viernes, 15 de enero de 2021

“Habla, Señor, porque tu servidor escucha” (1 Samuel 3, 3b-10. 19). II Domingo durante el año.

 

Vocaciones

Cuando encontramos una persona realmente apasionada por lo que hace, poniendo en ello mucha dedicación y mucho empeño, en fin, poniendo allí su vida, solemos reconocer en ella una vocación. Generalmente la vemos en quienes están dedicados a alguna forma de servicio: educadores, trabajadores de la salud, comunicadores, trabajadores sociales, personas consagradas, sacerdotes… Es también muy decepcionante cuando, en aquellos que tienen esos roles, encontramos apatía, desinterés, mediocridad o, peor aún, intereses mezquinos. Decepciona, porque no vemos allí la vocación que esperábamos encontrar y reconocer.

“Vocación” significa “llamado”. No es posible entender la vocación y seguirla sin reconocer a quien llama. Algunos pueden sentir el llamado de una tradición familiar o de una persona muy admirada a la que se quiere imitar…

Podemos seguir pensando la vocación por ese lado, pero se me empieza a plantear una pregunta. Entonces, la vocación ¿es algo para algunas personas elegidas, para las que pueden llegar a acceder a una profesión? ¿qué pasa con los demás? ¿su destino es apenas una vida gris, que pasará sin pena o con mucha pena, pero, seguramente, sin ninguna gloria?
 

El llamado de Dios

Si vocación es “llamado”, el primer llamado que recibimos viene de Dios. Dios nos ha llamado a la vida. Nos llama a caminar por la vida con Él y hacia Él. Más aún, nos llama a compartir su eternidad, a entrar con Él en la vida eterna. Esa es la vocación de toda persona que viene a este mundo: llegar a Dios, llegar a la vida de Dios, desde ahora y para siempre.

Es verdad, para muchas personas todo esto puede estar completamente oscurecido, porque no han encontrado a Dios o solo han visto una imagen muy deformada de Él, y por eso no creen ni esperan. Es posible que encuentren un sentido para su vida en una causa humanitaria, en algo que les dé una razón para vivir. O, puede suceder que no encuentren sentido ninguno.

A cada persona

Sin embargo, Dios sigue llamando, llamando a cada persona a encontrarse con Él, a reconocerlo como su Creador, a reconocerse como su creatura. Más aún, a partir de Jesús de Nazaret, a reconocer a Dios como Padre, y a reconocerse a sí mismo como su hijo o su hija. Esa es la primera vocación humana y sobre ella se funda la grandeza que pueda alcanzar cada persona. Como dice uno de los salmos: “Señor, nuestro Dios… ¿Qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y dignidad…” (Salmo 8)

No pensemos, entonces, que solo son algunos los llamados. Cada persona tiene su vocación y en ella encontrará el sentido de su vida. Y lo encontrará, aún desde el lugar más humilde, si allí es capaz de dar amor. Por el amor que esa persona sepa dar a lo largo de su vida será recordada y por ese amor entrará en la presencia de Dios.
 

Tu servidor

Las lecturas de hoy nos hablan de vocación. En el evangelio, la experiencia de los primeros discípulos que fueron a conocer a Jesús y se quedaron con Él todo el día. Un día que marcó su vida y que los embarcó en el seguimiento de aquel que, desde el primer momento, reconocieron como Maestro y que llegarían a reconocer como su Dios y Señor.

La primera lectura, del Antiguo Testamento, sobre la que nos vamos a detener un poco, nos ofrece el relato de la vocación de Samuel. Esta vocación fue un llamado con todas las letras. Samuel era un niño que había sido entregado por su madre para el servicio del templo. Vivía con el sacerdote Elí y su familia y dormía en el santuario. Una noche escuchó que lo llamaban: “Samuel, Samuel” (cf. 1 Samuel 3, 3b-10. 19). Pensó que era el sacerdote y se presentó diciendo “Aquí estoy, porque me has llamado”. Él le respondió “Yo no te llamé: vuelve a acostarte”. Esto sucedió tres veces. A la tercera vez, Elí comprendió que era Dios quien estaba llamando al jovencito y le dijo lo que debía hacer: “Si alguien te llama, tú dirás: habla, Señor, porque tu servidor escucha”.

Así sucedió. La lectura concluye diciendo: Samuel creció; el Señor estaba con él y no dejó que cayera por tierra ninguna de sus palabras (cf. 1 Samuel 3, 3b-10. 19).
Así comenzó Samuel su servicio a Dios y a su pueblo. Fue un profeta, un hombre que hablaba de parte de Dios. Su madre había querido consagrarlo a Dios (1 Samuel 1,28), pero fue Dios quien lo llamó y fue Samuel quien respondió por sí mismo a ese llamado.
Responder
Volvamos sobre la enseñanza del sacerdote Elí. Elí le enseñó a Samuel a responder. Todo llamado espera una respuesta. Esa respuesta es, ante todo, disponibilidad para escuchar.
Y por responder al llamado de Dios, Samuel no se sintió investido de una autoridad que lo llevara a hacer lo que a él le pareciera, sino, ante todo, a ser un servidor que escucha lo que debe hacer y decir.
En la Biblia hay dos libros bajo el título de Samuel (1 y 2 Samuel), pero es en el primero de ellos donde está contada toda su vida, desde su nacimiento hasta su muerte (1 Samuel 25,1).

Leyendo algunos pasajes vemos como Samuel, con sus actitudes, volvía siempre a las palabras con las que respondió al llamado de Dios: “habla Señor, porque tu servidor escucha”.
 

Discernir

Hubo un momento muy importante, cuando el pueblo pidió a Samuel que le diera un rey (1 Samuel 8,6). El pedido disgustó a Samuel, pero buscó escuchar a Dios, que le dijo “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice” (1 Samuel 8,7). Sin embargo, junto con esa condescendencia, Dios hizo su juicio sobre las intenciones del pueblo y dijo a Samuel: no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos (1 Samuel 8,7). A continuación, Dios le indicó a Samuel todo lo que debía decirle al pueblo sobre lo que era tener un rey. El rey reclutaría a los jóvenes para el ejército, llevaría a las jóvenes como servidoras en el palacio y cobraría impuestos para mantener a toda su corte (1 Samuel 8,11-18). Dios no deja de mostrarle al pueblo las consecuencias de lo que piden, pero los israelitas se obstinan:
«¡No! Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos: nuestro rey nos juzgará, irá al frente de nosotros y combatirá nuestros combates». (1 Samuel 8,19-20)
Entonces Dios dijo a Samuel:

«Hazles caso y ponles un rey» (1 Samuel 8,22)

La mirada de Dios

Otro momento decisivo fue la unción del futuro rey David. Samuel fue enviado por Dios a la casa de Jesé, para ungir como rey a uno de sus hijos. Cuando apareció Eliab, el mayor, Samuel pensó que era el elegido; pero, nuevamente, supo escuchar la voz de Dios que le dijo: «No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo lo he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Samuel 16,7).
El elegido fue el último en aparecer. Era David, el menor de los hijos, un jovencito que había quedado cuidando el rebaño. Nuevamente escuchó Samuel la voz de Dios: «Levántate y úngelo, porque éste es» (1 Samuel 16,12).

La historia de Samuel es, en definitiva, la historia de un hombre que estuvo siempre a la escucha de Dios, para conocer su voluntad y transmitirla al pueblo.
 

Cada día

Volviendo a lo que decíamos al comienzo, la vocación es siempre un llamado; pero la voz de Dios no llega a nosotros como si saliera de un parlante adosado en alguna pared, que escuchamos con toda claridad.
Dice una de las canciones que solemos cantar en nuestras celebraciones: “Señor, tú me llamas / por mi nombre, desde lejos / por mi nombre, cada día / tú me llamas”.
Esa voz, ese llamado, solo podemos oírlo en nuestro corazón.
Aprendamos de Samuel, ante todo, la actitud disponible, abierta, que permite decir, de verdad: “habla, Señor, porque tu servidor escucha”.

Amigas y amigos, el llamado a cuidarnos unos a otros, es también un llamado de Dios… “Señor, cada día, tú me llamas”. También hoy. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana, si Dios quiere.

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