viernes, 27 de marzo de 2020

“Tu hermano resucitará” (Juan 11,1-45). V Domingo de Cuaresma.






La pequeña iglesia estaba llena. La comunidad despedía a uno de los suyos. En el centro se había colocado el ataúd, todavía abierto. Se veía el rostro de un hombre aún joven. Había luchado contra la enfermedad, pero había sido vencido. Sus hijos, todavía chicos, estaban allí, llorando a su padre. Se entonó un canto. Alguien leyó un pasaje bíblico… no recuerdo cuál. El ministro tomó la palabra:
“La sentencia de la muerte pesa sobre la raza humana”,
empezó diciendo. No me animo a decir que esas fueran exactamente sus palabras, pero ése era el concepto: estamos sentenciados a morir. "No, no, no”, pensé yo… “somos cristianos, creemos en la resurrección, creemos en la vida”. Seguramente todo eso el predicador lo explicó después, pero no lo recuerdo. Me quedó grabado ese comienzo fuerte, poniendo a toda la congregación de cara a la cruda realidad de la muerte. Una realidad que se hace más patente, más presente, en las noticias de estos tiempos de pandemia.

De muerte y de regreso a la vida trata el evangelio de este quinto domingo de cuaresma, que narra la resurrección de Lázaro.

«Señor, tu amigo está enfermo» 
fue el mensaje que Marta y María de Betania, hermanas de Lázaro, le hicieron llegar a Jesús.
Ellas no le piden nada. Entre amigos, las palabras sobran. Sin embargo, Él no se apresura. Se queda todavía dos días, hasta que dice a sus discípulos:
«Volvamos a Judea».
Parece una decisión simple, pero no lo es. Volver a Judea, donde está Betania, a tres kilómetros de Jerusalén, es ponerse en peligro. Sus discípulos se lo recuerdan:
«Maestro, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y quieres volver allá?»
Jesús da a entender que Lázaro ha muerto, pero que esa muerte no será definitiva, por la intervención de Jesús:
«Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo»
No es solo “mi” amigo, amigo de Jesús. Es “nuestro amigo”, un miembro de la comunidad. Por Él correrá Jesús el riesgo, y la comunidad de sus discípulos lo correrá también. Asumiendo el peligro, dice Tomás:
«Vayamos también nosotros a morir con él»

Es conocido el episodio de Marta y María que nos cuenta Lucas. Las dos hermanas reciben a Jesús en su casa. Marta se enfrasca en las tareas domésticas para atender a su invitado. María, en cambio, está pendiente de las palabras de Jesús y se gana su elogio. En este episodio las vemos asumir otras actitudes con respecto al Maestro.

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa.
Marta le manifiesta a Jesús su confianza:
«yo sé que aun ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas»
Marta tiene fe en Jesús como un mediador infalible ante Dios. Lo que Jesús pide, Dios lo hace. Para ella, Él es el sanador capaz de obtener cualquier milagro.

Muchas veces nosotros pensamos así también, cuando le pedimos a otro: “vos que estás más cerca de Dios rezá por mí”. Así actuamos también en otras cosas de la vida. Cuando algo no nos resulta posible, buscamos a alguien que nos pueda ayudar: un pariente, un amigo, un padrino, alguien que pueda hacer con más éxito esa gestión que está trabada para nosotros.

Pero Jesús es mucho más que eso. No es simplemente alguien a quien recurrir en momentos de extrema necesidad. Por eso Jesús le va a pedir a Marta dar otro paso en la fe. Después de asegurarle que su hermano resucitará, Jesús le dice a Marta:
«Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?»
La pregunta de Jesús ¿crees esto? se la hace a Marta y nos la hace a cada uno de nosotros.
Si respondemos “sí”, estamos diciéndole a Jesús que creemos y esperamos de Él mucho más que una ayuda en un momento difícil. Estamos abriéndole a Jesús las puertas del corazón, estamos dejándolo entrar en nuestra vida.

Pero ¿qué es lo que creemos? Esto mismo, y no otra cosa: creemos que Jesús es la resurrección y la vida y que todos los que creen en Él, aunque hayan muerto vivirán.

En los últimos años del siglo XX y lo que va del XXI hemos podido ver cómo ha aumentado la esperanza de vida; cuántas personas llegan a edades muy avanzadas, extraordinariamente bien para sus años. Pero la fe en la resurrección no es la creencia en la prolongación indefinida de una vida como esta. Tampoco es una fe en “la otra vida” como un corte total con la vida que llevamos en este mundo.

Ninguna de esas formas de entenderlo es la Vida que anuncia Jesús cuando manifiesta:
“yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10,10)
Y también cuando dice:
“esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo lo resucite el último día” (Juan 6.40)
“En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna” (Juan 6,47)
Jesús habla en presente, no en futuro. La vida en plenitud, la vida eterna que Jesús promete comienza aquí y ahora, cuando empezamos a creer en Él, cuando dejamos que entre en nosotros su amor transformador.

La cuaresma, este tiempo que vivimos en la Iglesia, apunta a que renovemos nuestra fe y nuestro encuentro con Jesucristo. San Óscar Romero, el arzobispo mártir de San Salvador, a quien recordamos el pasado martes 24, explicaba el sentido de la cuaresma diciendo así:
“cada año la Iglesia va celebrando una Cuaresma para que yo tome conciencia de mi bautismo (...) ¿Qué significa para mí ese bautismo?”
Es una pregunta importante… muchos fuimos bautizados de niños; hoy somos adultos. Mons. Romero no hacía esa pregunta en cualquier lugar ni en cualquier momento. La hacía en su país desgarrado por la violencia. Podemos hacernos la misma pregunta en este tiempo de calamidad.
“¿Qué significa para mí ese bautismo?”.
El bautismo es el comienzo de la vida nueva en Cristo. La resurrección de Lázaro es una imagen dramática del bautizado, que al recibir el agua muere a su vida vieja y es sepultado con Cristo y que, a través del agua, nace de nuevo, empieza su vida nueva, una vida en Cristo.

Toda la cuaresma apunta hacia la Vigilia Pascual, la noche del Sábado Santo, la noche que desemboca en el domingo de Pascua, domingo de Resurrección. En esa celebración, que este año se hará sin la presencia de fieles, la comunidad renueva su bautismo. Entonces, allí donde esté, cada bautizado está llamado a renovar su compromiso con Cristo, a dejar atrás la vida vieja con sus pecados y su egoísmo individualista y a continuar y profundizar la vida nueva en comunidad, con una generosa entrega de amor a Dios y al prójimo.

Mons. Romero recordaba en su homilía los primeros tiempos del cristianismo, cuando la cuaresma comenzaba con una procesión en la que iban tres grupos: los catecúmenos, que hacían su preparación final para el bautismo que recibirían en la noche de Pascua; los penitentes, que pedían el perdón por pecados muy graves y que esa noche iban a volver a participar plenamente en la comunidad; los fieles, que, dentro de la fragilidad humana, habían permanecido firmes y que iban a pedir el don de la perseverancia. Con ellos los sacerdotes y el obispo; todos en actitud de penitencia.

Sin esa ceremonia de otros tiempos, aquí, en la Diócesis de Melo, solemos hacer cada año, en el V domingo de Cuaresma, que sería este domingo, nuestra peregrinación penitencial al Cerro Largo. No la haremos esta vez, por las razones que todos conocemos. La cuarentena nos da a los creyentes la oportunidad de hacer una procesión interior, de volver a ese momento lejano de nuestro bautismo y de prepararnos para renovar y profundizar nuestro encuentro con Jesucristo, Verdad y Vida.
Pidamos que, como a Lázaro, el Señor nos devuelva a la vida y nos desate para caminar con Él.

Gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga. Cuídense mucho y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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