miércoles, 2 de mayo de 2018

Ámense unos a otros, como yo los he amado. (Juan 15, 9-17). VI Domingo de Pascua.







Cuando yo era niño, mis mayores me dijeron más de una vez que había que seguir “los buenos ejemplos” de la conducta de los demás. Más aún, me decían que, como hermano mayor, yo tenía que “dar el ejemplo”.

Desde la antigüedad se señala que la mejor manera de enseñar es ésa. El filósofo hispano-latino Séneca decía:
“El camino de la doctrina es largo; el camino del ejemplo es breve y eficaz.”
Cuando en nuestra vida hemos recibido un gran ejemplo, cuando hemos tenido el privilegio de conocer una persona cuya conducta ha sido un modelo que nos gustaría imitar, muchas veces sentimos también nuestros límites… nos sentimos llamados a ser como aquellos que admiramos y, al mismo tiempo, nos vemos muy lejos, muy incapaces de llegar a su altura.

Podemos mirar toda la vida de Jesús como uno de esos grandes ejemplos. Jesús vivió todo lo que predicó. Podemos leer una por una las bienaventuranzas y ver cómo Jesús las vivió radicalmente. Radicalmente, sí, porque Jesús no se limitó a cumplir la letra de la Ley de Dios. Llegó a vivir cada gesto, cada acto de su vida, como un acto de Amor y Misericordia, como expresión de lo que llena el corazón mismo de Dios.

Es verdad que cumplir los mandamientos, cumplirlos en serio, no es nada menor. Lleva a quien lo hace a una gran altura moral en la vida. Pero ¿quién es capaz de cumplirlos totalmente? Muchas veces Jesús se enfrentó a aquellos que se preciaban de cumplir la Ley de Dios hasta en sus más mínimos detalles… pero que estaban llenos de soberbia y muy, muy faltos de amor al prójimo.

Hoy nos encontramos con el pasaje del evangelio en que Jesús nos llama a vivir en nuestra vida un amor grande, generoso, y nos pone una medida: dar la vida.
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos.
dice Jesús. Y sabemos que Él ha dado la vida. No está dando una definición teórica, un ideal, algo que sería lindo hacer, sino lo que Él mismo ha hecho: dar la vida por los amigos. Más todavía, Jesús le dice a sus discípulos -y nos dice a nosotros-:
Ámense los unos a los otros, como yo los he amado.
No es, simplemente, ámense unos a otros; es amarse como él nos ha amado.

Aquí podemos volver a lo que decíamos antes. Recibimos un gran ejemplo, un ejemplo que nos gustaría imitar… pero nos encontramos con nuestras limitaciones. ¿Cómo podríamos amar como Jesús? Verdaderamente, Él ha puesto el listón o la valla muy arriba… ¿cómo podríamos nosotros llegar a esa altura del amor?

Lo que sucede es que, en realidad, no se trata solamente de imitar a Jesús, como podemos imitar cualquier buen ejemplo. Hay algo más profundo. Vamos a buscarlo.

No es la primera vez que Jesús habla de este mandamiento. Un poco más atrás, en el mismo evangelio de Juan, Jesús había dicho:
Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros. (Jn 13,34)
Jesús habla de un mandamiento nuevo. ¿Nuevo en qué? San Agustín ya se planteaba esa pregunta:
¿Pero acaso este mandamiento no se encontraba ya en la ley antigua, en la que estaba escrito: amarás a tu prójimo como a ti mismo? ¿Por qué lo llama entonces nuevo el Señor, si está tan claro que era antiguo? (Tratado 65, 1-3: CCL 36, 490-492)
Lo nuevo es esa medida que pone Jesús: como yo. Eso es lo que se responde Agustín “es nuevo porque nos viste del hombre nuevo”. El amor con que nos ha amado Jesús “es el amor que nos renueva, y nos hace ser hombres nuevos”.

Eso es posible, porque el amor con que nos ha amado Jesús, es el amor que viene del Padre:
Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes
No es una cadena de ejemplos, en la que Jesús ve al Padre amarlo y entonces Jesús imita el amor del Padre amándonos, para que nosotros imitemos a Jesús amándonos unos a otros. No. Cuando Jesús dice que el nos ha amado como el Padre lo amó a Él, eso quiere decir que Él nos ha amado con el amor que viene del Padre. No es un ejemplo exterior: es, más bien, una corriente de amor que inunda el corazón de Jesús y lo desborda, volcándose sobre nosotros.

Entonces, no se trata de mirar lo que Jesús hace y tratar de hacer lo mismo, sino, ante todo, dejarnos amar por Jesús, dejarnos inundar por el amor de Jesús. Entonces sí, ese amor del Padre, ese amor de Jesús puede desbordarse desde nosotros sobre nuestro prójimo. Por eso san Agustín dice que el amor de Jesús nos hace personas nuevas:
“para esto nos amó precisamente, para que nos amemos los unos a los otros; y con su amor hizo posible que nos ligáramos estrechamente”
Lo nuevo viene de la comunión con Cristo, del vivir en Él. Dice Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret:
La inserción de nuestro yo en el de Jesús —«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20)— es lo que verdaderamente cuenta. (…) El «mandamiento nuevo» no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en Él.
Amar como Jesús amó comienza por recibir como don el amor de Cristo. Pero ese don se desarrolla poniéndolo en práctica.
San Francisco de Sales, que era un hombre muy práctico, define esa práctica así:
Para demostrar que amamos al prójimo, tenemos que procurarle todo el bien que podamos, tanto para el alma como para el cuerpo, rezando por él y sirviéndole cordialmente cuando la ocasión se presente: porque amistad que sólo consiste en bellas palabras no es gran cosa, y eso no es amarse como nuestro Señor nos ha amado, ya que no se contentó con asegurarnos que nos amaba sino que fue más lejos, haciendo todo lo que hizo para demostrarnos su amor.

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