miércoles, 11 de marzo de 2020

“Te habría dado agua viva” (Juan 4,5-42) III Domingo de Cuaresma.






“El Agua”… así se llamaba un librito que alguien me regaló allá por los años setenta. Era un libro realmente pequeño… a lo más siete centímetros de altura por cinco de base y no mucho espesor. No me extrañaría que un día lo reencuentre ordenando cajas de papeles. “El Agua” tenía un subtítulo, muy importante: “Evangelio según San Juan”. Todo estaba bien pensado para hacerme pensar. ¿Por qué titular “el agua” al evangelio de Juan?
Me puse a leerlo y no tardé en encontrar el agua por todas partes, siempre llena de significado, empezando por el agua cambiada en vino en las bodas de Caná, el agua del bautismo de Jesús, el agua de la piscina a la que quiere y no puede entrar el paralítico que espera un milagro, el agua de otra piscina donde se lava los ojos el ciego de nacimiento… y el agua que Jesús pide y luego ofrece a la mujer samaritana.
Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía.
Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber.»
Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos.
La samaritana le respondió:
«¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides a mí de beber, que soy samaritana?»
Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos.
Jesús pide de beber a una mujer y ésta se sorprende. Podríamos decir “un vaso de agua no se le niega a nadie” … pero Jesús ha cruzado dos barreras: le dirige la palabra a esa persona que ha llegado al pozo que es una samaritana y además una mujer. Uno puede imaginar dejos de picardía e ironía en la voz de la mujer: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío…», como diciendo “ah, sí, ahora que tienes sed hablas conmigo…”

Pero Jesús la va a sorprender más todavía:
«Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva.»
“Si conocieras…” dice Jesús. Esta mujer va todos los días a buscar agua, pero hay en ella una sed profunda que no está saciada. Jesús le ofrece “el don de Dios” como “agua viva”. Detrás de esta expresión de Jesús resuena la queja de Dios expresada por el profeta Jeremías:
“Me dejaron a mí, manantial de agua viva” (Jeremías 2,13)
“serán avergonzados … por haber abandonado a Yahveh, manantial de agua viva” (Jeremías 17,13)
¿A quién le está ofreciendo Jesús el agua viva rechazada por algunos de su propio pueblo?  ¿Quién es esta samaritana? Su presencia en el pozo al mediodía, a la hora de más calor, hace pensar que no quiere encontrarse con otras mujeres… tal vez por lo que nos enteramos más adelante, cuando Jesús le pide que venga con su marido y ella dice: «No tengo marido.» A esa declaración, Jesús le responde:
«Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad.»
Por otra parte, la samaritana es una mujer religiosa, que vive en la fe de su pueblo. La fe de los samaritanos -que aún existen, como pequeña comunidad en Israel- tiene la misma raíz que la de los judíos; se declaran hijos del patriarca Jacob, pero mantienen sus propias formas. Dice la mujer:
«Señor, veo que eres un profeta.
Nuestros padres adoraron en esta montaña,
y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar.»
Reconociendo a Jesús como un profeta, la mujer vuelve a la contraposición judíos – samaritanos, pero ahora se trata de algo más profundo: ¿Dónde encontrar a Dios, dónde adorarlo? La respuesta de Jesús supera la contradicción y abre para la mujer un horizonte nuevo:
“… llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre … la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad…”
El anuncio de Jesús hace que la mujer manifieste una profunda convicción de fe.
Ella también está entre quienes esperan un salvador enviado por Dios:
«Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir.
Cuando él venga, nos lo explicará todo.»
Todo está maduro entonces para que Jesús se manifieste:
«Soy yo, el que habla contigo.»
Esta revelación de Jesús es decisiva. ¿Qué hará la mujer? ¿Está realmente preparada para recibir esto, o mirará a Jesús en forma escéptica y se marchará caminando lentamente con su cántaro lleno, pensando “será o no será”?
El primer indicio de su respuesta está en un detalle: deja allí el cántaro. Deja ahí el agua que había ido a buscar, el motivo de su salida de casa a la hora del mediodía. Y sale corriendo. De prisa va al encuentro de su gente, a compartir lo que ha vivido junto al pozo y a invitarla a hacer su propia experiencia:
«Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?»
Los samaritanos acudieron al encuentro de Jesús y creyeron en Él. Jesús permaneció con ellos dos días. Los que se acercaron a causa del testimonio de la mujer, le dicen ahora a ella:
«Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo.»
Como conclusión, les dejo estas palabras de Francisco:
En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno!
Yo les pregunto a ustedes, también a mí:
¿cuál es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te aleja de Dios?
Dejémoslo un poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor.
Estamos llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana, iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a dar testimonio a nuestros hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con Jesús, porque (…) todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y también todo encuentro con Jesús nos llena de alegría, esa alegría que viene de dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor en nuestro corazón, cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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