domingo, 22 de diciembre de 2019

“Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús” (Mateo 1,18-24). IV Domingo de Adviento.






Más de una vez he oído la historia de un hombre que se casa con una muchacha embarazada, sabiendo muy bien que ella espera un hijo de una pareja anterior. Muchas veces esas historias se cuentan con un poco de sorna, con un dejo de compasión hacia ese hombre que parece hacer algo tonto: hacerse cargo del hijo de otro. Sin embargo, hay que ver cómo siguen las cosas, porque a veces salen muy bien, cuando ese niño es recibido como hijo propio y encuentra un papá verdadero, que sabe quererlo y responsabilizarse de él.
Jesucristo fue engendrado así:
María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto.
Hace dos mil años, en la pequeña ciudad de Nazaret de Galilea, José, el carpintero, estaba comprometido con una joven llamada María. En realidad, estaban más que comprometidos. Según las costumbres de su pueblo, habían firmado un contrato matrimonial: estaban legalmente casados, aunque todavía no había llegado el momento en que él la llevara a su casa y comenzaran su vida conyugal.

De pronto, se hizo evidente que María estaba embarazada. Para José no había explicación. Él sabía que el hijo no era suyo, porque no habían tenido relaciones. Humanamente solo había dos posibilidades: la joven había cometido adulterio o había sido forzada.
Se nos dice que José era un hombre justo. Esto significa que cumplía la Ley de Dios. Creía en la santidad del matrimonio y esa nueva situación ya no lo hacía posible en la forma que él entendía que debía ser. Decidió, entonces, romper el contrato y no llevar a María a su casa. Sin embargo, planeó hacer eso en secreto, es decir, sin juicio público. José se guiaba por la Ley de Dios, pero la Ley no excluye la misericordia. Desapareciendo discretamente de la vida de María, José quería evitarle una vergonzosa exposición ante todo el pueblo.

María sabía bien de dónde venía su embarazo. Nosotros también. Hace quince días escuchamos el relato de la anunciación a María, cuando el arcángel Gabriel le comunicó que iba a quedar embarazada por obra del Espíritu Santo y tendría un hijo del Dios altísimo. Escuchamos como María aceptó participar en el plan de Dios manifestando “yo soy la servidora del Señor; hágase en mí según tu palabra”.

La escena de la anunciación a María ha sido muchas veces plasmada por los artistas que han intentado representar la disponibilidad de María para hacer la voluntad de Dios. Muchas postales reproducen obras de distintos pintores que representan ese momento.
Sin embargo, hay otra anunciación, menos conocida y mucho menos representada: es la dirigida a José, que, como vimos, está a punto de tomar una decisión dramática.
Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados.»
Frente a José, Dios interviene de una manera muy particular, que se va a repetir más adelante.
José está dormido y sueña con un ángel que le dice que el hijo que espera María “proviene del Espíritu Santo”. Esto es lo que José necesita escuchar. Las dudas se aclaran y José es animado a recibir a María en su casa, lo que hará inmediatamente.

La presencia de José junto a María y al niño que va a nacer formará la Sagrada Familia. María necesita un esposo y el niño necesita un padre: alguien que se haga cargo de ellos, que los proteja (y habrá muchos momentos en que necesiten ser protegidos, como veremos la próxima semana) y que los sostenga con su trabajo.

Pero hay otro papel muy importante que cumplirá José. El niño que espera María es el Mesías, el salvador prometido por Dios a su pueblo. Las profecías decían que el Mesías sería “hijo de David”, es decir, descendiente del Rey David. Al comienzo de su obra, el evangelista Mateo nos presenta la genealogía de Jesús. Desde el comienzo se nos dice que Jesús es “hijo de David”. En el desarrollo de la genealogía, claramente aparece que José es descendiente de David. Las genealogías que aparecen en la Biblia tienen una fórmula monótona y así aparece en la de Jesús:
Aquim engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Mattán…
Así viene, hasta que llegamos a José:
Mattán engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo (Mateo 1,15-16)
Claramente no se dice que José engendró a Jesús; se dice que José fue “el esposo de María, de la que nació Jesús”.

Entonces, ¿en qué sentido es Jesús “hijo de David”? En el anuncio del ángel hay una palabra clave, que puede pasarnos desapercibida en todo su significado. A José se le indica que él es quien pondrá el nombre del niño. Se le dice que le pondrá por nombre Jesús, pero, aunque el nombre esté indicado, es José quien tiene que poner ese nombre. Esa es una función del padre. Aquel que le da el nombre a un niño que acaba de nacer, está actuando como padre, está reconociendo a ese hijo como suyo. Poniéndole nombre al hijo de María, José se convierte en el padre legal de ese niño. Ese niño entra en su familia. Jesús no es descendiente de David según la sangre, pero entra en la familia de David por ese acto de José. Así se cumple lo que anunció el profeta Isaías:
Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño brotará de sus raíces (Isaías 11,1)
Jesé es el padre del rey David; por lo tanto, Jesús, es el retoño, el “hijo de David”, el descendiente de David.

El nombre de Jesús tiene un significado. El filósofo judío Filón, que vivió en tiempos del Nuevo Testamento, traduce “Jesús” como “salvación del Señor”. Las palabras del ángel van más lejos en la explicación de esa salvación: “él salvará a su Pueblo de todos sus pecados”. A través de Moisés, Dios había salvado al pueblo elegido de la esclavitud en Egipto. A través de Jesús, Dios salvará a un nuevo pueblo, formado de todas las naciones de la tierra, de la esclavitud del pecado.

José aporta mucho en esta historia, asumiendo la paternidad legal del hijo de María. Pero hay algo más que José tiene que asumir y en lo que él no tiene parte: ese niño tiene otro nombre: Emanuel, Dios con nosotros. Las últimas palabras de Jesús en la tierra, antes de ser elevado a los cielos son
“Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. 
Con solo invocar el nombre de Jesús, recordamos que Él está siempre presente y nos abrimos a su acción salvadora en nosotros.

Amigas y amigos, san José escuchó la voz de Dios mientras dormía. Después se levantó y actuó en consecuencia. Una vez que hemos oído la voz de Dios, eso es lo que tenemos que hacer: levantarnos y poner manos a la obra. La fe no nos separa del mundo, sino que nos ayuda a entrar en él llevando la fuerza de la esperanza y del amor que recibimos de Dios.

Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga: que tengan una muy feliz Navidad y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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