domingo, 27 de diciembre de 2020

Misa - Sagrada Familia

Queridas hermanas, queridos hermanos:

Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia de Nazaret, cuya fiesta celebramos hoy, contemplamos a Jesús, María y José en su visita al templo de Jerusalén, tal como la hemos escuchado en el evangelio de Lucas.

No es una visita casual ni tampoco es la peregrinación como la que esta misma familia hará algunos años más tarde, cuando el niño les dará un susto a sus padres quedándose en el templo.
Esta visita tiene un motivo y es cumplir dos leyes, dos mandamientos que Dios entregó por medio de Moisés a su pueblo.

El primero es la purificación de la madre. Puede sorprendernos, hasta chocarnos, que María, la madre de Jesús, a quien veneramos como la Inmaculada, la Purísima, tenga que hacer una purificación. Pero eso era lo indicado: 40 días después de haber dado a luz, toda madre debía hacer ese rito. María lo cumplió ofreciendo “un par de tórtolas o de pichones de paloma” que era “la ofrenda propia de los pobres” (Lumen Gentium, 57).

El segundo motivo por el que María y José van al templo es el de ofrecer su hijo al Señor. Esta es una ley que se refiere al primogénito, el primer niño que tiene una pareja. El ofrecimiento era una entrega del niño al servicio de Dios; pero no se trataba de que el niño quedara allí en el templo. Hecho el ofrecimiento, de forma simbólica, los padres lo “rescataban” y se lo llevaban.
Más que el cumplimiento de esas leyes, importa el espíritu con que la Sagrada Familia las cumple. Es una familia que quiere ser fiel a Dios. Cumple las leyes con espíritu religioso, como toda familia judía piadosa. 

María y José, con su actitud, invitan a todos los padres creyentes a asumir su responsabilidad de transmitir la fe a sus hijos y a educarlos en esa misma fe. Ése es el compromiso que asumen los padres cuando piden el bautismo para sus hijos. Dios quiera que, en ese sentido, la Sagrada Familia, sea siempre fuente de inspiración para los papás y las mamás.

Así, entonces, llegó al templo esta pequeña familia: Jesús, María y José. El templo era un lugar muy concurrido, con grandes patios por donde la gente entraba y salía todo el tiempo. Dos esposos y un bebé apenas se distinguirían entre aquella aglomeración… sin embargo, no pasaron desapercibidos. Dos personas se fijaron en ellos: dos ancianos, Simeón y Ana.

Podemos imaginarnos fácilmente a esas dos personas mayores enternecidas ante un bebé. No es algo que no hayamos visto: una señora mayor que se acerca a una mamá que tiene un niño en brazos y la saluda y la felicita por ese bebé precioso.

Pero aquí sucede algo más: Simeón y Ana no se acercaron simple y espontáneamente, alegrándose por ese niño y por sus padres, sino que actuaron movidos por el Espíritu Santo. Impulsados por el Espíritu, los dos profetizan:

Simeón da gracias a Dios porque sus ojos “han visto la salvación” que Dios ha preparado, desde Israel, su pueblo elegido, para todos los pueblos, para todas las naciones de la tierra.
Por su parte, Ana “se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén”.

El papa Francisco describe este encuentro en una forma muy linda. Así dice Francisco:

Este es “el encuentro entre dos jóvenes esposos llenos de alegría y de fe por las gracias del Señor; y dos ancianos también ellos llenos de alegría y de fe por la acción del Espíritu. ¿Quién hace que se encuentren? Jesús. Jesús hace que se encuentren: los jóvenes y los ancianos. Jesús es quien acerca a las generaciones. Es la fuente de ese amor que une a las familias y a las personas, venciendo toda desconfianza, todo aislamiento, toda distancia”.
Hasta ahí las palabras del papa… Esto lo decía hace algunos años. Hoy, esas últimas palabras que él dice: “aislamiento”, “distancia”, tomaron otro significado. Siguen siendo palabras que evocan algo triste, doloroso, pero, en este tiempo de pandemia, se convirtieron también en una necesidad; por un lado, por prudencia, pero, otras veces obligatoriamente, cuando se debe guardar una cuarentena.
Pero no nos quedemos con esas dos palabras, sino con lo que antes nos recuerda Francisco: Jesús “es la fuente del amor que une a las familias y a las personas venciendo toda desconfianza, venciendo todo aislamiento, venciendo toda distancia”. En este tiempo de Navidad, sigamos buscando y recibiendo el amor que Jesús nos ofrece, fuerza para vencer nuestras contrariedades, fuerza de salvación para nuestras familias y nuestra humanidad.

No nos podemos olvidar de una palabra que el anciano Simeón dirige especialmente a María: 

“a ti misma una espada te atravesará el corazón”. 

Es el anuncio del profundo dolor que experimentará la madre de Jesús viendo a su Hijo sufrir y morir en el calvario. María llegó al templo para ofrecer a Dios su Hijo recién nacido. Ante la Cruz ella lo entregará, lo ofrecerá de nuevo, para recibirlo resucitado. No hay verdadero amor sin sufrir con aquel y por aquel a quien se ama. El sufrimiento no es la última palabra en la vida familiar, pero es una realidad que solo puede ser bien asumida en el amor.

Nuestro pasaje del evangelio termina contándonos que Jesús, María y José 

“volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.”

Así va la Sagrada Familia a su “normalidad”, a su vida de trabajo y familia en Nazaret. De la infancia de Jesús nos quedan otros episodios: la huida a Egipto y la ocasión en que Jesús se queda en el templo de Jerusalén. Después, no se nos cuenta nada más: pero también ese silencio es un mensaje.

Así lo entendió san Pablo VI, que en su visita a Nazaret en el año 1964, destacó las enseñanzas de la Sagrada Familia: sus lecciones de vida doméstica y de trabajo, pero, primero que nada, su lección de silencio. El papa Montini rezaba así:

Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Desde esta capilla dedicada a la Sagrada Familia, encomendamos todas nuestras familias a Jesús, María y José. Que ellos nos ayuden a crecer en el amor: cuidándonos unos a otros, consolándonos y acompañándonos mutuamente en el dolor, ayudándonos solidariamente y manteniendo siempre viva la esperanza. Así sea.

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