domingo, 3 de enero de 2021

Misa - II Domingo del tiempo de Navidad.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Estamos en el segundo domingo después de Navidad.
En la Misa de nochebuena y, luego, en la fiesta de la sagrada familia, hemos escuchado relatos de la infancia de Jesús: su nacimiento y su presentación en el templo.

Son relatos llenos de personajes vivos, que se dibujan ante nuestros ojos y que tocan nuestros sentimientos: Jesús, María y José; los pastores, los ancianos Simeón y Ana… Relatos que nos transportan al pesebre de Belén y después a los patios del templo…

Luego de eso, el evangelio de este domingo nos lleva por otro lado. Comienza con un tono muy solemne: “Al principio…”

Esa expresión nos recuerda otro libro de la Biblia… buscamos cuál es y encontramos el libro del Génesis que comienza diciendo: “Al principio…”
Aquí estamos en el principio del evangelio según san Juan.
El evangelista ha comenzado así su libro, precisamente porque quiere marcar un nuevo principio. Y es así. Con Jesús comenzó una etapa totalmente nueva en la historia de la humanidad. A partir de su nacimiento contamos los años…

Avanzamos en estas palabras iniciales y nos vemos sumergidos en el misterio de Dios. Se nos habla de la Palabra -el Verbo, dicen traducciones de otra época- la Palabra que existía desde siempre y estaba junto a Dios y era Dios… nos sorprende este lenguaje tan extraño, tan abstracto, tan lejos del lenguaje sencillo de los relatos que escuchamos anteriormente.

Este comienzo del evangelio de san Juan, conocido como el “prólogo” es el resultado de una profunda búsqueda, la búsqueda de respuesta a una pregunta: ¿Quién es Jesús?
Los evangelios utilizan diferentes palabras para responder a esa pregunta. Algunas de esas palabras tienen más que ver con la realidad humana de Jesús; otras, en cambio, nos hablan de su realidad divina. Los cuatro evangelios nos dicen que Jesús es el Hijo de Dios; sin embargo, ¿qué quiere decir eso, exactamente?

Los discípulos conocieron a Jesús como hombre. Ellos lo acompañaban. Lo veían en su humanidad: lo vieron experimentar el cansancio, el hambre, la sed… lo vieron descansar, comer, beber… escucharon su risa y su llanto… Lo vieron enseñar con una autoridad nueva, que nadie había manifestado hasta entonces. Presenciaron sus milagros. Y poco a poco, en ellos fue creciendo la convicción de que su Maestro era el Mesías enviado por Dios.
Aún así, los discípulos tuvieron que abandonar sus ideas -y les costó mucho hacerlo- tuvieron que abandonar sus ideas de un Mesías que vendría a restaurar el antiguo reino de Israel, un Mesías que sería el rey de los judíos, como su antepasado David.
Los anuncios de Jesús de que iba a ser entregado a las autoridades, que debía sufrir mucho y morir resultaron escandalosos para los discípulos.
Los anuncios de Jesús, sin embargo, estaban respaldados por las profecías de Isaías que hablaban del Servidor de Yahveh, el servidor sufriente que, por medio de sus padecimientos, rescataría a muchos.
La muerte y la resurrección de Jesús son el acontecimiento que está en el centro de la fe cristiana.
Ese hecho, vivido por los discípulos es el motivo del primer anuncio de la buena noticia: Jesucristo murió y resucitó por nosotros. Él es el salvador, Él es el Hijo de Dios.

Pero ¿qué significa que Jesús es el Hijo de Dios?
¿Es un ser humano bueno, al que Dios eligió y le dio un lugar especial en su proyecto de salvación?
¿Es un ser humano que fue convertido en Dios por medio de la resurrección?
¿O eso fue antes, en su Bautismo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre Él?
En el evangelio de Mateo, un ángel le anuncia a José que el niño que espera María es obra del Espíritu Santo. En el evangelio de Lucas, el ángel Gabriel le explica a María que ella va a concebir un hijo por obra del Espíritu Santo. Los dos relatos confirman que el hijo de María es el Hijo de Dios. Pero entonces, todavía podemos preguntarnos: la existencia del Hijo de Dios ¿comienza en ese momento, cuando comienza a gestarse en el seno de María?

Estas preguntas se las hacían algunos de los primeros cristianos y con estas preguntas llegamos a nuestro evangelio de hoy. Aquí encontramos la respuesta que nos da Juan. Así comienza su Evangelio:
“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.”

Vamos a hacer un pequeño cambio, esperando que nos ayude a entender mejor lo que quiere decirnos san Juan:
“Al principio existía el Hijo de Dios; y el Hijo de Dios estaba junto a Dios, y el Hijo de Dios era Dios”
Y ahora vamos a lo que dice más adelante:
“Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”

Hagamos lo mismo que ya hicimos: cambiamos Palabra por “Hijo de Dios” y dice así:
“y el Hijo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros”.

Así llegamos a Jesús:
es el Hijo de Dios, que existía desde siempre, que estaba junto a Dios, que es Dios y que se hizo hombre, se hizo uno de nosotros: se encarnó en el seno de María y de ella nació. Por eso decimos que Jesús es Dios verdadero y hombre verdadero.

Y sigue diciendo san Juan:
“nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único”.

Aquí aparece una palabra que estábamos esperando, que estábamos necesitando: y esa palabra es “Padre”. Eso nos ayuda entender mejor, porque el Padre es Dios, y el Hijo es Dios. No son dos dioses: son dos personas y las dos son Dios. Un solo Dios. Juan no nos habla todavía de la tercera persona, del Espíritu Santo. Eso vendrá después y así se completará la revelación de Dios.
Tomemos una línea más. Dice san Juan:
“Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre.”
¿Cómo podemos llegar a conocer a Dios? Más aún, podemos preguntarnos, ¿cómo es que Juan sabe lo que nos está diciendo?
“el que lo ha revelado es el Dios Hijo único”.
Es Jesús, el Hijo único de Dios, quien nos ha revelado cómo es Dios.
Es por medio de Él que llegamos a conocer a Dios.
La encarnación del Hijo de Dios fue fundamental para eso.

Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros; “acampó” entre nosotros; pasó por este mundo, como pasamos todos los seres humanos. Pero Él venía del seno del Padre y vino a comunicarnos la vida de Dios. Vino a mostrarnos el camino hacia el Padre. Vino a decirnos que tenemos un lugar en la Casa del Padre para participar en la vida de Dios.

“Nadie ha visto jamás a Dios” y, sin embargo, en este mismo evangelio Jesús dirá “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Juan 14,19). Jesús se hizo para nosotros el rostro del Padre, el rostro de la Misericordia. Dice el papa Francisco: “Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de Dios” (MV 1).

Seguimos en tiempo de Navidad. Volvamos al pesebre. Volvamos a contemplar al Niño. Recién nacido, todavía no nos dirige la Palabra; pero Él mismo, “envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, Él mismo es ya un mensaje, una Palabra del amor de Dios, una palabra de Misericordia. No endurezcamos el corazón. Dejémonos tocar por su amor y aprendamos con Él a amar al prójimo y al Padre. Así sea.

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