sábado, 6 de marzo de 2021

Misa - III Domingo de Cuaresma.

Homilía


“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29). Todos recordamos esas palabras de Jesús, que suelen leerse en la fiesta del Sagrado Corazón. Es el mismo Jesús que proclama “Bienaventurados los mansos” (Mateo 5,4). Es el mismo Jesús en quien se cumple el anuncio del profeta Isaías: “He aquí mi Servidor, a quien elegí, mi Amado, en quien se complace mi alma... No disputará ni gritará, no levantará su voz en las plazas. No quebrará la caña trizada, ni apagará la mecha que apenas humea” (Mt 12,17-20).

Sin embargo, después de escuchar este pasaje del evangelio de Juan, podemos preguntarnos si es el mismo Jesús… ¿dónde quedó ese Jesús manso, frente a este hombre que se manifiesta con tanto enojo?
Recordemos que hay otros pasajes del evangelio que nos muestran a Jesús enojado, por buenas razones, como, por ejemplo, frente a la dureza de corazón de los hombres; pero ese enojo se manifiesta solamente en palabras. Lo más sorprendente de este episodio es que aquí Jesús no solo habla, sino que actúa y lo hace con cierta violencia.

Los cuatro evangelios narran este episodio.
Si los leemos con atención, veremos que, aunque Juan dice que Jesús hizo “un látigo de cuerdas”,
en ninguno de los relatos se manifiesta que le haya pegado a alguien; pero los cuatro evangelios dicen que Jesús echó a todos los vendedores y Juan, Mateo y Marcos agregan que Jesús volcó las mesas de los cambistas. Hablando en criollo, hizo un tremendo desparramo.

¿Quiénes eran los vendedores y los cambistas? ¿Qué hacían allí?
Aunque lo que pasaba en el templo nos parezca una feria, instalada en un lugar inadecuado, en realidad se trataba, sí, de un comercio, pero totalmente relacionado con el templo.
 
El evangelio dice que se vendían “bueyes, ovejas y palomas”. Esos animales estaban destinados a los sacrificios que se ofrecían en el templo. Hay una recriminación que vale para todos, pero que Jesús dirige especialmente a los vendedores de palomas: “saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”. Las palomas eran la ofrenda de los pobres, que no podían pagar el precio de animales más costosos. Quienes se acercaban a ofrecer dos palomas, como hicieron José y María al presentar al niño Jesús, ponían en evidencia su condición de pobres y, además, habían tenido que pagar por ello.

La presencia de los cambistas era necesaria porque muchos peregrinos llegaban de países lejanos y traían moneda pagana, que no era aceptada en el templo. Por eso era necesario cambiar esas piezas por siclos o shequels de plata, que era las únicas monedas válidas para pagar animales destinados al sacrificio.

¿Por qué hace Jesús este gesto tan llamativo? ¿Qué es lo que lo enoja tanto?
Los discípulos recuerdan las palabras de un salmo (69,10): “El celo por tu Casa me consumirá”.
Jesús siente celo, es decir, siente que le concierne, que le toca profundamente lo que sucede en la Casa del Padre. No se trata solo del respeto a la Casa de Dios; se trata también del respeto a las personas que buscan estar en la presencia de Dios. Dios no mira el tamaño de la ofrenda, sino la intención del corazón.

“No hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”, dice Jesús. En los otros evangelios, sus palabras son aún más fuertes:
“Mi casa será llamada casa de oración, pero ustedes la han convertido en una cueva de asaltantes”.
Jesús está profundamente indignado por el comercio que se realiza en el templo.
Pero hay algo todavía más profundo. Todo en el templo giraba alrededor de los sacrificios de animales. El culto a Dios pasaba por esas ofrendas que, mucho tiempo antes de Jesús, los profetas habían señalado como un culto hipócrita. El salmo cincuenta sintetiza muy bien ese pensamiento:
“Los sacrificios no te satisfacen / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías / mi sacrificio es un espíritu quebrantado / un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias.”

A los dirigentes religiosos les llama la atención que Jesús haya expulsado a los vendedores y cambistas. Jesús ha mostrado tener una gran autoridad. Tiene las simpatías de mucha gente y por eso las autoridades no se atreven a detenerlo.

Pero también notan los dirigentes la manera de hablar de Jesús. Jesús se refiere a Dios llamándolo “Mi Padre”. Esa expresión de Jesús es para ellos escandalosa y es una de las acusaciones contra Jesús cuando lo llevan ante el gobernador romano para pedir que sea condenado a muerte: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se ha hecho a sí mismo Hijo de Dios» (Juan 19,7)
Pero eso sucederá el Viernes Santo.

En este momento, frente a la acción de Jesús, las autoridades religiosas le preguntan: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
Jesús responde con palabras que anuncian su muerte y resurrección, pero en forma enigmática:
Dice Jesús: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»
Como era de esperar, las autoridades interpretan que Jesús está hablando del Templo de Jerusalén, el lugar que Él ha llamado “la Casa de mi Padre” y también “Casa de oración” (Casa de oración: no de sacrificios).
Es así que le responden: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
Jesús no contesta a esta objeción. El evangelista es quien nos aclara:
“Pero Él se refería al templo de su cuerpo.”

Aquí tenemos algo muy importante, aunque esté dicho de manera un poco rápida.
Jesús se ha referido a su cuerpo, que pasará por la cruz y la resurrección, como “este templo”. Y por si nos queda alguna duda, el evangelista agrega: “el templo de su cuerpo”.
Si hasta ahora el templo de Jerusalén había sido el signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo, ahora el Cuerpo de Jesús es el templo, el santuario, el lugar de la presencia de Dios.

Mientras Jesús vivió en esta tierra, entre los hombres, allí donde Él estuviera estaba presente Dios. Después de la muerte y resurrección de Jesús, su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, toma otros significados.
 
“El Cuerpo de Cristo” nos dice el ministro que nos presenta la Hostia consagrada cuando vamos a comulgar. Allí, en ese poco de harina y agua que ha sido consagrado -siguiendo las instrucciones que el mismo Jesús dejó en su última cena- allí está realmente presente Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros, ofreciéndose como alimento.

“Somos un Cuerpo y Cristo es la Cabeza / Iglesia peregrina de Dios”. Con este canto que tan frecuentemente cantamos en nuestras comunidades recogemos las palabras de san Pablo que nos explica la Iglesia, la comunidad creyente, como Cuerpo de Cristo. La comunidad de los cristianos es presencia del Señor en el mundo. Allí, donde dos o tres se reúnen en su nombre, Él se hace presente, según lo prometió.
Es la presencia de Cristo, Cabeza de la Iglesia, lo que hace que la Iglesia sea Santa; los miembros del cuerpo estamos llamados a caminar hacia la santidad. Así enseña el Concilio Vaticano Segundo:
“la Iglesia reúne en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (Lumen Gentium, 8).
Y es eso lo que estamos haciendo en esta Cuaresma. Buscando, a través de la oración, la limosna y el ayuno, avanzar en nuestra conversión para unirnos cada vez más a Cristo.
La acción de Jesús, purificando el templo, nos invita a que nosotros busquemos también purificar nuestras actitudes, tanto personal como comunitariamente, para que cada uno de los miembros de la Iglesia y cada comunidad pueda ser lugar de la presencia de Dios, testigos de su amor misericordioso en este mundo. Que así sea.

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