domingo, 17 de enero de 2021

Misa - II Domingo durante el año.

 

Homilía


“Este es el Cordero de Dios”. De esta forma, Juan el Bautista les presentó a Jesús a dos de sus discípulos. Un poco antes, Juan había dado su testimonio diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

Dentro de instantes, aquí mismo, en la Misa, volveremos a escuchar esas palabras, cuando corresponda presentar la Hostia consagrada: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” y, a continuación: “Felices los invitados a la cena del Señor”. Más aún, antes de escuchar esas palabras, todos habremos cantado “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, danos la paz”.

Quienes participamos habitualmente en la Misa estamos acostumbrados a oír y repetir esas frases y puede ser que no nos llamen la atención. Por eso, creo que vale la pena detenernos a pensar qué es lo que realmente significan y apreciar el peso que tienen esas palabras.

¿Qué les dirían esas palabras a los discípulos de Juan el Bautista: “Este es el Cordero de Dios”?

La expresión “Cordero de Dios” no la encontramos en el Antiguo Testamento; pero, para un israelita, el cordero evocaba la más grande de las fiestas: la Pascua. La gran fiesta que era el memorial de la intervención salvadora de Dios, liberando a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Esa intervención trajo la muerte entre los opresores, tal como Dios había anunciado:
“Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados…” (Éxodo 12,12)
Sin embargo, Dios había dado instrucciones a los israelitas para escapar del exterminio. Esa noche cada familia debía comer un cordero y marcar con su sangre la puerta de su casa.
Dios había dicho: “Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante ustedes, y no habrá entre ustedes plaga exterminadora cuando yo hiera el país de Egipto.” (Éxodo 12,13)
Desde aquella noche, la comida del cordero era el centro de la celebración de la Pascua. Los corderos eran llevados al templo para ser sacrificados por los sacerdotes y, desde allí, a las casas, para asarlos y comerlos en la cena familiar, que iba acompañada de ritos y oraciones.

El cordero, pues, recordaba a los israelitas que habían sido rescatados no solo de la esclavitud, sino también de la muerte.

Las palabras del Bautista anuncian que Jesús será el Cordero Pascual, enviado por Dios, que, con su sacrificio abrirá el camino de liberación del pecado y de la muerte para todo el mundo, para toda la humanidad. Ya no será el Cordero que cada familia presentaba para ser sacrificado, sino el Cordero ofrecido por Dios, el Cordero de Dios. En la última cena, Jesús ofrecerá a sus discípulos su cuerpo y su sangre, para que participen de su sacrificio y de la salvación que Él vino a traer al mundo.

El anuncio de Juan el Bautista, entonces, recuerda como Dios intervino en el pasado para salvar a su pueblo y anuncia como intervendrá en el futuro por medio de su Hijo, el Cordero de Dios para salvar a toda la humanidad.

Después de oír esa presentación que expresa un gran misterio de la fe, los dos discípulos de Juan comenzaron a seguir a Jesús. Al darse cuenta, Jesús se dio vuelta y les preguntó “¿qué quieren?”.

¿Qué querrían los discípulos? ¿Qué es lo que les impulsó a seguir a Jesús? ¿Curiosidad? ¿Admiración? Esos dos hombres ya tenían un camino. Eran discípulos de Juan el Bautista. Hombres que buscaban a Dios, que querían prepararse para la llegada del Reino de Dios. Juan los orientó hacia Jesús.

Cuando Jesús les preguntó “¿qué buscan?” ellos respondieron:
“Maestro ¿dónde vives?”
Los dos discípulos comenzaron por llamar a Jesús “maestro”.
Al darle ese título, expresaban un reconocimiento y, a la vez una expectativa: querían aprender.
No estaban buscando algunos conocimientos; estaban buscando una manera de vivir.
Por eso, la pregunta no fue ¿dónde enseñas? O ¿a qué hora das clases?
No. La pregunta fue “¿dónde vives?”.

Esa pregunta encontró como respuesta la invitación de Jesús: “Vengan y verán”.
Ellos fueron con Él y se quedaron con Él ese día.
Esas horas con Jesús marcaron profundamente la vida de los discípulos. A partir de allí, no se apartaron de Jesús: permanecieron con Él.
¿Cómo fue posible? No se trataba de hombres extraordinarios, poseedores de una gran fuerza de voluntad, que mantuvieron su decisión contra viento y marea.
No. Ellos, al igual que los demás discípulos, fueron hombres con toda la fragilidad y las contradicciones humanas. Vivieron sus momentos de miedo. Les costó algunas veces entender y poner en práctica la palabra de Jesús, dejándose llevar por impulsos muy terrenales. La pasión y muerte de Jesús los llevó al borde de la desesperación…
No fue fácil comprender todo lo que significaba ser el Cordero de Dios. Sin embargo, esos hombres débiles llegaron a experimentar la fuerza del amor de Dios y permanecieron en Jesús, fieles, hasta llegar a dar la vida por Él.

Aquel día en que aquellos dos discípulos se quedaron con Jesús hasta “las cuatro de la tarde” volvió a pasar muchas veces por su corazón, refrescando todo lo que produjo aquel primer encuentro en el que fueron a ver dónde vivía Jesús.

Jesús nos dice hoy a nosotros “vengan y verán”. Nos invita a seguir encontrándonos con Él en la oración, en la Escucha de su Palabra y en la Eucaristía; pero también nos está llamando desde el rostro sufriente de quienes están en necesidad. Que, al terminar cada jornada, podamos recordar esas “cuatro de la tarde” -sea cual sea la hora en que haya sido- ese momento en que estuvimos con Él. Así sea.

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