La oración está presente en todas las religiones. Los creyentes, con variadas palabras y gestos, hacen sus peticiones, cantan alabanzas o se recogen en silencio orante…
Los discípulos veían a Jesús rezar frecuentemente, como aparece al comienzo del evangelio de este domingo:
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos». (Lucas 11,1)
El evangelio de Lucas es el que más pone de relieve la oración de Jesús. A veces, la mención de esa oración es lo que lo diferencia del relato de los otros evangelistas sobre las mismas escenas, como sucede en el bautismo:
Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús.
Y mientras estaba orando, se abrió el cielo. (Lucas 3,21)
Lucas anota también que Jesús “se retiraba a lugares desiertos para orar” (5,16), se pone en oración antes de la elección de sus discípulos (6,12), también antes de preguntarles quién creen que es Él (9,18), en la Transfiguración (9,29), en Getsemaní (22,41-46); al ser clavado en la cruz:
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (23,34)
y en su entrega final:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (23,46).
San Carlos de Foucauld, el hermanito Carlos, que vivió como ermitaño en el desierto del Sáhara, nos dejó unas líneas conocidas como “oración de abandono”, que comienzan diciendo: “Padre mío, me abandono a ti” y que son más bien una meditación, como un eco de la oración de Jesús en la cruz: una expresión de total entrega, entrega confiada en las manos del Padre. Introduciendo esas líneas, anota el Hermanito:
“Esta es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro muy amado… que pueda ser la nuestra, y que sea no solo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros instantes”. (San Carlos de Foucauld).
Vivir poniendo la propia vida permanentemente en las manos del Padre… vivir ese abandono, esa entrega confiada a Él… así vivía Jesús y ése es el espíritu en que Él hace su oración cada día. Quienes conocemos la oración de abandono de Carlos de Foucauld sabemos bien que no es fácil rezarla. ¡Es muy exigente!
“Padre mío me abandono a ti. Haz de mí lo que quieras. Lo que hagas de mí te lo agradezco…” (San Carlos de Foucauld).
En un retiro, hablando con el predicador, que conocía la espiritualidad del Hermanito Carlos, le dije que la oración de abandono me parecía muy difícil de rezar. Me respondió que si rezaba el Padrenuestro, prestando verdadera atención a cada petición, a cada palabra, me iba a resultar tanto o más difícil.
A la petición de los discípulos “enséñanos a orar”, Jesús responde:
«Cuando oren, digan:
Padre, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos
a aquellos que nos ofenden;
y no nos dejes caer en la tentación». (Lucas 11,2-4)
Aquí estamos en el evangelio de Lucas, no lo olvidemos. La forma en que actualmente rezamos la oración del Señor es la que aparece en el evangelio según san Mateo, más larga.
¿Qué es el Padrenuestro? Fácilmente respondemos “es la oración que Jesús nos enseñó”.
Es una oración y es mucho más: es un resumen de la fe y de la vida cristiana. En el Ritual para la Iniciación Cristiana de Adultos el Padrenuestro se entrega a los catecúmenos junto con el Credo, marcando cómo vivir esa fe. Podemos meditar en las palabras del Padrenuestro y encontrar allí cómo actuar si queremos vivir cristianamente. La oración de Carlos de Foucauld, a partir de las palabras de Jesús en la cruz, también propone una manera de vivir en Cristo a cada instante de la vida. Y por eso, ambas oraciones son difíciles de rezar, si las tomamos, como debe ser, completamente en serio, porque al rezarlas nos estamos confrontando con la vida misma de Jesús, que nos interpela desde su entrega de amor al Padre.
Pero sí, el Padrenuestro es también una oración. Con ella, Jesús nos enseñó a dirigirnos a Dios llamándolo “Padre” (en Lucas no aparece el “nuestro”, que encontramos en Mateo).
«Cuando oren, digan: Padre… ». (Lucas 11,2)
No creemos en un ente. Creemos en un Dios que es persona. Un solo Dios, tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En el Hijo encontramos a nuestro maestro, hermano, amigo, que nos mueve a dirigirnos, como Él, al Padre, a unirnos a Él en su entrega. Y también a invocar la presencia del Espíritu cada vez que necesitamos que esté a nuestro lado para defender nuestra fe.
Rezar a Dios como Padre es ubicarnos ante Él como hijos e hijas, entrar en diálogo con Él. Lo que pedimos en el Padrenuestro, todo eso que resume la vida cristiana, ya está realizado en Jesús, el Hijo único: su relación con Dios como Padre, la santificación del nombre de Dios, la venida del Reino en la misma persona de Jesús; el don del pan, en Jesús, pan de vida; el perdón y la liberación del mal.
Luego de una breve parábola, conocida como “el amigo inoportuno”, Jesús llama a ser constantes en la oración:
«También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá». (Lucas 11,9-10)
No pensemos, sin embargo, que la oración es una especie de ticket para conseguir de Dios lo que yo quiero. La mayor parte de las veces, lo que tiene que suceder, sucederá, coincidiendo o no con lo que deseábamos y pedíamos. Pero aunque todo siga igual en el mundo, la oración produce cambios en nuestro interior. Después de una oración filial y confiada, nuestra mente y nuestro corazón ya no pueden ser los mismos. Si a partir de la oración nuestros ojos pueden ver los acontecimientos y las personas como Dios mismo los ve, entonces nuestra oración ha sido escuchada y encontramos fortaleza y paz. Junto a los apóstoles, pidamos nosotros también: ¡Señor, enséñanos a orar!
Gracias, amigas y amigos, por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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