Homilía de Mons. Heriberto
Nos reunimos en esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, recordando que, en un día como hoy, en el año 1932, Mons. Miguel Paternain erigió la parroquia Nuestra Señora del Carmen. La fiesta litúrgica y este aniversario hacen ocasión propicia para que la comunidad se reúna a participar de la ordenación diaconal de Oriente.
Les invito a que contemplemos primero el misterio de la cruz, ese misterio que nunca llegamos a comprender totalmente pero que siempre arroja luz sobre nuestra vida.
Lo voy a hacer recordando la reflexión de un hombre que, como Oriente, como muchos otros varones que están aquí, recorrieron un camino largo y sinuoso hasta vivir su reencuentro o su encuentro con Jesucristo. Ese hombre fue un gran católico inglés, que murió en 1936. Se llamaba Gilbert Chesterton. En su juventud fue un agnóstico, cerrado a Dios. Fue su esposa, Frances, quien lo acercó al cristianismo, en la Iglesia Anglicana. Luego, él mismo fue dando pasos que lo llevaron a la fe católica, con una profunda convicción.
Chesterton veía que mucha gente de su tiempo pensaba que el mundo, la historia, la vida, se podía explicar con la figura del círculo. “El círculo es perfecto e infinito” dice Chesterton “pero se halla siempre limitado a su tamaño; nunca puede ser mayor ni más pequeño”. Lo que él dice se entiende si seguimos con el dedo la línea de un círculo… ¿qué haríamos, sino dar vueltas y vueltas, volver a pasar siempre por el mismo punto, sin encontrar una salida?
“Pero la cruz…” sigue diciendo el filósofo inglés “la cruz puede prolongar hasta siempre sus cuatro brazos, sin alterar su estructura”. “La cruz puede agrandarse sin cambiar nunca… el círculo vuelve sobre sí mismo y está cerrado. La cruz abre sus brazos a los cuatro vientos; es el indicador de los viajeros libres”.
“La cruz tiene en su centro una fusión y una contradicción”, “una paradoja”. Es el lugar de encuentro del hombre con Dios, es el instrumento de muerte del que surge la vida y esa vida se abre al infinito, se abre a la eternidad de Dios.
San Pablo dice de la cruz que es “escándalo para los judíos y locura para los griegos”. En eso, nuestro mundo de hoy es bastante “griego”. El cristianismo es locura para el mundo. Para mucha gente, lo que Oriente ha pedido y va a recibir, este sacramento del Orden, es incomprensible, o se entiende solo a medias… Pero esto sucede con cualquier paso que demos en seguimiento de Cristo, en seguimiento en serio. Ser diácono permanente, al igual que ser un esposo y un padre cristiano, o un obrero, un comerciante, un profesional cristiano, un policía, un militar o un gobernante cristiano, o lo que seamos en la vida… no es hacer del seguimiento de Jesús algo para los ratos libres, para hacer alguna obra buena y después ir llevando el resto de nuestra vida como vaya saliendo. Ser cristiano es pasar por la vida como Jesús, que “pasó haciendo el bien”. Y como decía la canción que escribió un maestro rural “si hacer el bien da alegría / costarnos suele una cruz”. Pero, como nos muestra Chesterton, la cruz no nos encierra. No nos mete en un círculo. Al contrario, nos abre cada día más a Dios, a los hermanos, al mundo al que somos enviados por el amor de Jesucristo.
Pero vamos a profundizar un poco más en lo que asume hoy Oriente, que se integra hoy a ese cuerpo diaconal que comenzó a formarse hace 40 años con la ordenación de Néstor, a la que siguieron luego otros… recordemos a Víctor, que partió a la casa del Padre; pero tenemos al propio Néstor, a Luis, a Mario y a Juan Carlos, como testigos de la Diaconía de Cristo entre nosotros.
“Diácono” significa servidor; y este ministerio configura a quien lo recibe con Cristo “que se hizo el último y el servidor de todos”.
Hubo diáconos en los primeros tiempos de la Iglesia, durante varios siglos. Su figura fue quedando solo como una etapa hacia el sacerdocio, hasta que el Concilio Vaticano II restableció este ministerio en forma permanente. Hace 50 años, en la II Conferencia de los Obispos de América Latina, en Medellín, se miró con esperanza este resurgir del diaconado y se alentaba a formarlos para
“crear nuevas comunidades cristianas o alentar las existentes, a fin de que el Misterio de la Iglesia pueda realizarse en ellas con mayor plenitud… se cuidará también de capacitarlos en orden a una acción efectiva en los campos de la evangelización y del desarrollo integral”.
El servicio de los diáconos a la comunidad se despliega en tres dimensiones: la Palabra, la Liturgia y la Caridad.
La Palabra es la Palabra de Dios. En la ordenación se le entrega al diácono el Evangelio diciéndole:
"Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero; convierte en fe viva lo que lees, y lo que ha hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado".
La Liturgia es el conjunto de prácticas por las que se desarrolla el culto. En la Misa, en el Bautismo, en el Matrimonio y en otras acciones litúrgicas, el Diácono no está “de adorno”: tiene su papel propio.
La Caridad es el gran mandamiento de Cristo: "ámense unos a otros como yo los he amado". Los primeros diáconos fueron llamados especialmente para atender a las viudas y huérfanos de la primera comunidad cristiana. San Lorenzo, diácono y mártir, se ocupaba especialmente de la atención de los pobres.
Las tres funciones están unidas. No se oponen, sino que se complementan. El diácono las vive en cada lugar según las necesidades y las circunstancias de la comunidad a la que le toca servir. Oriente lleva ya un camino como feligrés de esta comunidad, como cursillista y ha ido asumiendo distintos servicios, como su participación en el equipo de pastoral carcelaria.
Oriente, hermano, tú que sales en correr en bicicleta, sabes bien que el cartel que dice “llegada” no es un final, sino un nuevo punto de partida. Que esa carrera que has corrido es resultado de un tiempo largo de preparación y entrenamiento; y haber llegado a esa meta te pone de nuevo en carrera, te pone de nuevo a prepararte nuevamente para la próxima.
La ordenación diaconal, como las que corresponden a los otros grados del sacramento del orden, son puntos de llegada, después de una preparación… pero son punto de partida de una carrera aún más larga por recorrer, donde el entrenamiento se va dando en la misma práctica; donde hay que seguir aprendiendo en la marcha.
San Pablo, que conocía bien el mundo de los atletas de su época, tiene un párrafo que te puede ayudar a unir tu propia experiencia deportiva con este nuevo esfuerzo que estás emprendiendo. Dice el apóstol:
“¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado.” (1 Co 9,24-27).
Te animo, pues, con las palabras de Pablo, a que sigas empeñándote, trabajando, entrenando, aprendiendo, para que siguiendo a Jesús, llevando tu propia cruz, viviendo íntegramente tu vida cristiana y realizando generosamente tu servicio diaconal, puedas recibir de Cristo esa corona que no se marchita ni es para uno solo, sino para todos los que perseveran en Él. Así sea.
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