sábado, 2 de enero de 2021

Al principio existía la Palabra (Juan 1,1-18). Domingo II después de Navidad.


¡Feliz Año Nuevo!

Amigas y amigos: llegamos a este primer domingo del nuevo año 2021. Ante todo, mis deseos de un Feliz Año Nuevo para todos, en el que podamos ver el final de esta pandemia.

Seguimos en el Tiempo de Navidad, que concluye el próximo domingo con la fiesta del Bautismo de Jesús, que es como el gozne entre este tiempo y el tiempo durante el año, llamado también tiempo ordinario o, para nuestros vecinos brasileños, o Tempo comum.
Durante este tiempo de Navidad hemos escuchado los relatos evangélicos en torno al nacimiento y la infancia de Jesús. Pasajes llenos de color, con personajes muy vivos que se ganan su lugar en nuestro corazón: el Niño, su Madre, José; los ángeles, los pastores, los magos de Oriente. Hay también acontecimientos dolorosos como la matanza de los inocentes y la huida de la Sagrada Familia a Egipto.

Al principio… (Juan 1,1)

Hoy, sin embargo, como en la Misa del día de Navidad, el evangelio que leemos es el prólogo, es decir, el comienzo del Evangelio según san Juan.
Aunque el prólogo está colocado delante del resto del texto (por eso se llama prólogo; si estuviera al final sería epílogo) eso no quiere decir que sea lo primero que se haya escrito. Más bien se escribe con el resto de la obra ya terminada, como una invitación a la lectura, que adelanta algunos de los temas o da una clave para entender lo que sigue.
¿Qué es el prólogo del evangelio de Juan? Un gran estudioso de los escritos de Juan, Raymond Brown, en quien nos apoyaremos en este programa, dice lo siguiente:
El prólogo es un himno, una síntesis poética de toda la teología y la narración del Evangelio, y también una introducción.
Entonces… una síntesis poética, una introducción… Y agrega que el prólogo
Se puede entender plenamente sólo después de haber estudiado todo el Evangelio.
¡Todo el evangelio de Juan! Bueno… no nos desanimemos. En este breve espacio vamos a tratar de comprender algunos de los aspectos que nos presenta san Juan en este himno o poema.

“¿Quién es este hombre…?”

El Evangelio de Juan fue el último de los cuatro evangelios en llegar a su redacción final, hacia el año 100 después de Cristo. Habían pasado 70 años después de la Pascua. Numerosas comunidades cristianas se habían ido formando en el mundo del Mar Mediterráneo. Tanto los cristianos que venían del mundo judío como aquellos que se convirtieron desde el paganismo querían tener un conocimiento más profundo de Jesús. “¿Quién es este hombre…?” (Cf. Marcos 4,41) fue la pregunta que se hicieron más de una vez los discípulos que conocieron a Jesús en su vida terrena y es la pregunta que se seguían haciendo quienes habían creído en Él por el testimonio de los apóstoles.
Por supuesto, es también la pregunta que nos seguimos haciendo nosotros, buscando profundizar nuestra fe. A medida que se fueron escribiendo los textos de lo que hoy conocemos como el Nuevo Testamento, fueron apareciendo las cristologías, es decir, las maneras de entender la identidad de Jesús y su papel en el plan de salvación de Dios.

Hay cristologías que parten más bien de la realidad humana de Jesús. No es que nieguen su divinidad, pero el acento está más bien en títulos como Mesías, rabbí, profeta, sumo sacerdote, salvador, maestro. En cambio, otras miradas cristológicas ponen el acento en la divinidad de Jesús, con los títulos de Señor, Hijo de Dios, Dios.

Hombre y Dios

Ahora bien ¿qué quiere decir que Jesús es Dios? Los primeros seguidores de Jesús respondieron al llamado de un hombre, un ser plenamente humano, al que acompañaron durante tres años. Un hombre que, como ellos, necesitaba comer, beber, lavarse los pies, descansar… un hombre que manifestaba sus sentimientos, capaz de una gran compasión; un hombre al que vieron reír y llorar… un hombre que, finalmente, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado” (Credo apostólico)
A este hombre “Dios lo resucitó”, como atestiguan los apóstoles (Hechos 2,24).

Jesucristo resucitado, sentado a la derecha del Padre es el Hijo de Dios, es el Señor.

“Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado” (Hechos 2,36)

Los primeros cristianos no lo dudan, pero queda una pregunta, o varias:
¿es a partir de la resurrección que el hombre Jesús de Nazaret es constituido Hijo de Dios?
O, yendo un poco más atrás: ¿fue en el bautismo? Cuando el Espíritu de Dios descendió sobre él ¿Fue allí cuando comenzó a ser el Hijo de Dios, cuando oye la voz del Padre diciendo: 

“Tú eres mi Hijo amado…”? (Marcos 1,11)
Todavía podemos ir más atrás, a lo que nos cuentan Mateo y Lucas antes del nacimiento: el niño que espera María ha sido concebido por obra del Espíritu Santo, sin padre humano (Mateo 1,18.20 Lucas 1,35). ¿Es desde el momento de su concepción que Jesús es el Hijo de Dios?

“el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1,35)
Pero todavía podemos ir aún más atrás, ya no en el tiempo. Salimos de la experiencia humana y, atrevidamente, intentamos entrar en el misterio de Dios y nos preguntamos… ese ser divino, ese Hijo de Dios concebido en el seno de María ¿ya existía, de alguna forma, antes de ser concebido? Es cuando creemos que ya existía que podemos hablar de encarnación.
Pero, otra vez ¿desde cuándo? Si ya existía antes de la concepción ¿hubo algún momento en que todavía no existía? Entonces ¿fue creado por Dios, como la primera creatura de toda la creación? ¿O existía desde siempre?

Verdadero hombre, Dios verdadero

¿Qué decimos nosotros en el Credo? ¿Qué decimos acerca del Hijo de Dios? Decimos que es
“Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero;
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre”
Esta es la fórmula a la que llegó el Concilio de Nicea, el 19 de junio del año 325.
Ya habían pasado muchas generaciones de cristianos; se había discutido mucho sobre la interpretación de la Palabra de Dios. El Credo niceno expresa la fe del Pueblo de Dios:
El Hijo de Dios, el que se encarnó en Jesús de Nazaret no fue creado. No es una creatura: es Dios de Dios. Existía desde siempre junto al Padre.
Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre
(Credo Niceno)
En este tiempo de Navidad, en que contemplamos el nacimiento de Jesús, el prólogo de san Juan nos ayuda a comprender quién es el Niño que ha nacido de María. Vamos a acercarnos a algunos pasajes clave del gran himno de este evangelio.

La Palabra

Al principio existía la Palabra,
y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios.
Al principio estaba junto a Dios.
“Al principio…” esta expresión nos lleva a otro libro de la Biblia: el Génesis. Así comienza el primer libro:
“Al principio creó Dios los Cielos y la Tierra” (Génesis 1,1).
Aunque los dos comienzan con las mismas palabras, el Génesis habla del inicio de la creación; el evangelio, en cambio, va más atrás. Quiere decirnos que, en el momento de la creación, la Palabra ya existía. La Palabra no fue creada y estaba en la presencia del Padre. De hecho, ella misma era Dios.
Pero ¿por qué Juan dice “la Palabra”? ¿Por qué no dice directamente “el Hijo de Dios”?
Si seguimos leyendo el relato del Génesis, notamos que Dios realiza su obra creadora pronunciando su palabra
“Dijo Dios: «Haya luz», y hubo luz” (Génesis 1,3)
Y dice san Juan:
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra
y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe.
A esta idea de la Palabra creadora podemos relacionar el concepto de la sabiduría divina. De ella nos habla la primera lectura de este domingo (Eclesiástico 24, 1-2. 8-12); pero ahora vamos a ver cómo habla de ella el libro de la Sabiduría:
…la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo (Sabiduría 9,9)
La sabiduría aparece como una realidad divina, casi distinta de Dios y que desempeña un papel en la creación. También es enviada por Dios para guiar a los humanos hacia la salvación. Dice la Sabiduría en otro de los libros sapienciales:
Yo salí de la boca del Altísimo (…)
Quien me obedece a mí, no queda avergonzado,
los que en mí se ejercitan, no llegan a pecar. (Eclesiástico/Sirácida 24,3.22)
La Palabra del prólogo une la sabiduría y la palabra de Dios, como una persona divina, no creada, existente con el Padre. Esa persona es el Hijo.

Ahora sí, de la mano segura de san Juan, nos fuimos al comienzo mismo, a la eternidad profunda, antes de que comenzara la creación, antes del tiempo y de la historia… allí estaba ya la Palabra: “la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios”.

Se hizo carne

Todo muy bien… pero ¿cómo llegamos a Jesús, con su humanidad asumida y real? Vayamos ahora al más famoso versículo del prólogo:

Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros. (Juan 1,14)
La Palabra, entonces, la persona del Hijo, se hizo carne.
Llama la atención esa manera de expresarse: ¿por qué carne y por qué no hombre?
¿Qué diferencia hay entre decir “la Palabra se hizo carne” y “la Palabra se hizo hombre”?

“Carne”, en el lenguaje de la Biblia, es la naturaleza humana, contrapuesta a la naturaleza divina. “Carne” subraya la fragilidad y la debilidad del ser humano; su vulnerabilidad y su mortalidad. Dice Isaías:
“Toda carne es hierba… la hierba se seca” (cf. Isaías 40,5-6)
“Carne”, sobre todo en las cartas de san Pablo, también se puede referir a la debilidad ante la tentación, la tendencia a caer en el pecado. Pablo nos habla de “las obras de la carne” (Cf. Gálatas 5,19-21) pero no es en ese sentido que la tomamos ahora.
Sin usar la palabra carne, el himno cristiano que san Pablo recogió en su carta a los Filipenses, nos dice que
“Cristo… siendo de condición divina… se despojó de sí mismo… haciéndose semejante a los hombres” (cf. Filipenses 2,5-11)
La encarnación del Hijo de Dios es un despojo, un empobrecimiento. Otro texto de san Pablo nos lo presenta de esa manera; pero, al mismo tiempo, nos da la razón fundamental del misterio de la encarnación. Es la misma de todo el misterio de Cristo: por nosotros.
Jesucristo… siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que se enriquecieran con su pobreza. (2 Corintios 8,9)
No podemos entrar en esto ahora, pero recordemos que, en el evangelio de Juan, Jesús no habla de “comer su cuerpo”, como los otros evangelios, sino de “comer su carne”. La comunión sacramental, que tantos no han podido recibir en este tiempo de pandemia, es posible y tiene sentido por la encarnación.

Habitó entre nosotros

Bien. Es así como la Palabra, tomando nuestra naturaleza humana “se hizo carne” “y habitó entre nosotros”.
El verbo griego que se traduce aquí como “habitó” tiene muchas resonancias. Se podría traducir como “acampó”, en el sentido de poner una carpa en un lugar. Aquí podemos volver a mirar la primera lectura, a la que ya nos hemos referido, donde dice la Sabiduría:

El Creador de todas las cosas me dio una orden,
el que me creó me hizo instalar mi carpa,
Él me dijo: "Levanta tu carpa en Jacob
y fija tu herencia en Israel". (cf. Eclesiástico/Sirácida 24,1-2. 8-12)
Para nosotros, uruguayos, acampar nos hace pensar en los campamentos de turismo, con sus pesquerías y cacerías, o los campamentos de pastoral juvenil o de los scouts… aunque aún entre nosotros, encontramos a veces situaciones donde una familia está en la precariedad de una carpa.
Para un israelita, la carpa evoca dos cosas.
En primer lugar, los lleva a los orígenes de su pueblo, como pueblo de pastores, que armaban y desarmaban sus carpas según las necesidades de su ganadería trashumante.
En segundo lugar, más importante, la carpa evoca la carpa del Encuentro de la que nos habla el libro del Éxodo (25,8 y ss). Era la carpa en la que se guardaba el Arca de la Alianza, que contenía las tablas de la Ley. La carpa del Encuentro fue el lugar de la presencia de Dios en medio de su Pueblo y la sede de la Gloria de Dios.
Así fue durante los años de peregrinación en el desierto y en los primeros años en la Tierra prometida. El rey David constataba:
yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios está en una tienda de campaña. (2 Samuel 7,2)
Fue Salomón, hijo y sucesor de David quien construyó el primer templo de Jerusalén, que tomó la función que hasta ahora había tenido la tienda como sitio de la presencia de Dios.
Entonces… ¿qué está detrás de este versículo? El mensaje es que, a partir de la encarnación de la Palabra, la carne del Hijo de Dios, su humanidad se convierte en el lugar supremo de la presencia y la gloria divinas.
Así entendemos mejor las palabras de Jesús que aparecen en Juan:
“Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré” (Juan 2,19)
Frente a las objeciones irónicas que los adversarios de Jesús presentan a esa frase, el evangelista nos aclara:
Pero él hablaba del Templo de su cuerpo (Juan 2,21)
Así como las palabras de Dios, los diez mandamientos, quedaron grabadas en las tablas de la Ley y guardadas en el arca de la alianza, ahora es La Palabra de Dios la que está grabada y guardada en la carne de Jesús. Así entendemos mejor como el Hijo de Dios se hizo “pobre” para enriquecernos con su pobreza.

Ver a Dios

Nadie ha visto jamás a Dios;
el que lo ha revelado es el Dios Hijo único,
que está en el seno del Padre.

A pesar de que cuando se relata la muerte de Moisés se dice de él que era alguien “a quien Yahveh trataba cara a cara” (Deuteronomio 34,10), el libro del Éxodo nos cuenta hasta dónde pudo llegar la visión de Moisés:
Moisés pidió a Dios

«Déjame ver, por favor, tu gloria» (Éxodo 33,18)
Pero Dios le respondió:
“… mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo… apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (cf. Éxodo 3,20-23)
Entonces, si ni Moisés pudo verlo, nadie ha visto jamás a Dios.
Es por medio de su Hijo, de su Palabra encarnada, que Dios se ha revelado, que Dios se ha dado a conocer.
Bastante más adelante en el evangelio de Juan, dice Jesús:
“El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14,9)
Jesús es para nosotros el rostro humano de Dios: “el rostro de la Misericordia del Padre”, en la expresión del Papa Francisco (Misericordiae Vultus, 1).
Desde su humanidad, con sus gestos de bondad, Jesús nos va revelando cómo es Dios. Nos va revelando hasta dónde nos ama Dios. Con sus palabras, en lenguaje humano, nos comunica el llamado y las promesas de Dios. En su proyecto conocemos el proyecto del Padre.
La mirada compasiva de Jesús hacia nuestros males es la mirada de Dios. Su manera de recibir a los pecadores nos manifiesta cómo Dios nos comprende y nos perdona y cómo quiere vernos perdonar a quienes nos ofenden. En el humano y sagrado corazón de Jesús encontramos el amor de Dios desbordante de misericordia.

Volvamos a Jesús

En estos tiempos en que vivimos con tanta precariedad, con tanta perplejidad, a veces sin saber ni en qué creer ni en quién confiar, volvamos nuestro corazón hacia Jesús, volvamos a Jesús rostro humano de Dios, que, por medio del Espíritu Santo, sigue teniendo su carpa entre nosotros.

Amigas y amigos: no bajemos los brazos; sigamos cuidando unos de otros. No dejemos de rezar por el fin de esta pandemia. Que el Señor los bendiga y les dé un año lleno de su presencia y de su misericordia. Gracias por su atención y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

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