jueves, 20 de septiembre de 2018

“El que recibe a uno de estos pequeños … a mí me recibe” (Marcos 9,30-37)







En el año 1994, la Organización de las Naciones Unidas convocó en la ciudad de El Cairo, Egipto, una conferencia internacional sobre Población y Desarrollo. 20.000 delegados discutieron allí durante varios días sobre una variedad de asuntos relacionados con la población, incluyendo la inmigración, la salud reproductiva, la mortalidad infantil, el aborto, los métodos anticonceptivos, la planificación familiar y la educación de las mujeres.

Para esa conferencia la Madre Teresa, a quien hoy veneramos como Santa Teresa de Calcuta, envió una declaración fuerte y breve, defendiendo la vida humana desde su gestación. Al final de su mensaje, Madre Teresa dice:
“Si hay un niño que ustedes no quieren o no pueden alimentar o educar, denme ese niño. Yo no rechazaré ningún niño. A él o a ella le daré un hogar o encontraré padres que lo amen. Nosotras luchamos contra el aborto por medio de la adopción, y hemos dado miles de niños a familias que pueden cuidar de ellos. Es hermoso ver el amor y la unidad que un niño trae a una familia.
El niño es el más hermoso regalo de Dios para una familia, para una nación. Nunca rechacemos este regalo de Dios. Mi oración por cada uno de ustedes es que tengan siempre la fe para ver y amar a Dios en cada persona, incluyendo a quien todavía no ha nacido. Que Dios los bendiga.”
El Evangelio que escuchamos este domingo, precisamente, pone al niño en el centro. Jesús tomando a un niño, lo puso en medio de los discípulos y, abrazándolo, les dijo:
«El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado».
Ya el Antiguo Testamento, el libro de la Primera Alianza, señalaba el deber de caridad hacia tres grupos de personas que estaban especialmente desvalidas: el extranjero, la viuda y el huérfano. Leemos en el libro del Deuteronomio:
[Dios] hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra su amor al extranjero dándole pan y vestido. (Deuteronomio 10:18)
Se mostraba así una particular atención de Dios a los más débiles; pero Jesús va más lejos, al decir que quien recibe a uno de esos pequeños, lo recibe a Él mismo.

Los primeros cristianos tomaron al pie de la letra las palabras de Jesús y se preocuparon de crear hogares que recibieran a los niños huérfanos. Siglos después, nuestra diócesis de Melo, como tantos otros lugares en el mundo, tuvo varias iniciativas de ese tipo, con sacerdotes que fundaron hogares en Charqueada, Vergara, Santa Clara y Cerro Chato. Con el tiempo estos hogares se fueron reconvirtiendo en otras obras sociales, mientras queda todavía el Hogar Cristo Rey en Melo. Hoy existe una importante colaboración entre distintas instituciones de la Iglesia y de la sociedad civil con los gobiernos para llevar adelante obras de educación no formal con niños, adolescentes y jóvenes socialmente desfavorecidos.

Pero volvamos a las palabras de Jesús… Él no solo nos invita a recibir a los pequeños y a cuidar de ellos, sino que agrega otra dimensión, una dimensión sagrada: quien recibe a los pequeños lo recibe a Él, y quien lo recibe a Él, recibe al Padre. Esto significa que todo lo que toca a nuestra relación con los niños, toca a Dios. El niño es sagrado. Los pequeños se hacen prioridad; los más débiles se hacen lugar privilegiado de la presencia de Dios.

Si lo entendemos así, ¿cómo vemos los horrores por los que pasan muchos niños de hoy, despreciados, explotados, en situación de calle, convertidos en niños-soldado… o en víctimas del abuso sexual, a veces dentro de su propia familia? O cometidos “por personas consagradas, clérigos e incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más vulnerables”, como lo recordaba hace poco el Papa Francisco, en una carta dirigida a todo el Pueblo de Dios en la que exhorta a pedir perdón por los pecados propios y aún ajenos, y a continuar los esfuerzos y trabajos para garantizar la seguridad y protejer la integridad de niños y de adultos vulnerables de cualquier forma de abuso.

Pero las palabras de Jesús, invitándonos a recibir a cada niño como presencia de Dios, llegan, paradojalmente, a continuación de una discusión entre adultos. Los discípulos, en el camino,
“… habían estado discutiendo sobre quién era el más grande”.
Tomando a un niño y colocándolo en medio de ellos, Jesús cambia el foco de la discusión y los puntos de referencia de la vida. No son los adultos, deseosos de poder y grandeza los que están en el centro, sino el niño en su humildad y en su necesidad. Recibiendo a ese pequeño se recibe al mismo Jesús que acaba de anunciar que va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán. Sirviendo a los más pequeños, nos hacemos servidores de Jesús y como Él tomamos el último puesto, haciéndonos servidores de todos.

Tal vez convenga aquí decir que poner al niño en el centro no significa transformarlo en “su majestad el bebé”, como un pequeño monarca absoluto, a cuyos caprichos todos obedecen. El niño está para ser amado, pero también está llamado a aprender a amar. Necesita recibir mucho de los demás, pero también aprender a dar. Debe ser cuidado con cariño por otros, pero debe también aprender a cuidar de los demás. En su momento conocerá sus derechos, pero también tiene que conocer sus propios deberes, empezando por el respeto de los derechos de los demás. El amor verdadero no es el amor complaciente, sino el amor exigente, el que hace salir lo mejor de nosotros mismos. Ése es el amor de Jesús, el amor con que nos llama a amarnos unos a otros, como Él mismo nos ha amado.

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