jueves, 7 de noviembre de 2019

“No es un Dios de muertos, sino de vivientes” (Lucas 20,27-38). Domingo XXXII del Tiempo durante el Año.







Cada 8 de noviembre, Uruguay celebra a su patrona, la Virgen de los Treinta y Tres. Como todos los años, en el domingo más próximo a esta fecha -en este año el 10- se realiza una peregrinación nacional al santuario de la Virgen en Florida. Allí estamos ya los Obispos del Uruguay.
Junto al Pueblo de Dios que peregrina en esta tierra, renovaremos la consagración a la Virgen de los Treinta y Tres que, en 1988, realizara san Juan Pablo II. Abriremos así el camino hacia el V Congreso Eucarístico Nacional que se celebrará en Montevideo en octubre de 2020. En todas las parroquias de nuestra Diócesis, este domingo, nuestras comunidades se unirán en la oración de consagración con la que nos confiamos a nuestra Madre poniéndonos bajo su manto.

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“No puede ser que la vida, cosa tan original…
la vida un día se muera y quede en nada total”
(¿Nada?)
Así comienza una canción con música de Santiago Chalar y letra de Pepe Guerra. El misterio de la muerte hace brotar ese rebelde lamento: no es posible que el destino de cada persona humana sea la aniquilación, hacerse nada, desaparecer. Hay en el ser humano un anhelo de plenitud, de eternidad, que implora, desde lo más profundo, una respuesta.

A pesar de esto, hubo en tiempos de Jesús un grupo, el de los saduceos, que no creía que la vida presente se continuara, de alguna manera, después de la muerte. En el evangelio que escuchamos este domingo, san Lucas los describe como aquellos que “niegan la resurrección”. En eso divergen de los fariseos, de quienes ya hemos hablado mucho. Tiempo después de la muerte y resurrección de Jesús, san Pablo aprovechó esa división cuando fue llevado ante el Sanedrín, el tribunal judío, donde había fariseos y saduceos y se apoyó en los primeros diciendo:
«Hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseos;
y se me juzga por esperar la resurrección de los muertos» (Hechos 23,6).
En el marco de esa polémica acerca del destino del hombre, se entiende el extraño caso que plantean los saduceos a Jesús:
«Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
El mandamiento al que se refieren los saduceos es el conocido como “ley del levirato”, que encontramos en el libro del Deuteronomio (25,5-10). La intención de esta norma era asegurar la descendencia del fallecido, cuyo nombre debía llevar el primer hijo que su mujer tuviese del nuevo esposo. La ley tenía mucha fuerza y si el hermano del difunto no quería cumplirla, la mujer podía recurrir al tribunal. Por otra parte, en esa sociedad una viuda quedaba desamparada, por lo que el segundo casamiento era importante también en ese sentido.

Frente al argumento que le presentan, Jesús responde:
«En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Los saduceos presentan como absurda la idea de una resurrección, porque imaginan la vida eterna como una prolongación de la que conocemos; por eso preguntan cómo se definiría la situación de esa mujer que estuvo casada con siete hermanos, sin haber dado descendencia a ninguno de ellos.
Jesús hace ver que la resurrección es la entrada en otra forma de vida, donde los hombres y las mujeres “no se casarán”. El “dejar descendencia” -al que apuntaba la ley del levirato- la procreación, como una forma de prolongación de la propia vida, ya no tendrá sentido, precisamente porque no existirá la muerte. La relación matrimonial cederá su lugar a un nuevo nivel de relaciones interpersonales, la relación fraterna de los hijos e hijas de Dios. La paternidad divina reemplaza los parentescos humanos y une a todos en el amor de Dios.

No hay que soslayar la referencia al juicio final: la participación de la resurrección es para “los que sean juzgados dignos”.

Notemos también la expresión “hijos de la resurrección”. La referencia es siempre la resurrección de Jesús. Serán hijos de la resurrección quienes lleguen a participar de la resurrección de Jesús, pasando por unirse a Él en la muerte. San Pablo lo expresa en pocas palabras:
“Si morimos con Él, viviremos con Él” (2 Timoteo 2,11)
Jesús concluye el debate reafirmando la fe en la resurrección. Los saduceos habían planteado su objeción basándose en una norma dada por Moisés; Jesús responde invocando también a Moisés:
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él.
Abraham, su hijo Isaac y su nieto Jacob son los tres patriarcas fundadores del Pueblo de Dios. Ellos creyeron en las promesas de Dios. Lo que dice Jesús es que, si Dios se presenta como el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, es porque ellos están vivos o están esperando a que Dios los levante de la muerte para entrar en la vida eterna. Aunque el creyente muere a los ojos de los hombres, vive para Dios, porque Dios, fiel a su promesa, le da vida.

Esa es la esperanza expresada en el salmo 16, que está entre las lecturas de este domingo. Dice el salmista:
yo, por tu justicia, contemplaré tu rostro,
y al despertar, me saciaré de tu presencia.
Contemplaré tu rostro: contemplaremos el rostro de Dios, el rostro del Padre que Jesús nos ha revelado. Me saciaré de tu presencia: alcanzaremos la plenitud de la felicidad, en la eternidad, en la vida en Dios.

Amigas y amigos, renovemos nuestra esperanza y nuestra confianza en el Dios de la vida y trabajemos para que, desde ahora, cada persona que viene a este mundo encuentre las posibilidades de una vida digna de quien ha sido creado por Dios, redimido por Jesucristo y, santificado por el Espíritu Santo, está llamado a compartir la eternidad de Dios.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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