A lo largo de la vida nos vamos encontrando con toda clase de personas. Sólo algunas de ellas dejan huellas en nosotros, huellas que nos acompañarán por el resto de los años que nos toquen vivir. A veces, más que huellas son cicatrices o, peor, heridas aún abiertas, porque nos han lastimado… pero no quiero ir por ahí. Al contrario, pienso en esas personas muy especiales, por las que uno se sentía atraído… ¿qué había en ellas? Recuerdo a la señora Nilda, una vieja profesora jubilada, que falleció hace tiempo. Cuando estabas con ella, ella te escuchaba y te sentías comprendido. Te iba haciendo algunas preguntas y, de repente, te escuchabas vos mismo diciéndole cosas que nunca habías sacado de adentro… y te dabas cuenta que eso… era lo mejor de vos mismo. Salías de ese encuentro con ganas de ser más bueno, de hacer mejor tu trabajo de cada día, confortado y agradecido.
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Mucha gente se sentía atraída por Jesús. Algunos buscaban sus milagros: una respuesta inmediata, un alivio a sus sufrimientos. Otros lo buscaban como maestro, deseosos de sabiduría. Veían en él un hombre de Dios, un profeta que con sus palabras y sus gestos les hablaba de Dios de una manera nueva y los hacía sentir diferentes…
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Pero, por momentos, Jesús también los desconcertaba. Desconcertaba porque daba a entender algo que no era fácil de ser entendido. ¿Quién era realmente Jesús?
Así comienza el evangelio que escuchamos este domingo:
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: "Yo he bajado del cielo?"»
La gente que está escuchando a Jesús murmura al oír sus palabras… Jesús está diciendo que él viene de Dios a traer un alimento que da vida eterna y que ese alimento es él mismo. Esto es demasiado. Muchas de esas personas conocen a Jesús desde hace tiempo. Conocen a su familia. No es alguien que apareció de pronto. Lo han visto crecer. ¿Cómo pueden creer en lo que Jesús está diciendo? ¿Cómo creer que ha bajado del Cielo? ¿Cómo creer que puede darles vida eterna?
Más aún… ¿cómo podemos creerlo nosotros, dos mil años después? ¿Cómo creer que en ese hombre, Jesús de Nazaret, se ha encarnado el Misterio insondable de Dios?
No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió;
La gente ha seguido a Jesús porque se ha sentido atraída por él y por todo lo que dice y hace; pero sigue todavía pensando que lo conoce bien, que sabe cuál es su verdadera identidad. Pero Jesús les hace ver algo muy importante: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”.
Lo que Jesús está planteando es un salto muy grande… es pasar de creer y confiar en Jesús en la misma forma que confiamos y creemos en una buena persona, como mi vieja profesora, a creer en Él como Hijo de Dios, “bajado del Cielo” que promete nada menos que “la vida eterna” desde ahora y para siempre.
Jesús explica que nadie puede dar ese paso de creer en Él de esa forma, si el Padre no lo atrae. Es Dios mismo quien produce la atracción que nos lleva hacia Jesús y nos hace posible creer en Él como Hijo de Dios, como enviado del Padre. Es el don de la fe, don de Dios, que necesita también nuestra respuesta, nuestro sí.
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Escuchar la voz de Dios, dejarnos enseñar por el Padre, creer en Jesús como su Hijo, tener FE en Jesús, nos abre a una perspectiva nueva: la vida eterna.
“Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día.”
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente”.
A toda aquella gente que buscaba a Jesús para que sanara a sus enfermos, consolara sus tristezas, para que les diera alimento, Jesús les pide mirar mucho más lejos que el horizonte de esta vida y descubrir que están llamados a vivir en Dios, a compartir la eternidad de Dios.
Seguir a Jesús, creer en Él, es tener vida eterna desde ahora. Es llevar esa vida de Dios en nosotros. Es la vida de comunión que une al Padre con el Hijo. La muerte no pone fin a esa vida:
Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron.
Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera.
El Pan de Vida nos libera de la muerte. Es la carne de Jesús, su cuerpo, que sufrirá la muerte en la cruz, lo que nos da la vida. La encarnación, Dios que se hace hombre, es una gran paradoja: Dios se hace mortal y va a la muerte en su Hijo Jesús, para que nosotros, en Él, encontremos la vida y lleguemos a ser Hijos de Dios.
“El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. (…) se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado.” (Gaudium et Spes, 22)
Comulgar en la carne de Jesús, comer su cuerpo, no debe separarnos de los demás. Los cristianos no estamos llamados a ser fariseos, que significa “separados”. Entre todas las grietas y fracturas que separan y dividen a los pueblos, a los vecinos, a las familias de este tiempo, es bueno que recordemos que nuestra común-unión con Jesús nos une, nos hermana, con todos los hombres y mujeres de cualquier raza, lengua, pueblo, nación… y aún religión. Nos hace descubrir que toda la humanidad está llamada a ser familia de Dios y no podemos mirar a nadie como extraño o extranjero.
El beato Charles de Foucauld, muerto en Argelia en 1916, se sintió especialmente llamado a vivir esa fraternidad. En 1902 escribía:
"Deseo acostumbrar a todos los habitantes, cristianos, musulmanes, judíos e idólatras, a considerarme su hermano, su hermano universal".
(Años después, el papa Pablo VI, en la Encíclica Populorum progressio retoma esa expresión: «Basta recordar el ejemplo del P. Carlos de Foucauld, a quien se juzgó digno de ser llamado, por su caridad, el "Hermano universal"» (n. 12). )
Alimentándonos con su Palabra, alimentándonos con su Cuerpo, Jesús nos invita a que nos hagamos hermanos de todos. Más aún, nos da la fuerza de su amor para que podamos también nosotros vivir y crecer en esa fraternidad después de cada encuentro con Jesús.
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