martes, 26 de marzo de 2019

¡Prueben qué bueno es el Señor! (Salmo 33 - Lucas 15,1-3.11-32). IV Domingo de Cuaresma.





Días pasados estuve hablando con la esposa de un matrimonio que tuvo un accidente. Ellos y los otros dos pasajeros del vehículo salieron con algunos golpes, alguna costilla rota, pero nada más. Ella, mujer creyente, me decía “me terminé de convencer que Dios es lo más grande que hay”. En medio de la situación riesgosa que atravesaron, con vuelco incluido, ella no dejó de sentir la presencia y la bondad de Dios.

Es verdad, no siempre percibimos así a Dios, como un Dios bueno. Al contrario de lo que sintió esa señora, muchas personas lo ven más bien como un ser arbitrario, caprichoso, dueño de nuestra vida que dispone de ella como quiere. Cuando pensamos así, en el fondo, estamos proyectando sobre Dios nuestra propia maldad, la maldad humana; pero Dios es Otro; totalmente diferente.
Las lecturas de este domingo nos ayudan a descubrirlo a través de distintas experiencias de la comunidad creyente a lo largo de los siglos.

La primera lectura, del libro de Josué, nos permite contemplar al Pueblo de Dios reunido, celebrando la Pascua por primera vez en la Tierra prometida a ellos por Dios. Han llegado después de 40 años de camino en el desierto, después de haber sido liberados de la esclavitud que sufrían en Egipto. Durante esos cuarenta años se alimentaron principalmente del maná, que recibían de la Providencia de Dios. Ahora, en cambio:
Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos del país -pan sin levadura y granos tostados- ese mismo día.
En esos primeros días en su tierra, ellos celebran la bondad de Dios que han experimentado; la misericordia de Dios que los ha llevado hasta allí y los sigue acompañando.

Pero la gran manifestación de la bondad de Dios la tenemos en Jesús, muy especialmente en el pasaje del Evangelio que escuchamos hoy.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.»
Jesús se acerca a quienes son habitualmente rechazados como pecadores. Con esa actitud despierta el escándalo de escribas y fariseos. Es en ese contexto que relata la parábola que mejor manifiesta el rostro bondadoso de Dios, el rostro de Dios Padre.
Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de herencia que me corresponde.” Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
El hijo menor ofende al padre, despreciando su amor y marchándose de la casa, sin importarle el dolor que provoca. No quiere a su padre. En cambio, el padre sigue amándolo y cada día sale al camino, esperando verlo regresar. Finalmente llega ese día:
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo."
Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta.
El hijo ha vuelto, obligado por el hambre y las circunstancias adversas, pero manifiesta su arrepentimiento, pide perdón y reconoce que ya no puede ser recibido como hijo. Pero el Padre lo abraza y lo besa con cariño y hace que lo vistan, lo calcen y le entreguen un anillo: le devuelve su lugar en la casa como hijo.

Pero la parábola habla de dos hijos… El mayor regresa del campo, oye la música y el ruido de la fiesta y pregunta qué sucede. Los servidores le informan del regreso de su hermano y la alegría de su padre ¿cuál es su reacción?
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!"
El hijo mayor no quiere a su padre ni a su hermano. Ha servido al padre con conducta intachable; pero no por amor, sino esperando su recompensa. La falta de amor se hace evidente porque no comparte la alegría del padre. El padre también quiere a ese hijo. El menor ha vuelto y está en la casa; el mayor ha llegado, está a la puerta, pero no quiere entrar. Frente al reclamo mezquino sobre el gasto de la fiesta el Padre manifiesta:
Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Luego lo invita a participar en la fiesta, por amor a su padre y a su hermano.

¿Entró finalmente el hermano mayor? ¿Se alegró con la alegría del padre? ¿recibió a su hermano? No lo sabemos. El evangelio no lo dice: es un final abierto. Ese final queda como una pregunta a los escribas y fariseos, a los que representa el hermano mayor. ¿Llegaron ellos a ver a Dios como Padre bueno y misericordioso, que se alegra y festeja cuando un pecador se convierte?

Al menos un fariseo -seguramente también muchos otros- dio ese paso y vivió un fuerte encuentro con Jesús. Un encuentro que lo hizo bajarse -más todavía, caerse- de la autosuficiencia sobre la que había construido su vida.
Ese fariseo fue san Pablo, que cuenta como
“sobrepasaba en el judaísmo a muchos de mis compatriotas, superándolos en el celo por las tradiciones de mis padres” (Gal 1,13.14)
“En cuanto a la Ley, fariseo... en cuanto a la justicia de la Ley, intachable” (Fil 3,5.6)
Pablo descubre a la vez su error, su fragilidad y la fuerza de la misericordia de Dios. Habiendo vivido él mismo la experiencia de ser alcanzado por Jesús, que le mostró su misericordia, Pablo siente que es una criatura nueva,
Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación.
Hombre nuevo en Cristo, reconciliado con Dios, Pablo nos anima a que nosotros confiemos también en el Padre misericordioso:
Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios.
Gracias amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y que puedan en su vida experimentar su bondad y su misericordia… y si necesitan hacerlo, no demoren en reconciliarse con Dios. Hasta la próxima semana si Dios quiere.

viernes, 22 de marzo de 2019

“Señor, déjala por este año todavía” (Lucas 13,1-9). III Domingo de Cuaresma.







Todo aquel que cultiva la tierra espera un momento muy especial: la cosecha, la hora de recoger los frutos. Hay plantas que tienen un ciclo rápido y permiten inclusive recoger más de una cosecha en el año. Hay otras, en cambio, que necesitan un tiempo largo antes de dar sus primeros frutos. Son cultivos que requieren una inversión importante.
Todo cultivo supone muchos trabajos… preparación de la tierra, siembra, riego, combate de malezas y plagas, podas…
Agricultores, quinteros, jardineros: hombres y mujeres que saben de plantas, conocen todos esos trabajos; pero saben también que es necesario tener paciencia. Saber esperar. Se puede hacer todo lo posible para que la planta crezca sana y dé una buena cosecha; pero, en definitiva, el crecimiento y los frutos llegan por sí solos, a su debido tiempo.

La vida humana es como un cultivo. El hombre, la mujer, desean que su vida fructifique; pero los frutos más grandes y permanentes no se obtienen rápidamente. Es necesario mantener vivo el deseo de alcanzar la meta, trabajar con la esperanza de ver esos logros y, sobre todo, adquirir la virtud de la paciencia.

Decía el sabio Aristóteles que la paciencia es “el equilibrio entre emociones extremas”. Es la virtud de quienes saben sufrir y tolerar las contrariedades y adversidades con fortaleza y sin lamentarse. Es el arte de esperar con serenidad los logros del trabajo en que nos hemos esforzado; pero también esperar otra parte, de esos mismos resultados, que no depende de nosotros. El buen maestro siembra, se esfuerza, da lo mejor de sí; pero de la respuesta de sus discípulos depende también cómo serán los frutos finales.

El evangelio de este domingo nos presenta uno de esos árboles que puede demorar en entregar sus primeros frutos: la higuera. Alrededor de esa planta Jesús construye una parábola que habla de frutos, pero también de paciencia.
Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?"
La higuera no produce higos; pero ése no es el punto de Jesús.
Esta higuera es la imagen de la persona cuya vida no da frutos.
En los evangelios, Jesús utiliza a menudo imágenes de árboles y plantas:
- exhorta a dar "frutos de conversión" (Mt 3,8)
- anuncia que el árbol que no dé frutos "será cortado y arrojado al fuego" (Mt 3,10)
- los indica como criterio de discernimiento: "por sus frutos los conocerán" (Mt 7,16 y ss)
- los presenta como resultado de siembra en tierra buena: "da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta" (Mt 13,23)
- maldice una higuera estéril: "que nunca jamás brote fruto de ti" (Mt 21,19)

¿Por qué esa insistencia en los frutos? Nuestro pensamiento natural es que se produce fruto para nuestro consumo: el fruto se come. Del trigo sacaremos la harina. De los árboles y plantas frutales esperamos recoger y comer los higos, las uvas, las manzanas, los duraznos…

Sin embargo, desde el punto de vista del árbol o de la planta de trigo, el fruto es parte del proceso reproductivo.
La capacidad de comunicar la vida, de generar una vida nueva, es un signo de madurez. El fruto no es solamente algo destinado al consumo de otro; es el portador de la semilla; es el que permite trasmitir la vida, el que hace posible llamar a la vida a otros seres similares.
¿No tendrá que ver con eso los frutos que Jesús nos pide?
Los frutos son el signo de la madurez humana y cristiana, el signo de una vida fecunda, de una vida que engendra, que hace nacer vida en la comunidad cristiana, en los nuevos miembros que se agregan; en aquellos que reencuentran la fe y la esperanza; en quienes hallan que, por fin, alguien los recibe, los escucha, los ayuda; en definitiva, que alguien los ama.

Si vemos nuestra vida “improductiva”, sin frutos, estéril, la parábola de la higuera puede resultarnos amenazante:
Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?
Pero la parábola no termina allí. El dueño está hablando con el viñador. El viñador es un hombre que conoce las plantas que están a su cuidado. Es verdad, la higuera lleva tres años improductiva; pero él no ha perdido la esperanza. Está dispuesto a seguirla cuidando y a esperar con paciencia:
"Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."
Estamos en el tiempo de cuaresma, donde Dios espera “frutos de conversión”. Los cuarenta días marcan un tiempo de paciencia de Dios, un Dios “rico de tiempo”, un Dios “rico en misericordia”.
¡Cuántas veces decimos “no tengo tiempo”! y postergamos así decisiones importantes, fundamentales… Dios nos da tiempo, estira los plazos. ¡Tenemos tiempo!

Pero, en este tiempo ¿cómo dar esos frutos que generan vida?
No es posible dar fruto sin morir de alguna manera. Nos dice Jesús:
"En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Juan 12,24).
Se trata de ver, entonces, a qué morir: qué es lo que tenemos que podar, que cortar, que abandonar en nuestra vida para hacerla productiva, para dar verdaderos frutos para el Reino de Dios.

Jesús ha dado su vida para dar mucho fruto y ese fruto somos nosotros, llamados ahora a dar nuestro propio fruto, en unión con Jesús. Él nos dice:
"Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar frutos por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes, si no permanecen en mí" (Juan 15,4)
Amigas, amigos, pidamos al Padre Dios que dirija nuestros corazones y nos ayude a vivir en el amor a Él y a nuestro prójimo, para que demos frutos que permanezcan. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 13 de marzo de 2019

«Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas.» (Génesis 15, 5-12.17-18; Filipenses 3,17-4, 1; Lucas 9,28b-36). II Domingo de Cuaresma.







Las luces de la ciudad no nos dejan ver mucho del cielo estrellado. Una noche en el campo, bajo un cielo despejado, nos permite ver el firmamento. En nuestro hemisferio sur no solo vemos la Cruz del Sur o las Tres Marías, sino diversas constelaciones, miles de estrellas desperdigadas y esas nebulosas formadas por millones de estrellas lejanas: la Vía Láctea, las Nubes de Magallanes… un espectáculo que invita a contemplar y soñar.
Hace cuatro mil años, un hombre anciano, sin hijos, contemplaba las estrellas, incontables, imaginándose padre de una inmensa multitud…
Dos mil años después, un hombre habla con otros dos acerca de su éxodo, es decir, de su partida hacia una nueva realidad…
Pocos años más tarde, otro hombre contempla el firmamento y escribe a sus amigos diciéndoles que son ciudadanos del cielo…

De esta forma podríamos introducir las lecturas de este segundo domingo de cuaresma: como una invitación a soñar con lo que parece imposible, con una meta que está completamente fuera de nuestro alcance, como las estrellas… una meta que solo podremos lograr si nos es dada, porque no está en nosotros la capacidad de alcanzarla.
Dios llevó a Abram afuera y continuó diciéndole: «Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas.» Y añadió: «Así será tu descendencia.»
Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.
Así comienza la primera lectura, del libro del Génesis (15, 5-12. 17-18). Abram, que luego recibirá el nombre de Abraham, ha respondido al llamado de Dios. Ha dejado su tierra “sin saber a dónde iba” (Hebreos 11,8). Camina en la oscuridad de la fe, pero en esa oscuridad brilla la luz de la promesa representada en las estrellas. Abraham tendrá dos hijos, cuando llegue el momento, pero será sobre todo el “padre de los creyentes”, reconocido como tal por las tres grandes religiones monoteístas: judíos, musulmanes y cristianos. ¿Qué es lo que lo hace “padre de los creyentes”? Abraham no ha llegado a la fe como resultado de su búsqueda de lo trascendente; mucho más que eso, Abraham se ha dado cuenta de que hay una iniciativa de Dios, que viene al encuentro de los hombres, que quiere entrar en relación con ellos bajo la forma de una alianza. Una alianza que comienza con el mismo Abraham, que cree en la promesa de Dios.

Siglos después, por aquellas mismas tierras, marcha Jesús con sus discípulos hacia Jerusalén. Él les ha dicho que allí
«El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lucas 9,22).
El anuncio de Jesús ha sumido a los discípulos en la oscuridad. Marchan tras su maestro sin saber a dónde van. En ese camino entre sombras, llega una luz sorprendente:
Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.
Es la transfiguración de Jesús. Así Jesús revela que, por la pasión, llegaría a la gloria de la resurrección. La blancura fulgurante de su vestimenta lo muestra revestido, en forma anticipada y pasajera, de esa gloria pascual que alcanzará a través de la cruz.
Si esa transformación que vive Jesús no fuera suficiente, está allí también el testimonio de la Ley y los Profetas, representados en dos personajes de la Primera Alianza:
dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Los dos aparecen también revestidos de gloria, porque están ya en la presencia de Dios.
“Hablaban de la partida de Jesús”, es decir de su éxodo.
Siglos atrás, Moisés fue el guía elegido por Dios para guiar a su Pueblo durante 40 años de camino por el desierto, el éxodo desde Egipto hasta la Tierra Prometida, desde la esclavitud hacia la libertad.
Elías fue el profeta que debió sufrir por Dios y por su pueblo antes de ser llevado para participar de la gloria divina.
Con su presencia, ambos confirman que Jesús va a Jerusalén para vivir su propio éxodo, su Pascua definitiva: paso de la muerte a la vida, de la humillación a la exaltación.

La fe de Abraham, nuestro padre en la fe; la Pascua de Jesús vislumbrada en la transfiguración, nos ayudan a caminar en medio de nuestra propia oscuridad. Cuando muchos no ven en el mundo más que sombras y amenazas, cuando algunos se decepcionan y desconfían, san Pablo hace brillar para nosotros la luz de una gran esperanza.
Desde las sombras de su prisión y sus cadenas, Pablo escribe a la comunidad de Filipos, comunidad pequeña y humilde, pero grande en la fe y en el cariño fraterno:
Hermanos:
Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio.
Por eso, hermanos míos muy queridos, a quienes tanto deseo ver, ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren firmemente en el Señor.
Perseverar caminando, porque no se trata de quedarse allí, como pide Pedro en el momento en que la escena que ha visto está llegando a su fin:
Mientras [Moisés y Elías] se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Jesús, Moisés y Elías han hablado de partida. Pedro habla de acampar, de quedarse… quiere prolongar ese momento… no acepta la partida de Jesús, no acepta el viaje hacia la cruz. Pedro todavía está en la oscuridad. Necesita aún ser iluminado:
Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo.»
Sigamos también nosotros nuestro camino de fe, con los ojos fijos en Jesús. Sigamos atentos a su Palabra y busquemos vivirla cada día.

Amigas y amigos, gracias por su escucha. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

miércoles, 6 de marzo de 2019

Jesús vence al tentador (Lucas 4,1-13). I Domingo de Cuaresma.




¿Qué es aquello que nos hace a los hijos sentirnos realmente amados por nuestros padres?
Una vez una mujer me confió que, aunque conocía a su madre biológica y mantenía relación con ella, la persona que ella conoció y sintió siempre como madre fue la tía que la crió desde muy pequeña. “Para mí -me decía ella- mi madre fue mi tía, porque fue la persona que me quiso como soy, a pesar de todo, a pesar de mis defectos. A la que es mi madre, la que me dio a luz, la conozco y todo bien… bien, siempre que yo me mueva según sus reglas”.
La experiencia de esa mujer fue la de encontrar un amor gratuito, un amor incondicional. Podríamos pensar que eso de “me quiso como soy” podría haberla llevado a ser una persona caprichosa, manipuladora, que aprovechaba ese cariño para sacar de allí lo que quisiera… pero no fue así. Esa experiencia de amor hizo crecer en ella la capacidad -una gran capacidad- de amar y darse, tal como había sido amada y recibida.

Dios compara muchas veces su amor por sus criaturas -por nosotros- con el amor de una madre. Más aún, asegura que, si hubiera una madre capaz de olvidar a sus hijos, Él no nos olvidaría (Isaías 49,15). En cambio, somos nosotros, muchas veces, los que olvidamos al Padre o, tal vez, no lo hemos encontrado, no hemos conocido o no hemos reconocido su rostro de amor y de misericordia.

El miércoles pasado, miércoles de ceniza, comenzamos el tiempo de Cuaresma. 40 días de preparación a la Pascua, la celebración de la muerte y resurrección de Jesús, centro de la fe cristiana.
Cuarenta días, a los que hay que sumar los domingos, no comprendidos en los cuarenta, en que Dios sale a nuestro encuentro para invitarnos a descubrir o redescubrir nuestra filiación: tomar nuestro lugar de hijos e hijas suyos, reconociéndolo como Padre. Al mismo tiempo, descubrir o redescubrir la fraternidad: reconociendo a Dios como Padre, vivir fraternalmente, mirando a cada persona como hermana y tratándola como tal.

El proyecto de Dios tiene un adversario: Satanás, el diablo, nombre que significa “el que divide”. Este domingo leemos en el evangelio el relato de las tentaciones por las que Jesús pasó. El maligno, el que siembra división, va a intentar inútilmente quebrar el vínculo filial de Jesús con su Padre Dios lo que, al mismo tiempo, quebraría la relación con los hombres y mujeres de los que el Hijo de Dios, por su encarnación, se ha hecho hermano.

El pan.

Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de las orillas del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto, donde fue tentado por el demonio durante cuarenta días. No comió nada durante esos días, y al cabo de ellos tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: «Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan.» Pero Jesús le respondió: «Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan.»
Llegado el momento, Jesús alimentará con cinco panes y dos peces a una multitud hambrienta. Hará que esa pequeña cantidad de alimento que le han entregado se multiplique. No transforma piedras en pan ni siquiera para alimentar a la gente; no digamos ya para alimentarse a sí mismo. Multiplica, en cambio, lo que se le ofrece: multiplica la fraternidad, contenida en esa ofrenda pequeña, sí, pero generosa.
La respuesta de Jesús a Satanás está en la Palabra de Dios: el hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Es el mismo Jesús que dirá después:
“la vida vale más que el alimento (…) fíjense en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valen ustedes que las aves!” (Lucas 12,23-24).
Satanás ha sido insidioso desde sus primeras palabras: “si tú eres el Hijo de Dios…” Jesús reafirma su filiación manifestando su confianza en el Padre que lo alimenta -y nos alimenta hoy- con el Pan de su Palabra y el pan de cada día.

El poder:

Luego el demonio lo llevó a un lugar más alto, le mostró en un instante todos los reinos de la tierra y le dijo: «Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero. Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá.» Pero Jesús le respondió: «Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto.»
La tierra de Jesús ha estado bajo el yugo de numerosos imperios. Asirios, babilonios, persas, macedonios, seléucidas y romanos hicieron de Palestina una de sus provincias. El padecimiento de siglos de dominación puede resumirse en las palabras de Jesús:
“Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos” (Lucas 22,25).
Ahora el tentador le ofrece el poder sobre todos los reinos de la Tierra, con la condición de postrarse y adorarlo. Jesús responde nuevamente citando la Sagrada Escritura
«Adorarás al Señor, tu Dios, y solo a él rendirás culto.»
Frente al tentador, Jesús ha vuelto a afirmar su filiación, no solo como hijo eterno del Padre, sino como hombre, hermano nuestro.
Antes de entrar en su pasión, Jesús dirá a sus discípulos:
“que el mayor entre ustedes sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve… yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lucas 22,26-27)
Haciendo de su autoridad servicio, Jesús nos llama a hacer lo mismo, construyendo fraternidad.

El éxito espectacular e inmediato:

Después el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso en la parte más alta del Templo y le dijo: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: El dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden. Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra.»
Pero Jesús le respondió: «Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.»
Nuevamente “si tú eres el Hijo de Dios”. Otra vez la filiación cuestionada. Jesús no necesita poner a prueba a su Padre. Él sabe quién es y sabe en quién tiene puesta su confianza. Cuando Jesús llegue a Jerusalén, no subirá al templo sino al Gólgota, para ser levantado en la cruz. Él ha venido a hacer la voluntad del Padre y Jesús hace suya esa voluntad, dando la vida por sus hermanos.

Que el camino de Cuaresma nos ayude a crecer en nuestra filiación y nuestra fraternidad. En nuestra conciencia de ser hijos de Dios y hermanos y hermanas entre todos nosotros. Que practicando la oración, la moderación y la solidaridad podamos afrontar las insidias del espíritu del mal, animados por Jesús que ha vencido al tentador.

Amigas y amigos, gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y les ayude a vivir un rico y fecundo tiempo de Cuaresma. Hasta la próxima semana si Dios quiere.