domingo, 22 de enero de 2017
"Ha brillado una gran luz". (Mateo 4,12-23) III Domingo del Tiempo Ordinario.
Cuando una persona que conocemos, un amigo, alguien de nuestra familia nos dice que está viendo “todo negro”, nos entramos a preocupar. Estamos ante una persona que está en la oscuridad, aunque el día sea luminoso o estemos en una casa bien iluminada.
Su alma, su corazón, están a oscuras. A veces dice eso porque no ve por dónde caminar en la vida. No ve qué hacer. O lo dice porque no encuentra en su vida ningún motivo de esperanza. Todo lo que le rodea es negativo.
Todas las puertas y salidas parecen cerradas.
En las lecturas de este domingo, el profeta Isaías nos habla de un pueblo que “caminaba en tinieblas”. Un pueblo que camina –por lo menos eso– pero que no ve por dónde va y así puede estar caminando en círculos o metiéndose en cosas peores que aquéllas de las que trata de salir. Más adelante, hablando de ese mismo pueblo, nos dice que “habitaba en el país de la oscuridad”. Peor… no anda, está instalado en la noche, metido en las sombras.
Pero Isaías anuncia para ese pueblo una gran luz. El pueblo va a poder ver de nuevo su camino en la historia, va a recuperar su esperanza y su alegría.
Y eso, ¿cuándo se iba a cumplir? Las personas creyentes de los tiempos de Isaías tomaron en serio ese anuncio, y encontraron muchos signos de esperanza. Encontraron una luz en su camino. Sin embargo, el anuncio de Isaías no era sólo para su tiempo. Su visión de profeta apuntaba mucho más allá, apuntaba a los planes misteriosos de Dios de enviar un Salvador.
En el Evangelio que escuchamos en las misas de este domingo, el evangelista Mateo retoma la profecía de Isaías para decirnos que ahora sí se ha cumplido, y se ha cumplido de una manera definitiva. Todos aquellos que se sientan envueltos en la oscuridad y en las tinieblas de la muerte, pueden encontrar la Luz, la Luz de la vida.
Esa luz es Jesús. Venimos de celebrar su nacimiento, la Navidad. Muchos pintores a lo largo de los siglos han representado la escena de Belén. Personalmente, las pinturas que me gustan más son aquéllas en las que la luz que ilumina toda la escena sale del niño. Los rostros de las personas que lo rodean: San José, la Virgen María, los pastores, son iluminados por la luz que brota del niño Jesús. Es a la vez algo que supone un cuidadoso trabajo para el pintor, pero es también la expresión de su fe en Jesús luz del mundo.
¿Qué es lo que hace la luz por nosotros? No hablemos todavía de la luz espiritual. La luz “física”, la luz del sol, la luz de nuestras casas generada por electricidad o por gas, nos permite ver. Cuando hay algo que emite luz: el sol, una lámpara, un farol, esa luz se refleja en las cosas, revelando formas, colores, presencias que no podíamos percibir en la oscuridad.
La luz de Cristo nos permite también ver, pero aquí se trata de ver con los ojos de la fe. En la primera encíclica del Papa Francisco, su primer gran mensaje, que ya estaba escrito en su mayor parte por Benedicto XVI, el Papa dice que “la fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver.” (LF 18).
Interesante: la fe “no solo mira a Jesús”. Es verdad, como creyentes miramos hacia Jesús, buscamos su mirada, le pedimos su ayuda… pero el Papa nos llama la atención sobre otro aspecto, que podría ser hasta un segundo paso en la fe: después de mirar hacia Jesús, mirar con Jesús, mirar desde su punto de vista o, dicho de forma más bonita: “mirar con sus ojos”. Y agrega: la fe “es una participación del modo de ver de Jesús”.
Entonces, ¿qué pasa cuando nos ponemos a mirar desde el punto de vista de Jesús? ¿Qué nos hace ver esa luz que viene de Él?
El pasado año, con el jubileo de la Misericordia nos ha dejado algo muy claro. Si algo caracteriza la mirada de Jesús es la Misericordia, la compasión. Esos sentimientos nacen en Jesús a partir de lo que ve. Pero no nos engañemos: vemos lo que queremos ver, no lo que tenemos delante de los ojos. Porque aunque me lo pongan delante, si no lo quiero ver, no lo veré, y no dejaré que esa imagen que pasa por mi retina llegue a mi corazón y me mueva.
La parábola del buen samaritano puede ser una parábola del ver. El sacerdote y el levita “ven” al hombre herido, pero pasan de largo. No quieren ver. Su mirada no registra ese dolor. No se dejan tocar.
El samaritano vio al hombre herido y se compadeció de él. Se dejó tocar. Y no se quedó solo en sus sentimientos. Pasó a la acción y al compromiso para que ese hombre herido no muriera y pudiera volver a levantarse.
Así que si nos ponemos a mirar desde el punto de vista de Jesús, tal vez eso es lo primero que encontramos: la mirada misericordiosa, que llega hasta lo más hondo y que lo mueve y nos mueve a actuar cuando miramos como Él.
Esa mirada misericordiosa de Jesús es para toda la humanidad. Realmente, ningún ser humano queda fuera de esa mirada. Toda persona que está en este mundo tiene su propia miseria, como para ser así mirado por Jesús.
Mirar con Jesús a los demás –y mirarnos a nosotros mismos con Jesús– puede ayudarnos a ser más comprensivos con la fragilidad que está presente en toda persona humana. Muchas veces quienes aparentan o quieren aparentar ser fuertes, solo están mostrando su debilidad.
Una vieja oración pedía a Dios “ver a cada uno de tus hijos como tú mismo los ves”. Es una hermosa petición. Poder ver a los demás desde la mirada de Cristo o desde la mirada del Padre –que es la misma– puede cambiar nuestra manera de tratar el prójimo y posiblemente pueda también cambiar la manera en que ese prójimo nos trata y trata a los demás.
Eso es lo que hace la luz de Cristo cuando dejamos que ilumine nuestra vida. Vemos la verdad de Dios, la verdad de su amor, de su misericordia, pero vemos también la verdad de nuestra propia vida y la vida de cada persona, necesitada profundamente de ese amor y de esa misericordia divinas. De ese amor y de esa misericordia que pueden llegar desde Dios a través de personas como nosotros mismos, si dejamos a Dios actuar en nuestro corazón.
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