viernes, 11 de octubre de 2019

“¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” (Lucas 17, 11-19). Domingo XXVIII del Tiempo durante el año.







Permiso, perdón, gracias, son tres palabras que el Papa Francisco ha señalado en más de una oportunidad como expresiones de tres actitudes fundamentales para la buena convivencia:
“normalmente las entendemos como palabras de buena educación. Está bien: una persona educada pide permiso, dice gracias o se disculpa si se equivoca. La buena educación es muy importante. San Francisco de Sales solía decir que “la buena educación ya es media santidad”. 
Agradecer significa reconocer que lo que hemos recibido es un don, algo que va más allá de aquello que nos corresponde, aquello a lo que podemos tener derecho…

Muchas veces la persona que nos presta un servicio no hace más que realizar su trabajo, por el cual recibe una remuneración, o simplemente cumplir con su deber… ¿por qué, entonces, darle las gracias?

Pues simplemente porque no estamos ante un robot (aunque cada día encontremos más de esos aparatos). Estamos ante otra persona humana. Si ha sido amable con nosotros, ha puesto algo de su humanidad y es eso lo que estamos reconociendo al expresar nuestra gratitud… y si no ha sido amable con nosotros, si nos ha atendido de forma seca o hasta descortés, agradeciéndole le estamos haciendo la invitación a reconocernos como personas y, más aún, a que ella misma se vea como persona y se humanice… pequeñas cosas que hacen la vida simplemente más humana.

De gratitud y también de fe, nos habla el evangelio de este domingo:
Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Estos diez enfermos de lepra se mantienen a distancia porque no les está permitido acercarse a las demás personas. Su enfermedad hace que sean considerados “impuros”. Impuros quedan también quienes tengan contacto con ellos. No solo no pueden tener relación con los demás, sino que tampoco pueden entrar al templo o a la sinagoga. Eso no les impide dirigirse a Jesús, gritando para hacerle llegar su súplica: ¡ten compasión de nosotros!
Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes».
Y en el camino quedaron purificados.
El leproso que quedaba curado debía presentarse ante el sacerdote para que éste verificara la curación y certificara que esa persona había dejado de ser impura y podía reintegrarse a la vida religiosa y social de manera normal. Pidiéndoles que vayan a presentarse a los sacerdotes, Jesús está expresando que esa curación les llegará. Por el hecho de ponerse en camino, los diez leprosos ya dan una respuesta de fe, esa fe que tantas veces pide y espera Jesús para que se produzca un milagro. El milagro sucede y quedan curados… pero continúan su camino. Aunque no todos.
Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
El hombre que regresa hacia Jesús, alabando a Dios, es un extranjero. Pertenece a ese grupo con el que los judíos no tienen trato, pero con el que Jesús no puso barreras. Jesús le habló a la samaritana junto al pozo y puso al buen samaritano como modelo de amor al prójimo. Ahora es un samaritano el que ha vuelto para agradecer su curación:
Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Los diez hombres quedaron curados y, por tanto, purificados; los diez podrán reintegrarse al hogar, al trabajo, a la sinagoga; pero solo uno supo agradecer… y recibió mucho más. No sólo ha sido curado y purificado: él ha sido salvado. “Tu fe te ha salvado” le ha dicho Jesús.

La salvación es mucho más que la salud, aunque las dos palabras tienen mucha relación entre sí. El samaritano puede decir que ahora está “sano y salvo”. Ha encontrado en Jesús la salvación, en una nueva relación con Dios.

El hombre regresó a dar gracias porque descubrió y experimentó la gratuidad de Dios. Ha recibido un don, algo que no merecía ni podía reclamar. Lo ha recibido gratuitamente. Ha recibido una gracia de Dios. La experiencia de la gratuidad lleva a la gratitud y la auténtica gratitud despierta la generosidad. Quien descubre todo lo que ha recibido y sigue recibiendo de Dios no solo da las gracias: comienza a dar de sí mismo, a dar de su tiempo, de su saber, de sus bienes; en fin, da su vida, con generosidad.

Más aún… quien ha experimentado el amor gratuito de Dios en forma de misericordia, no puede menos que ser misericordioso. “Misericordiosos como el Padre” fue el lema del Año de la Misericordia que impulsó el Papa Francisco a lo largo de 2016. Las obras de misericordia corporales y espirituales siguen siendo cauces abiertos para la generosidad de quien quiere de verdad dar gracias a Dios.

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Finalmente, una “yapa” de esta reflexión… ¿qué respondemos cuando nos dicen “gracias”? Los uruguayos solemos decir “de nada”. A veces de una manera bastante seca, casi como molestos… En ese sentido, suenan mejor las viejas maneras: “no hay de qué” o “no tiene porqué”. Con un sentido distinto, más positivo, está el “para servirle”. A mí me agradó la expresión que se usa en Colombia y esa es mi respuesta cuando me agradecen algo: “con mucho gusto”. Ahí se los dejo.

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El próximo 20 de diciembre se cumplirán cien años de la llegada de Mons. José Marcos Semería a Melo. La diócesis, que abarcaba los departamentos de Rivera, Tacuarembó, Durazno, Florida, Treinta y Tres y Cerro Largo, estaba sin pastor desde su creación, en 1897. Con la llegada del nuevo obispo comenzó para las comunidades de ese vasto territorio la vida diocesana. Celebraremos este centenario el próximo sábado, 12 de octubre, en la fiesta de Nuestra Señora del Pilar, patrona de la Diócesis. Les invitamos a participar en la Misa que tendrá lugar en la Iglesia Catedral, a las 17 horas.

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Es ahora mi turno de agradecer, como lo hago siempre: gracias, amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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