martes, 3 de septiembre de 2019

El que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo (Lucas 14, 25-33). Domingo XXIII del Tiempo Ordinario.








“Primera vez en mi vida que termino algo” dijo Jonathan, mientras recibía su diploma. Le estaban entregando la acreditación de haber concluido un año de rehabilitación en una comunidad terapéutica. Había llegado allí tras sucesivos fracasos en sus intentos de dejar su adicción a las drogas. Cuando pidió el ingreso le informaron de las reglas. Le recalcaron que el ingreso era su propia decisión. Él había llegado con mucha presión de algunos familiares (otros ya lo daban por perdido) y de algunos amigos (otros no eran realmente amigos ni gente recomendable). Jonathan se vio ante la decisión. Leyó aquellas normas de convivencia y de responsabilidad y firmó, asumiendo su compromiso. Así empezó su caminata. Al principio, en forma errática… perdido, desconcertado. Poco a poco fue agarrando el ritmo. Pronto se encontró entre aquellos que recibían y ayudaban a un nuevo compañero que, como él, llegaban dispuestos a intentarlo todo por salir adelante. Con el diploma en la mano, recordó los momentos de crisis… la forma sorpresiva en que abandonó la casa un compañero que parecía ir tan bien… el cambio de responsable a mitad de camino… la ansiedad que le dejó una visita familiar con malas noticias… todo se había ido superando. La batalla se había ganado. La lucha continuaría afuera, pero con nuevas herramientas, nuevas capacidades, pero, sobre todo, sintiendo que ahora sí, su vida tenía sentido.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar".
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
Estas palabras de Jesús están llenas de sentido común. Porque… ¿cuántas veces nos metemos en compromisos que no podemos cumplir, empezamos a realizar planes sin contar con recursos, o nos ponemos en problemas por gastar lo que no tenemos?

Aunque podemos tomar estas consideraciones de Jesús para nuestra vida práctica, en realidad Él apunta mucho más lejos. Jesús está hablando de quién puede ser y quién no puede ser su discípulo. Jesús llama, pero hacerse su discípulo es tomar una decisión, hacer un compromiso. Hay que ver si estamos dispuestos a asumir todo lo que eso significa, más todavía que lo hizo Jonathan con su terapia.

Jesús habla mientras va en camino. Se dirige a Jerusalén. Camina hacia su pasión, su cruz, su muerte y resurrección. Ha tomado esa decisión. No volverá otro año a peregrinar a Jerusalén como hizo tantas otras veces. Es un viaje sin regreso.

Gran cantidad de gente camina junto a Jesús. El evangelio ofrece muchas escenas donde Jesús habla mientras camina; pero aquí lo vemos detenerse y darse vuelta. Jesús hace un alto para ponerse de cara a la multitud que lo sigue y hablarle. Quiere dejar algo en claro: una cosa es caminar con Él, escuchándolo con gusto, viendo sus milagros o esperando recibir uno… Otra cosa es seguir a Jesús. Para eso él pone condiciones.
Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
Y aquí podemos agregar la que está al final de las comparaciones de la torre y el ejército que leíamos antes:
cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
Notemos que Jesús dice mi discípulo. Para un maestro no es lo mismo decir “los alumnos” que “mis alumnos”. Mi discípulo indica una relación personal. El discípulo define su identidad no con relación a un contenido, a una materia de estudio, sino en la relación con el Maestro.

La primera condición que pone Jesús para seguirlo es ponerlo primero y posponer los otros amores. La lista que hace Jesús tiene siete renglones: empieza por el padre, la madre y el último es la propia vida, el propio “yo”. No se trata de abandonar ni descuidar el amor a los miembros de la familia, sino de subordinar todos esos amores al amor de Jesús; eso llevará a amarlos a todos de otra manera: a amarlos desde el amor de Jesús.

La renuncia a la propia vida se entiende con la frase que sigue: “el que no carga su propia cruz…”. Amar desde el amor de Jesús es, nada menos, que amar desde la Cruz, desde la entrega total de la vida, sin falsedad ni traición. Cargar la propia cruz es poner los pies en las huellas de Jesús, tratando de reproducir sus actitudes cada vez que hacemos algo en la vida, con su misma entrega de amor.

La frase continúa: “el que no carga su propia cruz y me sigue”. Porque no se puede seguir a Jesús sin la cruz, sin ese despojamiento que identifica completamente con el Maestro, ahora resucitado, por los caminos de la vida. Desde ahí se entiende que el discípulo “renuncie a todo lo que posee”.

Las dos parábolas del que construye la torre y del rey que va a la guerra toman ahora su sentido más profundo. Son un llamado a no tomar las cosas a la ligera sino aprender a discernir conjugando realismo y sabiduría. Jesús no quiere desalentarnos, sino animarnos, darnos coraje. Es posible seguir a Jesús; pero hay que estar dispuestos a pagar el precio, con desprendimiento y generosidad de corazón. La decisión de seguir a Jesús exige un compromiso total, sin vuelta atrás. En todo momento, el discípulo tiene que estar dispuesto a dejar todo lo que tiene por seguir al Maestro. Por eso Jesús dice: “cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”.

Todo esto puede parecer irreal, imposible, absurdo… pero Jesús ya no está hablando a los Doce, que, literalmente, lo han dejado todo para ir con Él. ¿Cómo entender esa renuncia hoy? ¿Cómo entenderla desde la vida de la mayoría de los cristianos, fieles laicos que trabajan, que tienen una familia? Se lo pregunté a un amigo y me dijo:
“yo creo que empieza por darme cuenta de que lo que tengo no viene solo de mi esfuerzo y mi trabajo, sino que ha sido posible con la ayuda de Dios… en eso el Evangelio me llama a la gratitud y al desapego, a no agarrarme de las cosas y a compartir lo que tengo. Eso puede consistir en ayudar a alguien en un momento difícil de salud o de trabajo, en colaborar con una obra social o con la comunidad parroquial, en tener una atención especial con familiares o amigos en momentos importantes… en fin: la vida de cada día te va presentando muchas oportunidades que te llaman a ser generoso con tu tiempo, con tu cariño o con algo de tus bienes materiales”.
Amigas y amigos, para seguir a Jesús hay que estar dispuestos al desapego y a la generosidad. Hay que medir bien hasta dónde estamos dispuestos a llegar. Parece difícil, pero es Jesús quien se puso primero, y lo llevó hasta desapegarse de su propia vida.
Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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