viernes, 11 de mayo de 2018

Ascensión de Jesús. Continuar bajo la guía del Espíritu (Hechos 1,1-11)





El abuelo había muerto. Era el último de su generación. Había sobrevivido a sus hermanos, aún los más jóvenes, que se fueron antes. Cuando falleció, María, la hija mayor, se dio cuenta de algo y se lo dijo a sus hermanos: “ahora quedamos nosotros”.

Mientras el abuelo vivió, había sido un referente para la familia. Tenía un aire fatigado y hablaba poco; pero cuando lo hacía, sus palabras salían de la sabiduría acumulada en una vida bien vivida.

“Ahora quedamos nosotros”. Las palabras de María reflejaban una nueva conciencia. Ya no estaría el abuelo para decir lo que muchos esperaban o necesitaban oír. Una generación había terminado; otra tomaba el relevo, en esa bisagra del tiempo y de la vida.

Al igual que en las familias, esto ha pasado a lo largo de siglos en la vida de la Iglesia. Tal vez el recambio más dramático fue el que le tocó a la segunda generación, cuando murió el último de los cristianos de la primera, de la generación de los apóstoles; de aquellos que conocieron personalmente a Jesús de Nazaret, aquellos que podían dar testimonio hablando de “lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos” (1 Jn 1,1) con respecto a Jesús.

Antes que ellos, a la primera generación, la de los apóstoles, le tocó vivir un relevo muy diferente. Ellos, que caminaron siguiendo a Jesús por esta tierra vivieron un cambio muy profundo: un cambio de presencia.

Ellos habían sido llamados por Jesús a seguirlo. Lo habían dejado todo para ir con él. Escucharon de su boca sus enseñanzas: sus parábolas y sus dichos, que el Maestro iba repitiendo en diferentes lugares, de modo que fueron memorizando sus palabras. Presenciaron sus obras: curaciones y expulsión de demonios, gestos de acogida y de misericordia. Enfrentados a la tristeza de la pasión, la muerte y la sepultura de Jesús, conocieron la alegría del reencuentro con el Resucitado y, finalmente, lo vieron volver a la presencia del Padre. Eso fue la Ascensión. Esa fue la bisagra de su tiempo.

En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas relata ese momento:
… los Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo ocultó de la vista de ellos.
Y agrega Lucas:
Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir.»
La primera reacción de los discípulos fue quedarse mirando al cielo. La promesa de la vuelta de Jesús que trasmitieron los ángeles no se refiere a un regreso inmediato, sino a su segunda y última venida al final de los tiempos.

Con la partida de Jesús, comenzó la misión de los discípulos, encomendada por Jesús:
serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.
Sin embargo, la misión no comenzó de inmediato. Los discípulos no podían decir “ahora quedamos nosotros”. Faltaba algo o, mejor, Alguien, una Presencia que Jesús había prometido:
recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes
El Espíritu Santo será esa nueva presencia de Dios.

Ya en su Evangelio Lucas había ido mostrando esa presencia, todavía como en segundo plano, porque Jesús está presente. Pero el Espíritu ya está actuando, en relación a Jesús. La frase “por el Espíritu Santo“ aparece trece veces en el Evangelio de Lucas. Después de la Ascensión, acompañando la misión de los discípulos, la expresión aparece 40 veces en los Hechos de los Apóstoles.

La presencia de Jesús, el hijo de Dios hecho hombre, asumió, por su encarnación, los límites de la condición humana, empezando por algo muy simple: nuestro cuerpo no puede estar más que en un solo lugar a la vez.

El Espíritu Santo, en cambio, puede hacerse presente en todas partes. Y así lo hizo, para guiar esa Iglesia que se fue extendiendo por el mundo, cuando se fueron formando las primeras comunidades fuera de la Tierra Santa: Damasco, Laodicea, Éfeso, Filipos, Tesalónica, Corinto, por nombrar algunas…

Los apóstoles no quedaron librados a sus fuerzas: “recibirán la fuerza del Espíritu Santo” les había dicho Jesús. Cuando los apóstoles predican, cuando anuncian el Evangelio, lo hacen llenos del Espíritu Santo, que inspira sus palabras. Tampoco toman sus decisiones sin invocar al Espíritu, al punto de comunicar una importante decisión diciendo
“El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido…” (Hch 15,28).
¿Cuántas generaciones cristianas han pasado desde la ascensión, a lo largo de veinte siglos? ¿Cuántos relevos se han dado? ¿Cuántas veces el cambio o el fallecimiento de un sacerdote, de una religiosa, de un Obispo, de un Papa que han sido referentes para una comunidad o para toda la Iglesia ha despertado temores y dudas?

A lo largo de veinte siglos, a pesar de las tormentas, a pesar de los fallos humanos, de las divisiones, de las persecuciones ajenas o de las infidelidades propias, el Espíritu Santo ha seguido guiando a la Iglesia. No siempre su inspiración es recibida de inmediato… a veces ha habido resistencias. Pero el Espíritu sigue soplando y siempre hay quienes oyen su voz y retoman la misión que Jesús dejó a sus discípulos:
“Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Marcos 16,15)

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