Cuando yo estaba en el Seminario, en ese tiempo en el Cerrito de la Victoria, había en la biblioteca un viejo libro, publicado en 1865 que tenía como título “El tesoro del sacerdote”. Estaba pensado como un verdadero manual práctico, donde se podía encontrar instrucciones y soluciones para las más diversas actividades y situaciones de la vida sacerdotal del siglo XIX.
Había también algunos consejos que a los seminaristas nos causaban mucha gracia, por ser cosas muy de otro tiempo…
El Evangelio nos habla también de un tesoro:
“El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo” (Mateo 13,44).
Jesucristo es el tesoro del cristiano. Encontrarlo “da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”, decía el Papa Benedicto. Para quien ha conocido a Jesús, ha escuchado su llamado y se ha puesto a seguirlo, todo lo demás es relativo. Esto vale para todo cristiano, para todo bautizado, pero vale especialmente para quien ha respondido a una vocación sacerdotal. Jesús llama a “dejarlo todo” para seguirlo y servirlo, especialmente en sus hermanos más pequeños (“este es el tesoro de la Iglesia”, dijo San Lorenzo, señalando a los pobres de Roma).
En ese “dejar todo” está la posibilidad de formar una familia. El celibato sacerdotal es una renuncia a un bien: el amor conyugal y la paternidad. Al mismo tiempo, es abrazar un bien: abrazar a Cristo, seguirlo con todo el corazón, sin buscar otras compensaciones para aquello a lo que se ha renunciado, agarrándose a las cosas o al dinero. Los sacerdotes diocesanos no hacemos votos de pobreza: no nos está prohibido tener propiedades personales o aún tener un trabajo pago; pero sabemos que nuestro ministerio se distorsiona si comenzamos a ocuparnos de negocios y nuestra vida comienza a girar alrededor del dinero, buscando un enriquecimiento personal. (Que no es lo mismo que buscar recursos para sostener el funcionamiento de la parroquia, el transporte, el pago de los servicios y la comida de cada día). El mismo Evangelio de Mateo nos trae otra palabra muy clara de Jesús: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (6,21).
El sacerdocio, en la Iglesia Católica, no es un trabajo o una profesión que se ejerce dentro de un horario, quedando el resto del tiempo en un ámbito de vida privada donde cada uno lleva su vida como le parece. No. El sacerdocio es un estado de vida. El sacerdote, antes de su ordenación, hace una promesa de celibato. Eso es parte de su total consagración a Dios y al prójimo. Se compromete así a vivir en abstinencia de relaciones sexuales, canalizando su afectividad en la consagración que ha hecho. El celibato bien entendido no es una auto represión, sino una forma de vivir una entrega de la propia persona a Dios y a los hermanos. Una promesa difícil de vivir, porque el sacerdote sigue siendo un ser humano frágil. El sacerdote que incumple su promesa y comienza una vida de promiscuidad sexual, está traicionando la vocación que recibió de Dios y la promesa con la que ha respondido a ese llamado. Para vivir en celibato y en desprendimiento de los bienes materiales, el sacerdote encuentra su fuerza en la Gracia de Dios que llegan en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios, en su participación en los Sacramentos y en la cercanía y la atención a sus hermanos, especialmente a quienes viven alguna forma de sufrimiento.
El sacerdote diocesano es ordenado para una Diócesis. Ése es el campo primero de su ministerio. No está cerrado a la misión, pero su partida a otras tierras no es una decisión personal, sino una decisión que se discierne en comunión con los demás sacerdotes y con su Obispo, que lo envía en nombre de toda la comunidad diocesana. San Ignacio de Antioquía, Obispo que murió mártir en el año 107, escribía así:
“Deben ustedes estar acordes con el sentir de su obispo, como ya lo hacen. En cuanto al cuerpo presbiteral, digno de Dios y del nombre que lleva, esté armonizado con su obispo como las cuerdas de una lira. (…) Les conviene, por tanto, mantenerse en una unidad perfecta, para que sean siempre partícipes de Dios”.
+ Heriberto
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