jueves, 24 de mayo de 2018

En el nombre de la Santísima Trinidad (Mateo 28,16-20)







Confieso que a veces me cuesta recordar el nombre de algunas personas. Seguramente les ha sucedido a ustedes lo mismo y han pasado también por esa difícil situación cuando nos preguntan “¿te acordás quién soy?”. Nos pasa con personas que hace mucho no vemos o con las que no hemos tenido mucha relación… o no oímos su nombre frecuentemente.

Hace poco leí un artículo titulado Veinticuatro pequeñas maneras de amar y, oh sorpresa, la primera que propone el autor es “Aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los vecinos con los que nos cruzamos y tratarlos luego por su nombre.”

De verdad, me parece triste cuando alguien se refiere a la persona que trabaja en su casa como “la chica” o “la muchacha”, como si ella no tuviera un nombre. Llamar a alguien por su nombre es una expresión de reconocimiento del otro como persona, como alguien único, como lo es cada ser humano que viene a este mundo.

El nombre propio es algo muy serio. Nos identifica. ¿De dónde tomamos los nombres para los recién nacidos? En una época se buscaban en el santoral que aparecía en el Almanaque del Banco de Seguros o los nombres que ya estaban en la historia familiar. Hay nombres extraños, casi únicos. Nuestros vecinos brasileños son muy creativos y con razón, porque son doscientos millones y hay que diferenciarse… hay nombres que se ponen de moda, como todas las “Daianas” en la época de Lady Di… o los muchos Kevin, Brian, Brandon, nombres ingleses acompañados de apellidos bien latinos. Después están los sobrenombres de todo tipo…
Oh Señor, nuestro Dios ¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (salmo 8)
Y con el nombre de Dios ¿qué pasa? Sin entrar en la inmensa variedad de creencias religiosas, quedándonos en la tradición judeo-cristiana, ya tenemos para entretenernos. El nombre de Dios que nos presenta el libro de la primera alianza o Antiguo Testamento es Yahveh. El idioma hebreo se escribe de derecha a izquierda y utilizando solamente las consonantes, que en el caso de Yahveh son cuatro. Por eso, el nombre de Dios es también llamado el tetragrama, o sea, las cuatro letras.
יהוה
Cuando pasamos esas cuatro letras consonantes al castellano, tenemos Y griega, hache, uve y nuevamente hache. A veces se escribe en lugar de Y griega la jota y en lugar de la uve o “v corta” la doble ve (W). Manteniendo el orden de derecha a izquierda queda así:
HWHY
Al pasarlo a nuestra manera de escribir, de izquierda a derecha, tenemos
YHWH
Al no estar escritas las vocales en los manuscritos antiguos e interpretar de diferente manera las consonantes, en algún momento se escribió Jehová. Hoy, los estudiosos están de acuerdo en que la forma más correcta sería Yahveh, pero es siempre el mismo nombre, con sus cuatro consonantes.
YaHVeH

Yahveh es el nombre que Dios reveló a Moisés y significa “yo soy el que soy”, como leemos en el libro del Éxodo. Moisés pregunta:
«Si voy a los israelitas y les digo: "El Dios de sus padres me ha enviado a ustedes"; cuando me pregunten: "¿Cuál es su nombre?", ¿qué les responderé?»
Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy”. Y añadió: “Así dirás a los israelitas: ‘YO SOY’ me ha enviado a ustedes”. Siguió Dios diciendo a Moisés: “Así dirás a los israelitas: Yahveh, el Dios de sus padres... me ha enviado a ustedes. Este es mi Nombre para siempre, por él seré invocado de generación en generación”» (Ex 3,13-15).
Los judíos veneraban ese nombre como a Dios mismo porque el Nombre, en el caso de Dios, está en lugar de su Persona. Por eso, uno de los mandamientos dice:
«No tomarás en vano el Nombre de Yahveh, tu Dios» (Ex 20,7).
Como expresión de su respeto a Dios y para prevenirse de pronunciar su nombre en vano, los judíos evitaban nombrar a Dios como Yahveh. En los textos bíblicos se escribían las cuatro letras, pero cuando se leía en voz alta, allí donde estaba el nombre sagrado se decía “el Señor”, en hebreo, Adonai. En la Iglesia católica, una norma establece que en los libros litúrgicos se haga lo mismo: donde dice Yahveh en el texto bíblico, en el libro de lecturas se escribe y se lee “Señor”. Por eso en el salmo 23 no decimos “Yahveh es mi pastor” sino “El Señor es mi pastor”.

Pero el Dios Yahveh, el Adonai, el Señor que ha dado a conocer su nombre, a partir del Nuevo Testamento, el libro de la Nueva Alianza, se revela como Trinidad. Un solo Dios en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Así aparece en el Evangelio que escuchamos este domingo de la Santísima Trinidad, cuando Jesús envía en misión a sus apóstoles diciéndoles:
Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mateo 28,19).
Estamos acostumbrados a escuchar esta fórmula con la que se hace el bautismo, y por eso tal vez no nos parece extraña… pero, pensemos un poquito… ¿por qué no dice, en cambio: «En los nombres del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», tratándose de tres nombres?

No dice eso, porque el Nombre es uno sólo, y ese nombre único indica al Dios único, el Dios que los judíos ya conocían desde la revelación de su Nombre a Moisés: Yahveh.

La fórmula con que Jesús manda bautizar nos revela que ese Nombre, el Nombre del único Dios, designa a tres Personas distintas. El Dios con el cual nosotros entramos en comunión por el Bautismo y por los demás Sacramentos no es un Ser monolítico y solitario, sino una comunión. Una comunidad de tres Personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidas por el amor.

Nosotros somos invitados, llamados a entrar en esa comunión por medio del Bautismo, de la Confirmación y de la Eucaristía. Y entramos en esa comunión con nuestro nombre, el nombre “de pila”, es decir, el nombre que nos dieron, el nombre que recibimos en la pila bautismal.
“Me llamaste, yo no hablé; en el Bautismo mi nombre oí.
Tu Gracia llovió en mi frente y un cirio prendiste en mí
Señor, tú me llamas, por mi nombre desde lejos,
por mi nombre cada día tú me llamas”

Otra reflexión sobre la Santísima Trinidad:


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