Cuando se comienza a conocer los libros que componen la Biblia, no deja de llamarnos la atención el nombre de algunos de ellos. “Deuteronomio” es, tal vez, el más extraño… pero no deja de ser un poco intrigante el título del libro de los Jueces.
Desde el momento en que un pueblo comienza a organizarse y las relaciones interpersonales se multiplican, pronto surge la necesidad de que haya alguien con autoridad para resolver los inevitables conflictos. Es allí donde aparecen los jueces de Israel.
El libro del Éxodo nos cuenta que, durante la marcha del
Pueblo de Dios en el desierto, Moisés pasaba la mayor parte de la jornada
atendiendo a la gente, como el mismo lo explica:
«Esa gente acude a mí para consultar a Dios. Cuando tienen un pleito, acuden a mí. Entonces yo decido quién tiene razón, y les doy a conocer las disposiciones y las instrucciones de Dios». (Éxodo 18,15-16)
Siguiendo el consejo de su suegro, Moisés instituyó algunas personas capaces, para que administraran justicia, que podían recurrir a él en los casos más difíciles.
Los jueces del libro que hemos mencionado tenían esa función, aunque más bien los vemos organizando al pueblo para defenderse de sus enemigos, librándolo de situaciones muy difíciles. Entre esos jueces hubo una mujer que también organizó la defensa del pueblo, pero antes se cuenta de ella lo siguiente:
En aquel tiempo, juzgaba a Israel una profetisa llamada Débora, esposa de Lapidot.Ella se sentaba debajo de la palmera de Débora, entre Ramá y Betel, en la montaña de Efraím, y los israelitas acudían a ella para resolver sus litigios. (Jueces 4,4-5)
Entre los reyes, que siguieron al período de los jueces, es bien conocido el juicio de Salomón, donde el rey dio muestras de la sabiduría que lo hizo famoso.
Hace quince días escuchamos el episodio de Marta y María,
donde la primera le pide a Jesús: “dile a mi hermana que me ayude”. Ahora nos
encontramos con un hombre que interrumpe una enseñanza de Jesús para pedirle,
también con tono imperativo:
«Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia» (Lucas 12,13)
La herencia se repartía entre los hijos varones, aunque no en partes iguales. Al primogénito le tocaban dos partes (Deuteronomio 21,17). Solo si no había un hijo varón las hijas recibían una parte (Números 27,8). El primogénito debía cuidar de su madre viuda y de sus hermanas.
En todo caso, la herencia de un difunto debe ser dividida entre los herederos; sin embargo, son éstos quienes se dividen entre sí y se enfrentan disputándose esos bienes. Los bienes han quedado a disposición de otros porque su dueño murió. Una realidad que llama a pensar en lo pasajero de la vida y en que no podremos llevarnos nada de lo que acumulemos aquí… pero no siempre se pone atención a ese aviso y la mirada se fija en lo que ha quedado con el deseo de recibirlo.
Al hombre que le ha hecho el pedido de hablar con su
hermano, Jesús le responde:
«Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?» (Lucas 12,14)
Una respuesta un poco desconcertante. Se recurría a Jesús
como alguien con sentido de justicia, amigo del pobre, con autoridad respetada…
y, sin embargo, Jesús se niega a asumir ese rol, tan importante para el pueblo.
Como sucedió cuando Marta le pidió que hablara con María, la respuesta de Jesús
va más allá de la situación inmediata e invita a mirar con los ojos de Dios.
Así, dirigiéndose a la multitud, dijo:
«Cuídense de toda avaricia, porque aun en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas». (Lucas 12,15)
A continuación, Jesús narra la parábola del hombre que tuvo
una extraordinaria cosecha, tan abundante, que no cabía en sus graneros; de
modo que pensó lo siguiente:
"Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida". (Lucas 12,18-19)
El hombre ve ante sí muchos bienes, muchos años y muchos
placeres… sin embargo, Dios le dice:
"Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?" (Lucas 12,20)
En lugar de disfrutar la vida, tendrá que entregarla; y no será después de muchos años, sino “esta noche” y todos los bienes acumulados, en los que había puesto su confianza, ya no serán suyos sino de otros, desconocidos, porque este hombre parece no haber vivido sino para sí mismo y para nadie más.
Las cosas materiales son necesarias: son bienes; pero son un
medio para vivir honestamente y también para compartir, para ayudar a quienes
estén necesitados.
Jesús, sí, es juez. Así lo creemos y así lo proclamamos al rezar el Credo: “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”.
Hoy, Jesús, el juez, nos advierte que las riquezas de las
que pretendemos ser dueños, pueden adueñarse de nosotros y hacernos
olvidar el verdadero tesoro, que está en el Cielo. De eso nos habla también san
Pablo, en la segunda lectura:
Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. (Colosenses 3,1-2)
Buscar los bienes del Cielo no significa alejarse de la realidad, sino buscar las cosas que tienen verdadero valor, todo aquello que ya está realizado en Jesucristo: justicia y misericordia, solidaridad y acogida, amor al prójimo en el servicio y en el don de sí mismo; amor a Dios con todo nuestro ser.
Gracias, amigas y amigos, por su atención: que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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