miércoles, 4 de abril de 2012

Misa Crismal en la Catedral de Melo

Aceitunas, de las que se extrae el aceite de olivo,
con el que se elaboran los óleos para los Sacramentos

Homilía de Mons. Heriberto

Querido Mons. Roberto, queridos presbíteros y diáconos, queridos hermanos y hermanas:

El próximo sábado nos reuniremos en nuestras comunidades para celebrar llenos de alegría la Vigilia Pascual, corazón del año litúrgico. Es la Pascua, la celebración del misterio central de nuestra fe: Jesucristo muerto y resucitado por nosotros. La culminación de la Semana Santa, que se desborda en alegría durante el tiempo Pascual.

Pero hoy estamos reunidos en la Misa Crismal. Una Misa que tiene un carácter único. Toda la Diócesis, de una u otra forma, está aquí representada, expresando nuestra Comunión con Cristo y entre nosotros. Juntos, vamos a pedir de Dios la bendición para los óleos de los catecúmenos y de los enfermos y la consagración del Santo Crisma. Al regreso, cada comunidad parroquial llevará estos tres aceites con los que, a lo largo del año, se celebrarán los Sacramentos correspondientes.

Así, toda la Diócesis estará unida por medio de estos signos del Amor de Cristo. Cristo, el Ungido del Señor, que tiene la plenitud del Espíritu, nos une a Él en el Bautismo, que nos entrega el Espíritu Santo en la Confirmación y nos da alivio, consuelo y sanación en la Unción de los Enfermos.
Días pasados, celebrando las Bodas de Oro de nuestro querido obispo emérito Mons. Cáceres, escuchamos sus palabras dirigidas a todos nosotros en cuanto Cristianos: miembros del Pueblo de Dios, Pueblo sacerdotal, Pueblo santo.

Como nos enseña el Concilio Vaticano II (LG c. V), del cual Mons. Roberto fue activo participante, todos los miembros de la Iglesia estamos llamados a la Santidad. Este llamado viene del mismo Jesús que ha dicho a todos sus discípulos “Sean perfectos, como su Padre Celestial es perfecto” (Mt 5,48). Pero Jesús no sólo predica la santidad; además de vivirla Él mismo, Él es “el autor y consumador” de nuestra santidad. Es Él quien nos santifica, es Él quien nos hace santos. Para eso nos ha enviado el Espíritu Santo, que nos mueve interiormente para que amemos a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mc., 12, 30) y para que nos amemos unos a otros como Cristo nos amó (cf. Jn., 13, 34; 15, 12).

Uniéndonos a Él, por medio del Bautismo, Jesús, el Hijo del Padre Dios, nos hace a nosotros hijos de Dios, nos hace participar de la vida de Dios y por lo mismo nos hace santos.

Pero entonces, si todo lo hace el Señor ¿qué es lo que nos toca a nosotros? ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que conservar y perfeccionar en nuestra vida esa obra de Dios, esa santidad que recibimos. Y eso lo podemos hacer también con la ayuda de Dios.

Esa vida de santidad comienza cuando recibimos el agua del bautismo, que significa morir al hombre viejo, morir al pecado, para nacer de nuevo a la vida en Cristo, a la vida en amistad con Dios, a una vida santa.
Luego de recibir el agua, el bautizado es ungido con el Santo Crisma. La oración que reza en ese momento el ministro del Bautismo (el diácono, el sacerdote, el obispo) nos ayuda a comprender este signo. La oración dice así:

“Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha librado del pecado y te ha dado la nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, te unja con el crisma de la salvación, para que, incorporado a su pueblo, seas para siempre miembro de Cristo Sacerdote, de Cristo Profeta y de Cristo Rey.”
Por el agua y el Espíritu Santo el bautizado ha recibido de Dios la vida nueva, vida de santidad. Así, quien ha recibido el bautismo es incorporado al Pueblo de Dios, a la Iglesia, y es hecho miembro de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey. Lo hemos escuchado del libro del Apocalipsis: “[Jesucristo] hizo de nosotros un Reino Sacerdotal para Dios, su Padre”.

Y aquí reencontramos las palabras de Mons. Roberto, días pasados, que recordaba a los fieles laicos: “todos ustedes son sacerdotes”. Es que, unidos por el Bautismo a Cristo Sacerdote, todos los miembros del Pueblo de Dios somos ungidos para participar del sacerdocio de Cristo, que ofreció su vida al Padre, ofreciendo a Dios nuestra propia vida.

Como lo expresa el Concilio, hablando de los fieles laicos: “todas sus obras, preces e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en "hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo" (1 Pe., 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, se ofrecen piadosísimamente al Padre” (LG 34).

Participamos así del sacerdocio de Cristo; pero con el bautismo y la unción del Santo Crisma nos unimos también a Cristo Profeta, que con el testimonio de su vida y de su Palabra anunció la Buena Noticia a los pobres y proclamó el Reino del Padre. Por eso, el bautismo y la unción con el Santo Crisma a los miembros del Pueblo de Dios los “constituye testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra, para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa, cuando fuertes en la fe y la esperanza, aprovechan el tiempo presente y esperan con paciencia la gloria futura” (LG 35).

Finalmente, nos unimos también a Cristo Rey. Como lo celebramos en cada Semana Santa, “Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso exaltado por el Padre, entró en la gloria de su reino; a Él están sometidas todas las cosas hasta que Él se someta a Sí mismo y todo lo creado al Padre, para que Dios sea todo en todo”. Esa es la realeza de Cristo. Él es Rey, y por el bautismo y por la unción del Santo Crisma nos hace reyes, para que, con libertad, abnegación y vida santa venzamos en nosotros el reino del pecado y más aún, sirviéndolo también en los demás, llevemos en humildad y paciencia a nuestros hermanos “hasta aquel Rey, a quien servir es reinar” (LG 36).

Sacerdotes, Profetas, Reyes… Pueblo Santo de Dios. ¡Qué grande es nuestra vocación cristiana! ¡Qué grande el llamado que recibimos desde nuestro bautismo! ¡Qué grande es lo que la Iglesia entrega cuando bautiza a un adulto o a un niño! Por eso, siempre será poca la preparación para recibir este Sacramento y siempre quedará como tarea seguir profundizando el misterio de la fe en la que hemos sido bautizados, para vivirla más cada día.

A eso nos llama el Papa Benedicto al convocar el Año de la Fe, que se iniciará el 11 de octubre de este 2012, al cumplirse los cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II. Dice el Papa: “Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo” (PF 8). Y, más adelante, agrega: “el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe”, para lo cual tenemos un instrumento privilegiado en el Catecismo de la Iglesia Católica, a través de cuyas páginas “se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia”.

El Sábado Santo y el Domingo de Pascua renovaremos nuestras promesas Bautismales, es decir, nuestra adhesión a esa Persona que vive en la Iglesia y que es el mismo Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey que nos hace su Pueblo Santo. Así podremos mantener la mirada y el corazón en Él, “que inició y completa nuestra fe” (Heb 12,2). A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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