viernes, 5 de octubre de 2018

“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Marcos 10, 2-16)







“Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”. Con esas palabras de Jesús, el ministro que preside la celebración de un matrimonio refrenda el consentimiento que se han dado el esposo y la esposa, por el que se han recibido mutuamente y cada uno ha prometido al otro serle fiel, en lo favorable y en lo adverso, con salud o enfermedad, y así, amarlo y respetarlo todos los días de su vida.

Cada vez son menos las parejas que hacen esa promesa y escuchan las palabras de Jesús, aunque, por cierto, algunas siguen haciéndolo. Y muy seriamente. Pero es verdad que hay menos casamientos, no sólo en la Iglesia sino también en el registro civil. Muchas parejas simplemente conviven, a veces llegando a formar una familia estable. Otras personas van pasando por diferentes relaciones sin encontrar para sí mismos ni para sus hijos esa estabilidad.

¿Qué sucedía en tiempos de Jesús? Algo nos cuenta el evangelio de este domingo:
Se acercaron algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le plantearon esta cuestión:
«¿Es lícito al hombre divorciarse de su mujer?»
Él les respondió: «¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?»
Ellos dijeron: «Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de ella».
En tiempos de Jesús, la mujer estaba totalmente sometida al varón. El marido podía repudiar a su mujer en cualquier momento, abandonándola. De acuerdo a la tradición judía, ese derecho se fundaba en la Ley de Dios. Los grandes maestros discutían sobre el motivo que podía justificar ese repudio. La escuela del rabino Shammai decía que eso sólo podía ser por causa de adulterio. En cambio, para el rabino Hillel, bastaba que ella hiciera algo que no agradara a su esposo. En cualquier caso, el hombre debía dar a la mujer un certificado de divorcio; pero ella quedaba en una situación difícil, como la de una viuda: no siempre sus padres estaban en condiciones de recibirla, ni encontraba fácilmente la posibilidad de una nueva unión. Si el esposo no le daba el certificado, ella no quedaba libre y si se unía a otro hombre incurrían ambos en adulterio. Era conocida por todos la situación del rey Herodes, a quien Juan Bautista reprochaba: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano» (Mc 6,18). Este reproche le costó a Juan la vida. Por eso, la pregunta que le hacen a Jesús huele también a trampa…

Pero ¿Qué dice Jesús?
«Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes.
Pero desde el principio de la creación, "Dios los hizo varón y mujer". "Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino una sola carne". De manera que ya no son dos, "sino una sola carne". Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».
Jesús no entra en las discusiones de los rabinos. En todo momento, Él invita a buscar cuál ha sido y cuál es la voluntad del Padre, el proyecto de Dios, que está por encima de leyes y normas humanas. Esta ley se había impuesto en el pueblo judío por “la dureza del corazón” de los hombres que se relacionaban con sus mujeres desde una posición de dominio.

Jesús recuerda que Dios los ha creado varón y mujer: los dos tienen la misma dignidad de creaturas. Ninguno tiene poder sobre el otro. Entre varones y mujeres no debe haber dominación por parte de nadie.

Aquella sociedad había conocido también la poligamia. Jesús habla de “dos”: un solo hombre y una sola mujer, que se hacen uno, una sola carne, un solo ser, complementándose, completándose en el amor. De esa unión nacen los hijos, fruto del amor de sus padres, que asumen así una nueva responsabilidad: cuidar el bienestar y el crecimiento físico, mental y espiritual de los que ellos han llamado a la vida.

La unión de los esposos es para Jesús la suprema expresión del amor humano. En toda la Biblia se compara el amor de Dios por su pueblo con el amor del esposo por la esposa. Es Dios mismo que atrae al hombre y a la mujer a vivir unidos por un amor libre y gratuito, al que Dios pone su sello: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre”.

A partir de estas palabras de Jesús, la Iglesia ha contado como uno de los sacramentos al matrimonio, y ve en el amor de la pareja un signo del amor “con que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”.

Casarse por la Iglesia, “casarse en el Señor”, como decían los primeros cristianos, es una decisión libre, al punto de que un “sí” que no se da en plena libertad hace que el sacramento sea nulo. Como tantas cosas importantes de la vida, la celebración del matrimonio se rodea muchas veces de un gran decorado, vestimenta especial, una gran fiesta… sin embargo, nada de eso es esencial. Lo que cuenta realmente es el amor de un hombre y una mujer que asumen desde su libertad el compromiso indisoluble de ser mutuamente fieles, amarse y respetarse en las buenas y en las malas, a lo largo de toda la vida.

Para muchos, esto parece una carga pesada. Jesús, sin embargo, hablando de su ley, dice «Mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11,30). A través del Sacramento del matrimonio, Jesús entrega la Gracia que permite a los esposos amarse de manera exclusiva, fiel, indisoluble y fecunda y velar por el bien de sus hijos.

En la mayor parte de las bodas que me ha tocado presidir, los novios eligieron como lectura bíblica el “himno de la caridad” que se encuentra en el capítulo 13 de la primera carta a los Corintios. En su exhortación Amoris Laetitia el Papa Francisco comenta cada una de las características del amor que aparecen allí: la paciencia, el servicio, el perdón, la alegría, el desprendimiento, la esperanza… Les invito a buscar y meditar esas páginas. Vale la pena.

Papa Francisco, Amoris Laetitia: nuestro amor cotidiano (1 Co 13,4-7))


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