viernes, 1 de junio de 2018

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Marcos 14, 12-16. 22-26)







Ubiquémonos en el hemisferio norte, unos 5.000 años atrás, en el Cercano Oriente, en una zona semiárida, donde, sin embargo, ovejas y cabras pueden encontrar pastos y plantas para comer y algunos ojos de agua donde saciar su sed. Un mundo de pastores nómades, que van llevando sus rebaños buscando los mejores lugares para alimentarlos. Familias que arman y desarman con facilidad sus carpas, siempre prontos para seguir viaje.

Un mundo donde la noche significa oscuridad, descanso, y también turnos para vigilar los rebaños.
El 21 de marzo, en nuestro calendario actual, mientras en el sur comienza el otoño, en el norte llega la primavera. Desde el 21 de diciembre, comienzo del invierno boreal, las horas de sol han venido alargándose y el 21 de marzo se produce el equinoccio, la fecha en que se igualan las horas del día con las horas de la noche. El plenilunio, primer día de luna llena después del equinoccio es un día de luz. Sol en el día; luna llena de noche.

En nuestras noches artificialmente iluminadas, la luna llena no hace una diferencia tan grande. Pero sí la hacía para aquellos pastores de tiempos remotos. Era una noche para la fiesta. Ese día, los pastores mataban algunos de los corderos que ya tenían unos meses. Marcaban con su sangre los palos de las tiendas, pidiendo la protección divina y el alejamiento de todo mal. Luego comían la carne del cordero asada a fuego, acompañada con hojas amargas de plantas del desierto; prontos para emprender la marcha, porque había que seguir buscando los pastos verdes de primavera. Así, como una fiesta de pastores, comenzó a celebrarse lo que llegaría a ser la Pascua.

La fiesta tomó otro significado después de un acontecimiento: la intervención de Dios para liberar a su Pueblo de la esclavitud en Egipto. Así se convirtió en una comida ritual, con el carácter de “memorial”, para recordar la acción liberadora de Dios. No solamente como ejercicio de memoria, sino como una manera de darse cuenta de que Dios sigue cada día obrando su salvación.

A partir de allí, la Pascua comenzó a celebrarse, según el calendario judío, el día 14 del mes de Nisán, desde el atardecer del viernes hasta el amanecer del sábado. Los meses de este calendario eran lunares, de 28 días y el día 14 era siempre luna llena. Se sacrificaba un cordero de un año, macho, sin defecto. Luego, se asaba al fuego y se comía. Había que consumir el cordero completo, alternando la comida con lecturas de las acciones maravillosas de Dios en favor de su pueblo, sobre todo, de la liberación de la esclavitud de Egipto. Esto era sacrificar y comer la Pascua.

Jesús también celebró la Pascua como lo hacía su pueblo. Sin embargo, la última vez que lo hizo, la que conocemos como “la última cena”, frente a sus Doce discípulos Jesús introdujo un gesto nuevo, acompañándolo con palabras que lo explicaban. Así lo cuenta el evangelio de Marcos:
«Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen, esto es mi Cuerpo”.
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: “Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos”.»
En lugar de la carne del cordero, Jesús dio a comer su propia carne bajo la forma del pan.
En lugar de la sangre del cordero, que era derramada y con la cual se había sellado la primera alianza, Jesús asegura que su sangre, ofrecida a beber bajo la forma del vino, también será derramada y será el sello de una nueva Alianza con Dios. Esto significa que, en adelante, Jesús es el Cordero Pascual, el Cordero de Dios.

Después de la cena, poco antes del amanecer, Jesús fue capturado y luego condenado a muerte. El gesto y las palabras de Jesús en la última cena encuentran su sentido ante la muerte de Jesús y la muerte de Jesús en la cruz cobra sentido en esas palabras y gestos. La muerte de Jesús fue un sacrificio. Él mismo ofreció su vida en la cruz, en un sacrificio totalmente único, para el perdón de los pecados.

La carta a los Hebreos nos recuerda que el pueblo de Israel hacía sacrificios para el perdón de los pecados. En el día de la expiación se rociaba al pueblo con “la sangre de chivos y toros y la ceniza de ternera”. Si ese gesto podía purificar, al menos externamente al pueblo, dice el autor de la carta:
“¡cuánto más la sangre de Cristo, que por obra del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que llevan a la muerte, para permitirnos tributar culto al Dios viviente!”
El sacrificio de Jesús en la cruz es el mismo sacrificio que se hace presente cada vez que se celebra la Eucaristía. En este sacrificio Jesús es el sacerdote y la víctima. Los que participan de él comen verdaderamente el Cuerpo de Cristo y beben verdaderamente la Sangre de Cristo y reciben su vida divina.

En la Misa, después de repetir los gestos y palabras de Jesús sobre el pan y el vino, y teniendo en sus manos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el sacerdote aclama:
«Este es el sacramento de nuestra fe».
Nuestra fe. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, por medio de los cuales se nos da Cristo entero como alimento, es conocido solamente por medio de la fe. Este conocimiento que Dios nos infunde transforma toda nuestra vida.

Jesús promete:
«El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). 
Lo que esto significa lo sabe sólo quien ha tenido esta experiencia del amor de Jesús, como lo expresa un antiguo himno:
No habrá canto que pueda expresarlo,
ni palabra que pueda traducirlo,
pues tan sólo el que lo ha experimentado,
es capaz de saber lo que es amarlo.

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