domingo, 14 de marzo de 2021

Misa - Domingo 14 de marzo de 2021, IV de Cuaresma.

Celebrada en la Parroquia San José, Tupambaé, Cerro Largo.

Homilía

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Como ya se ha dicho, nos encontramos en la iglesia parroquial San José, en la localidad de Tupambaé. El viernes que viene, 19 de marzo, es la solemnidad de San José, esposo de María y, por lo tanto, fiesta patronal de esta parroquia. Un día siempre muy importante para esta comunidad, pero especialmente en este año dedicado a San José, que se extenderá hasta el 8 de diciembre.

Tupambaé es un hermoso nombre guaraní que significa “cosa de Dios”, “propiedad de Dios”. Muy cerca de aquí se encuentra el campo donde se libró la batalla de Tupambaé, el 22 y 23 de junio de 1904, que dejó el terrible saldo de más de 2.300 muertos y heridos.
Ese recuerdo nos invita a no dejar de rezar por la paz y la fraternidad en nuestro propio pueblo y entre todos los pueblos del mundo.

Y quiero unir este recuerdo de nuestra historia con un hecho cercano en el tiempo, aunque lejano en el espacio: la visita del Papa Francisco a una tierra asolada por la guerra. Hablo de su visita a Irak y, especialmente, de su visita a Qaraqosh, la ciudad que en 2014 fue tomada por la organización terrorista Estado Islámico, motivando la huida de la mayor parte de la población cristiana del lugar. Francisco se encontró con la comunidad cristiana en la Iglesia de la Inmaculada Concepción, un templo que fue reconstruido y que es símbolo de la reconstrucción de una comunidad que fue tan salvajemente agredida. La primera lectura de hoy nos habla de una situación como esa, cuando el Pueblo de Dios regresó de un exilio forzado y reconstruyó el templo de Jerusalén.

A la comunidad de Qaraqosh, a la que la oímos luego cantar con mucha alegría, Francisco les dirigió estas palabras:
“Cuántas cosas han sido destruidas. Y cuánto debe ser reconstruido. Nuestro encuentro demuestra que el terrorismo y la muerte nunca tienen la última palabra. La última palabra pertenece a Dios y a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte. Incluso ante la devastación que causa el terrorismo y la guerra podemos ver, con los ojos de la fe, el triunfo de la vida sobre la muerte.”

Las palabras del Papa Francisco nos ayudan a releer el evangelio que acabamos de escuchar:
“Sí, Dios amó tanto al mundo,
que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga Vida eterna.”
No podemos olvidar esto: el amor del Padre por nosotros llega hasta el punto de entregar a su Hijo único, para que en Él encontremos la vida, Vida eterna, el triunfo definitivo sobre la muerte.

Decía también Francisco a esa comunidad que pasó por tantos sufrimientos y tribulaciones:
“Seguramente hay momentos en los que la fe puede vacilar, cuando parece que Dios no ve y no actúa. Esto se confirmó para ustedes durante los días más oscuros de la guerra, y también en estos días de crisis sanitaria global y de gran inseguridad. En estos momentos, acuérdense de que Jesús está a su lado. No dejen de soñar. No se rindan, no pierdan la esperanza. Desde el cielo los santos velan sobre nosotros: invoquémoslos y no nos cansemos de pedir su intercesión.”

También para nosotros, en otras situaciones, en otras dificultades. valen esas palabras, esa invitación a renovar nuestra fe y nuestra esperanza. El evangelio nos dice que Jesús fue entregado, fue a la cruz, al sacrificio, “para que todo el que cree en Él no muera…”

“El que cree en Él”. Creer no es lo mismo que saber. No es lo mismo decir “yo sé que Jesucristo existió” que decir “yo creo en Jesucristo”. Creer es entrar en relación con Dios, es recibir, es aceptar el amor con que Él nos amó y devolver amor. Por eso, cuando Jesús dice “el que no cree ya está condenado” eso significa que esa persona que no cree no ha querido recibir el amor de Dios y al rechazarlo ella misma se excluye de ese amor. Creer lleva a vivir en la luz: “el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios”. Vivir en la luz, obrar la verdad es la manera de conducirse en la vida propia de los cristianos, de los discípulos y discípulas de Jesús.

La segunda lectura, de la carta de san Pablo a los efesios, nos invita a descubrir otro aspecto del amor de Dios, un aspecto central:
“Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo”.
Cuando descubrimos la misericordia de Dios con nosotros mismos, en esa situación en la que, como dice Pablo “estábamos muertos a causa de nuestros pecados”; es, experimentando el perdón de Dios, que podemos llegar a perdonar.
Pero más grande es el perdón, cuando se trata de la muerte de un hijo… En Qaraqosh, el Papa Francisco se conmovió con el testimonio de la señora Doha Sabah Abdallah, cuyo hijo, junto con su primo y una joven vecina fueron asesinados por los terroristas. Decía esta madre cristiana:
“No es fácil para mí aceptar esta realidad... Sin embargo, nuestra fuerza viene sin duda de nuestra fe en la Resurrección, fuente de esperanza… queremos perdonar a los agresores, porque nuestro Maestro Jesús perdonó a sus verdugos. Imitándolo en nuestros sufrimientos, testimoniamos que el amor es más fuerte que todo”.
Francisco comentó esas palabras:
“la señora Doha me conmovió (cuando) dijo que el perdón es necesario para aquellos que sobrevivieron a los ataques terroristas. Perdón: esta es una palabra clave. El perdón es necesario para permanecer en el amor, para permanecer cristianos. … Se necesita capacidad de perdonar y, al mismo tiempo, valentía para luchar. Sé que esto es muy difícil. Pero creemos que Dios puede traer la paz a esta tierra. Nosotros confiamos en Él…“

Hermanas y hermanos: en este cuarto domingo de cuaresma, llamado domingo Laetare, domingo de alegría, he querido compartirles este testimonio y las palabras del papa Francisco, porque por encima del recuerdo de tanto dolor, en este tiempo de sufrimiento de toda la humanidad, aparece la alegría de la fe, la alegría del evangelio; no una alegría superficial y pasajera, sino la alegría profunda, la alegría que viene de “haber creído en el nombre del Hijo único de Dios”, alegría que nadie nos puede arrebatar.

Nos ponemos en manos del Señor, de su madre Inmaculada y de san José, a quien invocamos con esta oración del papa Francisco:
“bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y valentía,
y defiéndenos de todo mal. Amén.”
 

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