miércoles, 10 de enero de 2018

A las cuatro de la tarde, con el cordero de Dios (Juan 1, 35-42). Domingo II durante el año.




La vida acelerada que hoy llevamos hace que pasemos de una cosa a otra, sin tiempo para decantar qué significa lo que hemos estado haciendo. Interactuamos con muchas personas a lo largo del día, presencialmente o a través de las diferentes formas de comunicación. Ahora bien, ¿con cuántas personas nos hemos encontrado realmente?

El encuentro supone algo más que estar juntos un momento e intercambiar unas palabras o aún un tiempo largo, manteniendo una conversación… el verdadero encuentro es comunicación profunda; deja huellas, establece un vínculo de afecto y cada vez que se repite, se va profundizando esa relación con un mayor conocimiento mutuo.

Cuando el encuentro con alguien marca profundamente a una persona, quedan en la memoria aspectos que podrían parecer insignificantes: la ropa que llevaba puesta, el tiempo atmosférico, alguien que saludó al pasar… la memoria registra, casi como al azar, algunos de esos detalles, que quedan asociados a lo más importante: el encuentro vivido con esa persona.

Algo así aparece en el Evangelio de hoy.
Estaba Juan Bautista otra vez allí con dos de sus discípulos y, mirando a Jesús que pasaba, dijo: «Este es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús. El se dio vuelta y, viendo que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscan?»
Ellos le respondieron: «Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives?»
«Vengan y lo verán», les dijo.
Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él ese día. Era alrededor de las cuatro de la tarde.
“Era alrededor de las cuatro de la tarde”. Para nosotros sería igual que hubiera sido a las diez de la mañana o a las dos de la tarde; pero no es así para quien vivió el hecho. En su aparente insignificancia, ese dato pone una impronta personal, un recuerdo propio de quien relata lo que vivió. Todos tenemos en nuestra vida esas “cuatro de la tarde”, esos momentos fuertes de encuentro con Dios, momentos de Gracia. Recordarlos nos sostiene en los momentos difíciles.

Los discípulos se encuentran con Jesús. ¿Quién es Él para ellos? Es alguien a quien no conocen, pero quieren conocer. Lo identifican como un maestro: respetuosamente le dicen “rabbí”. Todavía no han visto milagros, no han escuchado enseñanzas y estamos muy lejos de la pasión, de la cruz, de la resurrección; pero Juan ha presentado a Jesús diciendo “éste es el Cordero de Dios”.

¿Por qué el cordero de Dios?

A los uruguayos, “cordero” nos evoca un asado en familia o entre amigos. Tener un cordero para Navidad o fin de año, es asegurarse una buena comida compartida, amistad, alegría, fiesta…
Pero a los discípulos de Juan el Bautista, ¿qué les dice esa expresión, “cordero de Dios”?

Cordero de Dios hace pensar en el cordero pascual, que era sacrificado en el templo de Jerusalén y luego llevado por cada familia para comer en su casa la cena de pascua. En la primera pascua, los israelitas marcaron con la sangre del cordero las jambas y el dintel de las puertas de sus casas (Exo 12,7). De esa forma, fueron liberados del paso del ángel exterminador enviado por Dios y salieron a la libertad, dejando atrás la esclavitud en Egipto. La sangre del cordero pascual fue signo para la acción liberadora de Dios en favor de su pueblo (Exo 12,13).

Cordero de Dios hace pensar también en la víctima que se ofrecía en los sacrificios de expiación o reparación (Lev 14) y cuya sangre también hacía parte del rito. Con ese cordero se identifica el Servidor sufriente del profeta Isaías (Isaías 53) que se sacrifica para obtener el perdón por los pecados de los hombres.

Al llamar a Jesús “Cordero de Dios”, el evangelista Juan une el cordero pascual, por el que el Pueblo de Dios fue librado de la muerte y conducido a la liberación, con el servidor sufriente, por cuyo sacrificio llega al pueblo el perdón, la redención de sus pecados.
Todo esto puede estar resonando en los discípulos que se acercan a Jesús.
“Cordero de Dios” trae un anuncio de muerte y sacrificio para liberación y perdón.

Los discípulos continuarán recorriendo con Jesús el camino donde él se irá manifestando y ellos lo irán conociendo. En la última cena, que es una cena pascual, Jesús cambia el cordero que se sacrificaba en el templo, por su cuerpo y su sangre, bajo el signo del pan y del vino. En su cena Jesús anticipa su sacrificio en la cruz y el sentido que tiene esa ofrenda de su vida para la reconciliación entre Dios y los hombres. Al final de la Biblia, en el libro del Apocalipsis, el cordero degollado, es decir, sacrificado, aparece de pie, victorioso: Jesucristo, el Cordero de Dios, ha resucitado.

¿Qué significa para nosotros, hoy, Jesús como Cordero de Dios? La expresión nos vuelve a remitir al misterio de la cruz “escándalo para los judíos y locura para los griegos” (1 Co 1,23). Sin embargo, feliz del que pueda descubrir y decir, junto con San Pablo que el Hijo de Dios “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20).

La misión de la Iglesia sigue siendo la que asumió Juan el Bautista en aquel momento: señalar al Cordero de Dios, invitar a ir a su encuentro. Eso es lo que hace el Papa Francisco, al comienzo de su exhortación “La alegría del Evangelio”. Él hace esta invitación “a cada cristiano”, pero vale también para toda persona que esté en una búsqueda espiritual:
Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso.
(…)
Éste es el momento para decirle a Jesucristo:
«Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
(EG 3)

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