viernes, 28 de septiembre de 2018

El círculo y la cruz (San Marcos 9,38-48)






¿Qué es una secta? En los medios de comunicación esa palabra aparece asociada a una organización religiosa o semi-religiosa en la cual sus integrantes son controlados completamente por un líder o una estructura. Los miembros de esos grupos suelen ser manipulados y aislados de sus familias y amistades, inducidos a dejar su trabajo y a vender sus propiedades y llevados a cortar contacto con el resto del mundo. En ambientes cristianos, una secta es cualquier grupo que se desvíe de las doctrinas fundamentales del cristianismo como la Santísima Trinidad o la encarnación del Hijo de Dios, por ejemplo. En el campo político también se habla de sectarismo, cuando un grupo se cierra sobre sí mismo y corta el diálogo con otros dentro de su mismo partido…
Aunque se entienda de diferentes maneras, hay algo más o menos común que es una pretensión de exclusividad, como si se dijera “nosotros somos los únicos que estamos en la verdad, todos los demás están completamente equivocados”. De ahí se pasa a la exclusión de los otros, porque “no son de los nuestros”.

En el Evangelio de este domingo escuchamos a los discípulos de Jesús decir: “no es de los nuestros”. ¿Qué significa eso realmente? ¿Cómo reaccionó Jesús ante esa expresión excluyente de parte de sus discípulos? Nos lo cuenta San Marcos:
Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».
Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.
“No es de los nuestros” se traduce mejor como “no nos sigue a nosotros”.
Leído así, esas palabras hacen aún más ruido. Jesús llama a seguirlo a Él. Los discípulos son seguidores de Jesús. Quienes se agregan al grupo, se unen como discípulos de Jesús.

Esas expresiones: “nosotros”, “los nuestros” insinúan una actitud sectaria de los discípulos, que Jesús corrige. Los discípulos quieren cerrar un círculo alrededor de Jesús. Jesús, en cambio, que toca al leproso (1:41) que come con publicanos y pecadores (2:15-16) que recibe a los pequeños (9:36) abre el círculo. “Nadie puede hacer un milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí”. Aquel hombre hizo el milagro en nombre de Jesús: no usó el nombre de Jesús en vano, sino para hacer el bien. No puede estar contra Jesús. De alguna forma sigue a Jesús, cree en Él.

El Concilio Vaticano II nos enseña que, “por su encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierta forma a todo hombre”, a toda persona humana. Jesús vino para todos. Al mismo tiempo, creando su grupo de discípulos, Jesús puso los cimientos de la Iglesia, con Pedro como “roca”.

Pero… la Iglesia ¿no se cierra en sus miembros? ¿No forma un círculo, aunque sea grande?
La enseñanza del Concilio también dice:
Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación. (LG 13)

Entonces… Somos miembros de la Iglesia los fieles católicos, que, como decía un biógrafo de san Juan Pablo II, “somos como los helados: venimos en diferentes sabores”. Esa diversidad dentro de la Iglesia, que es su gran riqueza, también nos llama a prevenirnos de actitudes sectarias internas. No debo discriminar a alguien porque no pertenezca al mismo grupo o movimiento al que pertenezco yo; lo que importa es que siga a Jesús y trate de vivir según el Evangelio, buscando siempre la unidad en el mismo Jesús, la común-unión en Él.

¿Qué pasa más allá de los fieles católicos, qué pasa con otros cristianos?
La Iglesia -sigue diciendo el Concilio- se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, más allá de las diferencias en algunos aspectos de la fe o el reconocimiento o no del sucesor de Pedro (LG 15).

Pero todavía el campo se abre más, porque el Concilio dice que quienes todavía no recibieron el Evangelio, se ordenan al Pueblo de Dios de diversas maneras:

En primer lugar, el pueblo judío, el pueblo de Israel, con el que Dios selló la primera alianza y en el que entró el Hijo de Dios por su encarnación.

También los que reconocen al Creador, entre los cuales están los musulmanes, que confiesan su adhesión a la fe de Abraham y adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final.

Dios tampoco está lejos de las personas que buscan “en sombras e imágenes al Dios desconocido, puesto que todos reciben de Él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Hch 17,25-28)”.

Finalmente, de un modo que ignoramos, la gracia de Dios actúa también sobre aquellos que, sin conocer a Dios, escuchan la voz de su conciencia y se esfuerzan en llevar una vida recta: hombres y mujeres de buena voluntad.

Tal como escribe San Pablo a Timoteo, es voluntad de Dios “que todos los hombres se salven” (cf. 1 Tm 2,4). Por eso, Dios no cierra al hombre ningún camino. Como decía el poeta León Felipe: “Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios.”

Gilbert Chesterton, el pensador inglés, fue un hombre que de alguna manera recorrió esos caminos… primero como un no creyente pero buscador de la verdad, luego encontrando la fe con su esposa anglicana, para finalmente adherirse, con razón y corazón, a la Iglesia Católica. Chesterton compara los símbolos del círculo y la cruz. El círculo, cerrado sobre sí mismo, no puede cambiar de forma ni de tamaño sin romperse; la cruz, en cambio, puede prolongar sus dos trazos hasta el infinito, sin dejar de ser la cruz, originalmente un signo de muerte del que sin embargo brota vida eterna. La cruz representa a Cristo, camino, verdad y vida, que sigue abriendo allí sus brazos, ofreciendo a todos los hombres el encuentro con el Dios de amor y salvación.

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