jueves, 28 de junio de 2018

“Talitá kum”: joven, levántate. (Marcos 5,21-43)







Los jóvenes de hoy aman el lujo y son mal educados. No obedecen a las autoridades. No muestran el menor respeto por sus padres. Pasan el tiempo charlando en lugar de trabajar.
Nuestros hijos son unos verdaderos tiranos. No se ponen de pie cuando entra una persona mayor. Contestan a sus padres, fanfarronean todo el tiempo, comen con voracidad y hacen la vida imposible a sus maestros.
Hay gente que piensa así de los jóvenes… Esta parrafada aparece en muchos lugares atribuida a Sócrates, el gran filósofo griego. Sin embargo, no es de Sócrates. Esta falsa cita aparece en un libro de 1953. Se quería mostrar que las diferencias generacionales existen desde la antigüedad. Posiblemente, sí, esa disconformidad de los adultos respecto a los jóvenes atraviesa toda la historia de la humanidad; pero el peligro de repetir mucho estas cosas es que los jóvenes terminen creyendo que son así y terminen, efectivamente, siendo así.

Sin embargo, nuestra época tiene también otra mirada sobre la juventud, que es presentarla como ideal de vida, lo que se podría resumir en “todos queremos ser jóvenes”. Eso se expresa en la manera de vestir, en la forma de cuidar el cuerpo, pero también en actitudes de una libertad que no elige ni se compromete…

Cuando los adultos tomamos ese camino, cuando no queremos asumir nuestra edad y nuestro rol, cuando pretendemos “ser siempre jóvenes”, no sólo nos estamos engañando a nosotros mismos, sino que también estamos privando a los jóvenes de ver cómo continúa la vida más allá de la etapa en la que hoy están. La juventud no es la meta.

Los psicólogos dicen que los adultos tenemos la misión de poner límites. Los límites son como las líneas y señales del camino, que dan seguridad a quien va en la ruta. Pero los adultos también tenemos otra misión, que es abrir horizontes, mostrar las posibles metas como algo deseable. Descubrir la vocación, conocer y desarrollar las propias capacidades, formar una familia, tejer relaciones de amistad, conducirse pensando en los demás, actuar de forma solidaria, mantener los compromisos asumidos, siguen siendo caminos de realización para el ser humano.

Como en muchas cosas de la vida, las buenas noticias sobre los jóvenes no ocupan titulares. Junto a las dificultades, a veces extremas, que presenta en la sociedad el mundo juvenil, hay una realidad positiva y esperanzadora.

Hay jóvenes inquietos que buscan el sentido de la vida y quieren ser protagonistas en la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Jóvenes que confían en la familia. Jóvenes de grupos parroquiales y de movimientos que perseveran en su fe y en su vida cristiana, en su compromiso apostólico en la Iglesia y en el mundo.

El evangelio de este domingo nos presenta el encuentro de Jesús con una joven. El punto de partida es una situación conmovedora. Un hombre importante, seguramente rico, llamado Jairo, jefe de la sinagoga, viene a buscar a Jesús, se postra a sus pies y le suplica angustiado:
«Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se cure y viva» (5,23).
En los evangelios, muchas madres van a Jesús rogando por sus hijos. Este es el único padre que va: no es algo común. Él la llama “mi hijita”, aunque también hay una mamá, como veremos; pero esa hija es el tesoro de su padre y con la vida de ella se va la vida de él. ¿Qué edad tiene esa niña? Eso es relevante; no es tan pequeña como parece.

Conmovido, Jesús se pone en camino. En la ruta se cruza otra historia, en la que no nos detendremos, pero Jesús sí se detiene. Podemos imaginar la ansiedad de ese padre que ha ido desesperado, al ver a Jesús detenerse y hablar con la gente.
La situación se hace todavía más dramática:
Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas» (5,35-36)
El cuadro que encuentran al llegar es el esperable, de acuerdo con las costumbres: ha muerto la hija de un jefe, la estrellita de su vida. Hay alboroto, llantos, alaridos.
Al entrar, [Jesús] les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de él.
Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Muchachita, yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que le dieran de comer.
Una interpretación posible… Tal vez estamos aquí ante un padre que adora a su hija, pero esa adoración, a ella la adormece, la detiene en su crecimiento como persona. La niña está llamada a ser mujer, a desarrollar todas sus capacidades de trabajo, a tener un esposo, a formar ella misma su casa… El padre quisiera retenerla, conservarla como la pequeña que es la luz de su vida.

Poniendo a la madre al lado del padre Jesús equilibra las cosas: son ellos dos quienes tienen que transitar juntos la ancianidad. La hija de ambos debe hacer su propio camino en la vida. Tiene 12 años.

Los 12 años del tiempo de Jesús son muy diferentes a los de hoy. Recordemos, la primera iniciativa de Jesús, cuando se queda en el templo de Jerusalén con los doctores, ocurre a sus 12 años. En esos tiempos no había una prolongada adolescencia o juventud: se entraba pronto en la vida adulta a través de decisiones y de compromisos.

Eso es lo que Jesús “despierta” o resucita en esta jovencita. La joven que devuelve a sus padres ya no es la niña que había muerto. Ella no solo se ha levantado; también camina, emprende su propia ruta, con su libertad y con sus riesgos, buscando lo que Dios tiene reservado para ella.

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