sábado, 6 de marzo de 2021

«Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar» (Juan 2,13-25). III Domingo de Cuaresma.

El estallido


Hay personas que se enojan fácilmente: popularmente se dicen que son como “leche hervida” o “de mecha corta”, porque no les cuesta “montar en cólera”. Otras, en cambio, parecen ser personas muy calmas, muy aplomadas; pero cuando se enojan, explotan. Eso sucede cuando “la procesión va por dentro”, es decir, cuando se aguanta en silencio muchos motivos de enojo hasta el día en que una gota desborda el vaso y se produce el estallido.

Enojarnos suele dejarnos mal. A veces, aunque nos damos cuenta de que no debíamos habernos dejado llevar por la ira, tratamos de justificar y defender nuestra actitud… hasta que terminamos por reconocer que lo que hicimos sólo empeoró las cosas. Otras veces no damos tantas vueltas… vemos que estuvimos mal y buscamos cómo arreglar las cosas, aunque no siempre sabemos encontrar los caminos de la reconciliación.

Mons. Daniel Gil Zorrilla, que fue Obispo de Tacuarembó y luego de Salto, escribió unos libritos sobre los sentimientos del corazón de Jesús. Uno de ellos se llama “sentimientos de enojo”. Hablando en general sobre esos sentimientos, Mons. Daniel decía:

“Cuando entre nosotros hubo sentimientos de enojo, fácilmente hemos faltado a la caridad, o, al menos, a la buena educación. Porque fácilmente nos desordenamos y nos excedemos cuando el enojo nos domina”.
Hasta ahí describe esa sensación que todos hemos sentido muchas veces por habernos enojado. Sin embargo, después agrega:
“los sentimientos de enojo, de furia, de cólera, etc., no son malos en sí mismos. Al contrario: Dios los puso en el corazón del hombre. Forman parte de la riqueza de nuestra vida. Lo que ocurre es que, si fuéramos como Dios manda, nos enojaríamos solo ante aquello que debe suscitar nuestra cólera y solo en la medida en que deberíamos hacerlo. Pero, como el desorden nos asedia, frecuentemente nos sobrepasamos y el mal espíritu de la violencia se adueña de nuestro corazón”.
Ahora… ¿qué pasa con los enojos de Jesús? Sigue diciendo Mons. Gil:
“En Jesús, los sentimientos de enojo jamás tuvieron nada de desordenado. En Jesús no hubo ni pudo haber nunca jamás ninguna sombra de pecado o de desorden: siendo el Hijo de Dios no cabía en él el pecado. Más aún: sus sentimientos de enojo son una fuerza al servicio de nuestra salvación”.
Este tercer domingo de Cuaresma, el evangelio nos presenta un episodio donde el enojo de Jesús llega a un punto alto: la expulsión de los mercaderes del templo o purificación del templo. Adentrémonos en este misterio de la vida del Señor. Animémonos a ponernos ante su furia que no destruye, sino que salva.

Manso y humilde

“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29), 

dice Jesús y también declara 

“bienaventurados los mansos” (Mateo 5,4).
Sin embargo, la mansedumbre de Jesús no le impide manifestar muchas veces y de diferentes maneras, su enojo.
Ante todo, Jesús no se calla. Frente a actitudes que lo indignan, especialmente la hipocresía y la dureza de corazón, es capaz de increpar ásperamente a quienes las manifiesten.
No necesitamos buscar mucho en los evangelios para encontrar estos pasajes:
-    Reprocha a sus discípulos su cerrazón para creer y abrirse a la novedad del Reino de Dios. Marcos 7,23. Juan 14,10.
-    Encara con severidad a quienes piden signos y señales, pero no quieren ver los que Él ofrece. Marcos 8,12. Mateo 16,23.
-    También recurre a la ironía con aquellos a los que nada les viene bien: el Bautista no, porque ayunaba, Jesús no, porque come y bebe. Mateo 11,16-19.
-    Su mirada se llena de ira ante la dureza de corazón: Marcos 9,14-29.
-    La hipocresía de escribas y fariseos motiva su lista de imprecaciones: Mateo 23,13-36.

Y así llegamos al pasaje de este domingo, donde Jesús va más allá de las palabras, para actuar de una forma que podríamos llamar… violenta, aunque, vamos a aclararlo, ninguno de los relatos dice que Jesús haya llegado a golpear a una persona.

Los vendedores


Entramos ahora al Evangelio de este Domingo: Juan 2,13-25.

Juan comienza diciéndonos: 

Se acercaba la Pascua de los judíos. 

La fiesta de Pascua era y sigue siendo la más importante para el Pueblo de Israel. En tiempos de Jesús, numerosos peregrinos acudían al templo con motivo de la fiesta. También van Jesús y sus discípulos:

Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
Lo primero que nos hace pensar esto es que hay una especie de feria o mercado instalado dentro del templo, lo cual ya parece una cosa escandalosa. No es que los puestos estuvieran dentro del templo, sino en el atrio, que era ya parte del espacio sagrado.

Tampoco es un mercado cualquiera. Los animales que se vendían estaban destinados a los sacrificios que los sacerdotes realizaban en los altares del templo. El oferente compraba el animal, que debía cumplir algunas condiciones. Al respecto, dice el libro del Levítico:
“… la víctima habrá de ser macho, sin defecto, buey, oveja o cabra. No ofrezcan ustedes nada defectuoso, pues no les sería aceptado. (Levítico 22,19-20)
No cuesta mucho comprender que era más seguro comprar un animal en el templo, que, seguramente, cumplía los requisitos, que arriesgarse a llevar uno propio que podía ser rechazado. Una vez que el fiel compraba la víctima, la presentaba para ser sacrificada.

Los cambistas


Entendemos la presencia de los vendedores; pero están también los cambistas. Podríamos pensar, con mentalidad de hoy, que los peregrinos que llegaban de otras regiones necesitaban hacer cambio de moneda para sus gastos de viaje y su estancia en Jerusalén.
Sin embargo, no se trata de eso.
El producto de la venta de los animales iba al tesoro del templo. Pero allí no podía entrar cualquier moneda. La única moneda válida era el medio siclo o shekel, moneda de plata, que fue acuñada en la ciudad de Tiro entre los años 126 antes de Cristo al 57 después de Cristo. (Agreguemos aquí, como curiosidad, que la actual moneda del Estado de Israel es el Nuevo Shekel).
Es esto, pues, lo que hacía necesaria la presencia de los cambistas: pagar con moneda válida para el templo.


El sistema


Como vemos, todo estaba directamente relacionado con el funcionamiento del templo. En los días de semana oficiaban allí unos 30 sacerdotes. Éstos se encargaban de los distintos sacrificios públicos que se ofrecían diariamente y que eran pagados por el tesoro del templo.

También tenían su parte en los muchos sacrificios privados. Estos podían ser holocaustos, sacrificios de expiación, sacrificios penitenciales y sacrificios de comunión. Los sacrificios privados eran pagados y realizados en su parte manual (degollar la víctima, desollarla, partirla en trozos) por los mismos oferentes (Levítico 1,5). A los sacerdotes correspondía allí hacer la ofrenda de la sangre de la víctima y otros aspectos rituales.
El número de sacerdotes se incrementaba en los sábados y en las grandes fiestas se reunía el mayor número posible de ellos. Se calcula que, en tiempos de Jesús, había unos 7.200 sacerdotes, ayudados por mayor número de levitas, que se repartían en 24 turnos semanales.

Esas cifras nos dan idea del volumen que puede haber alcanzado el comercio relacionado con el templo, con su gran cantidad de sacrificios diarios.

El desparramo


Jesús arremete contra vendedores y cambistas:

Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio.»
La recriminación de Jesús vale para todos, pero aquí la dirige especialmente a los vendedores de palomas.
Las palomas eran la ofrenda de los pobres. Para la purificación de la mujer que ha dado a luz, se debía presentar un cordero y una tórtola.
Mas si a ella no le alcanza para presentar una res menor, tome dos tórtolas o dos pichones… (Levítico 12,8)
Quienes se acercaban a ofrecer dos palomas, como hicieron José y María para el rito de purificación de la madre, además de haber pagado por su ofrenda, ponían en evidencia su condición de pobres…  
En el evangelio de Juan, Jesús dice que han hecho de la Casa de su Padre “casa de comercio”. En los evangelios sinópticos, la expresión es aún más dura:
«¿No está escrito: Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las gentes? ¡Pero ustedes la tienen hecha una cueva de bandidos!» (Marcos 11,17 ver también Mateo 21,13 y Lucas 19,46)

Sacrificios verdaderos


Frente al enojo de Jesús, los discípulos recuerdan las palabras del salmo.

“El celo por tu Casa me consumirá”. (Salmo 69,10)
Jesús siente celo, es decir, siente que le concierne, que le toca profundamente lo que sucede en la Casa de su Padre. La furia de Jesús marca un límite. Su furia es el amor que exige respeto allí donde se han cruzado muchas líneas rojas. No se trata solo del respeto a la Casa de Dios; se trata también del respeto a las personas que buscan de corazón a Dios.
Dios no mira la ofrenda, sino la intención del corazón. El culto en el templo pasaba por esos sacrificios que, mucho tiempo antes de Jesús, los profetas habían señalado como actos de hipocresía. El salmo cincuenta sintetiza muy bien ese pensamiento:
“Los sacrificios no te satisfacen / si te ofreciera un holocausto, no lo querrías / mi sacrificio es un espíritu quebrantado / un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias.”
Tenemos que entender bien lo que ha hecho Jesús. Podríamos pensar que Jesús está atacando la comercialización con lo sagrado. Si lo entendiéramos así, lo que estaría planteado es la corrección del sistema. Pero atacando la venta de animales para los sacrificios y el servicio subsidiario de los cambistas, Jesús está resquebrajando los cimientos del sistema del templo.

Es que los sacrificios, el centro mismo del culto judío, ya no tienen significado para Jesús.
No obstante, Jesús no ataca al templo. Ese será el lugar donde acudirá diariamente a predicar en sus últimas jornadas. Jesús lo llama “La Casa de mi Padre” y, también, como hemos visto, “Casa de Oración” citando a Isaías (Isaías 56,7).

La autoridad


Frente a la acción de Jesús, las autoridades religiosas (cuando Juan dice “los judíos” se refiere a las autoridades religiosas) le preguntan:

«¿Qué signo nos das para obrar así?»
Jesús responde con palabras que anuncian su muerte y resurrección, pero en forma enigmática:
«Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»

Como era de esperar, las autoridades interpretan que Jesús está hablando del edificio y le responden: 

«Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
El templo había sido parte de la importante obra pública iniciada en tiempos del rey Herodes el Grande. Su construcción había comenzado en el año 20 o 19 antes de Cristo y había concluido poco tiempo antes del comienzo del ministerio de Jesús, en el año 28 de nuestra era. Los trabajos de construcción del templo estaban bien frescos en la memoria de todos.

Las autoridades religiosas tenían o debían tener presente dos anuncios proféticos.
En Jeremías, el anuncio de la destrucción del templo, tal como había sido destruido el santuario de Silo, a causa de la impureza:
“¿Acaso este templo, que es llamado por mi nombre, es ante sus ojos una cueva de ladrones?” (Jeremías 7,11-15)
El anuncio del reinado de Dios en Zacarías:
“… en aquel día no habrá más mercaderes en la casa del Señor de los Ejércitos” (Zacarías 14,21)
Son dos fuertes advertencias contra el tráfico comercial de lo sagrado, el peaje lucrativo con la gloria divina.

El templo de su Cuerpo


Más tarde, cuando Jesús sea acusado ante el Sanedrín, habrá testigos que tergiversen sus palabras:

«Este dijo: Yo puedo destruir el Santuario de Dios, y en tres días edificarlo». (Mateo 26,61 y también Marcos 14,58)
En realidad, Jesús había dicho
«Destruyan (ustedes) destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»
Y el evangelista nos aclara: 

“Pero él hablaba del templo de su cuerpo”.
Las palabras de Jesús “destruyan este templo”, más que un desafío, son una constatación: ustedes han vaciado de su significado el templo; lo han destruido. Lo han transformado en Casa de Comercio y Cueva de ladrones. Jesús se proclama como el verdadero santuario.
Recordemos el comienzo del evangelio según san Juan:
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1,14)
Por su encarnación, el Hijo de Dios, el Verbo, la Palabra Eterna del Padre, se hizo presente en el mundo, entre los hombres. El Cuerpo de Cristo es el lugar de la presencia de Dios.
Y ese nuevo lugar, “el templo de su cuerpo” será “destruido”, es decir, entregado a la muerte. Pero en tres días volverá a ser edificado por la resurrección y ya no morirá jamás.
En cambio, el crucificado y resucitado será capaz de comunicar a los hombres la vida divina, en el Espíritu Santo:
“… el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna” (Juan 4,14)
Amigas y amigos: para concluir vuelvo a las palabras de Mons. Daniel Gil Zorrilla:
El enojo justo señala un límite: “¡hasta aquí llegó!”
El enojo de Jesús nace del amor, y conduce a la reconciliación… sintamos también en nosotros como Jesús se enoja contra nuestras maldades, contra nuestras hipocresías. Ese enojo de Jesús nos salvará como fuego purificador.
¿Seremos capaces de sentir sobre nosotros esa furia de Jesús, que quiere echar fuera de nuestro corazón, templo de Dios, toda la inmundicia que lo ocupa?
¡Enojos del Señor! ¡Fuego abrasador, que purifica y calcina los obstáculos a su amor y Gracia!
Gracias por su atención. Cuídense mucho. Estén atentos a la agenda de vacunación. Buena Cuaresma. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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