la relación fraterna de los hijos e hijas de Dios. La paternidad divina reemplaza los parentescos humanos y une a todos en el amor de Dios.

No hay que soslayar la referencia al juicio final: la participación de la resurrección es para “los que sean juzgados dignos”.

Notemos también la expresión “hijos de la resurrección”. La referencia es siempre la resurrección de Jesús. Serán hijos de la resurrección quienes lleguen a participar de la resurrección de Jesús, pasando por unirse a Él en la muerte. San Pablo lo expresa en pocas palabras:
“Si morimos con Él, viviremos con Él” (2 Timoteo 2,11)
Jesús concluye el debate reafirmando la fe en la resurrección. Los saduceos habían planteado su objeción basándose en una norma dada por Moisés; Jesús responde invocando también a Moisés:
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él.
Abraham, su hijo Isaac y su nieto Jacob son los tres patriarcas fundadores del Pueblo de Dios. Ellos creyeron en las promesas de Dios. Lo que dice Jesús es que, si Dios se presenta como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, es porque ellos están vivos o están esperando a que Dios los levante de la muerte para entrar en la vida eterna. Aunque el creyente muere a los ojos de los hombres, vive para Dios, porque Dios, fiel a su promesa, le da vida.

Esa es la esperanza expresada en el salmo 16, que está entre las lecturas de este domingo. Dice el salmista:
yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro,
y al despertar, me saciaré de tu presencia.
Contemplaré tu rostro: contemplaremos el rostro de Dios, el rostro del Padre que Jesús nos ha revelado. Me saciaré de tu presencia: alcanzaremos la plenitud de la felicidad, en la eternidad, en la vida en Dios.

Amigas y amigos, renovemos nuestra esperanza y nuestra confianza en el Dios de la vida y trabajemos para que, desde ahora, cada persona que viene a este mundo encuentre las posibilidades de una vida digna de quien ha sido creado por Dios, redimido por Jesucristo y, santificado por el Espíritu Santo, está llamado a compartir la eternidad de Dios.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Oración de Consagración a la Virgen de los Treinta y Tres, patrona del Uruguay








El próximo domingo, 10 de noviembre, la ciudad de Florida recibirá, en el santuario nacional de la Virgen de los Treinta y Tres la peregrinación anual en la que participan delegaciones de todas las diócesis junto a los obispos del Uruguay que tienen en esos días la asamblea de la Conferencia Episcopal.

En esta oportunidad, como parte del camino a la celebración del V Congreso Eucarístico Nacional (2020), se hará una consagración a la Virgen de los Treinta y Tres, renovando la que hizo san Juan Pablo II en su segunda visita a Uruguay, en 1988.

(Audio y video publicados el año pasado, al coincidir la fiesta de la Virgen de los Treinta y Tres con el día domingo)

A continuación, el texto de la oración:

ORACIÓN DE SAN JUAN PABLO II

(Con adaptaciones)

Florida, Uruguay
Domingo 8 de mayo de 1988 - Domingo 10 de noviembre de 2019

1. ¡Feliz porque has creído, Madre del Redentor!


Ante tu imagen sagrada, oh Virgen de los Treinta y Tres,
el Pueblo de Dios que peregrina en Uruguay,
reconociéndote como Madre y Patrona,
se confía a nuestra voz para ensalzarte:
“¡Feliz porque has creído!”,
y con inefable gratitud te aclama Maestra de su fe.
Tu mirada bondadosa acompaña los caminos de evangelización
y sostiene con amor solícito
la peregrinación de fe y de esperanza
de todo el Pueblo de Dios en esta tierra,
que en ti pone su confianza y a ti encomienda sus aspiraciones
de vivir cada día en creciente fidelidad a Cristo.

2. ¡Bendita entre las mujeres! ¡Bendito el fruto de tu vientre!


Ponemos bajo tu amparo nuestra Patria,
su futuro de paz y de progreso;
a cada uno de nuestros hermanos de la ciudad y del campo,
obreros y empresarios, trabajadores y estudiantes,
gobernantes y ciudadanos,
hombres y mujeres,
ancianos, jóvenes y niños,
para que todos vivamos en armonía y concordia.

Madre del Verbo de la vida, Virgen de Nazaret,
te encomendamos encarecidamente en este día
todas las familias del Uruguay.
Que sean felices afianzando más y más
el vínculo indisoluble y sagrado del matrimonio;
que sean benditas porque respetan la vida que nace,
como don que viene de Dios,
desde el mismo seno materno.

Haz que cada familia sea de veras una iglesia doméstica,
–a imagen de tu hogar de Nazaret–,
donde Dios esté presente
para hacer llevadero el yugo suave de su ley que es siempre amor,
y donde los hijos puedan crecer en sabiduría y gracia,
sin que les falte el alimento, la educación, el trabajo.
Que el amor de los uruguayos hacia ti,
se traduzca en respeto y promoción de la mujer,
ya que eres espejo de su vocación y dignidad,
en la Iglesia y en la sociedad.

3. ¡Virgen del Magnificat, fiel a Dios y a la humanidad!


Te ofrecemos y ponemos bajo tu protección,
la Iglesia entera del Uruguay,
los obispos y los sacerdotes, los diáconos permanentes,
los religiosos y religiosas,
los seminaristas y novicios
y cuantos están dedicados
al servicio de la evangelización
y del progreso de este pueblo:
los misioneros, los catequistas,
los laicos comprometidos, los jóvenes.

Tú que eres la imagen perfecta y viva de la libertad,
de la unión indisoluble entre el amor de Dios
y el servicio a los hermanos,
entre la evangelización y la promoción humana,
enséñanos a poner en práctica
el amor preferencial de Dios por los pobres y humildes.

Que toda la Iglesia del Uruguay,
bajo tu mirada, con tu ayuda y siguiendo tu ejemplo,
trabaje sin descanso por implantar
el Evangelio de las bienaventuranzas,
garantía de libertad, de progreso, de paz;
y promueva la solidaridad con las demás naciones hermanas.

Somos, por la gracia, hijos de Dios y hermanos en Cristo,
sellados por el mismo Espíritu,
miembros de la misma Iglesia
e hijos tuyos, Madre del Redentor.
Que podamos dar testimonio de nuestra fe con audacia
y, por la acción de tu Espíritu,
nuestro Uruguay sea fiel a su historia,
marcada por la Cruz y por tu presencia amorosa de Madre,
Capitana y Guía de nuestra libertad.
Amén.