martes, 16 de abril de 2013

¿Qué puede aportar la Iglesia en Iberoamérica a la Iglesia universal? Informe del Semanario Alfa y Omega, Arquidiócesis de Madrid.



Dos Obispos uruguayos fueron entrevistados por el Semanario Alfa y Omega de la Arquidiócesis de Madrid. Mons. Pablo Galimberti, Obispo de Salto y Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, respondieron a las preguntas de la periodista Cristina Sánchez Aguilar.

«La fe de nuestro pueblo es una fe viva. Sale a la calle»
El Papa Francisco viene de pisar el barro de la miseria, pero también del entusiasmo y de la alegría del pueblo hispano:
«La fe de nuestro pueblo es una fe viva, que sale a la calle a celebrarse», cuenta el padre Facundo, un cura villero que trabaja en las periferias de Buenos Aires. Ahora, con un argentino como obispo de Roma, esa vitalidad y preocupación por el que más sufre se expande con su magisterio a toda la Iglesia, e Iberoamérica se siente aún más acompañada. «Hablaremos un idioma todavía más común», afirma monseñor Javier del Río, un obispo español en Bolivia.
Hay ocho mil personas en las calles de la Villa 21, una de las llamadas villas miseria –los conglomerados de pobreza urbana de la ciudad de Buenos Aires–. Están alrededor de la parroquia de la Virgen de Caacupé, porque celebran el día de la Patrona. Hay argentinos entre la multitud, pero también paraguayos, peruanos y bolivianos, encabezados por el padre Toto, párroco, y los pa­dres Facundo, Charlie y Juan. «La fe de nuestro pueblo es una fe viva, una fe que sale a la calle a celebrarse, una fe que peregrina unida», explica el padre Facundo. El pueblo hispano camina, y no sólo porque vaya hacia un santua­rio o un lugar de fe –algo muy común, por ejemplo, en Argentina: sólo hay que recordar el millón de personas que se congrega, cada año, en torno a la Virgen de Luján–, sino por su propia pobreza: «Recibimos inmigrantes de países vecinos, que tratan de mejorar sus vidas y la de su familia», añade.
En las fiestas grandes, el vecin­dario de la Villa 21 se vuelca con las celebraciones. Los altares salen a la calle, las procesiones duran horas. No tienen miedo de exponerse ante los 45.000 pobladores del barrio, porque festejar la fe extra muros es parte in­trínseca de sus vidas. En numerosas ocasiones, en días como éste, el carde­nal Bergoglio acudía a las periferias a acompañar a sus fieles. «Le encantaba venir aquí, porque decía que encon­traba mucha solidaridad, y una fe muy fuerte», recuerda el padre Facundo. Y es que en los barrios, además de que miles de personas acompañan a la Virgen en su día grande, no hay quien se quede sin un plato en la mesa –don­de comen 10, comen 12–, las mujeres se ayudan para atender a los hijos, los hombres construyen juntos las ca­sas…; todo es común. Todo es de todos.
«Bergoglio solía venir a bautizar y confirmar a los jóvenes y adultos va­rias veces al año, y también a reunirse con los docentes de las escuelas. En sus zapatos, está el barro de nuestras calles», añade el padre Facundo. Ki­lómetros recorridos, sin duda, para palpar el sentir de su pueblo. Y, tam­bién, el sentir de sus sacerdotes. Es de sobra conocido que el Papa, en su eta­pa como arzobispo de Buenos Aires, «acrecentó el número de curas dedi­cados a la pastoral de las villas mise­ria», afirma don Esteban Nevares, ex Presidente de la Comisión Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal Ar­gentina. De hecho, cuando llegó, eran 6 curas en las villas, y ahora son 24. «Ha apostado por una pastoral seria en los barrios más necesitados», aña­de Nevares
Roma, a los sacerdotes «que salgan a las periferias», ya sabía de qué habla­ba. Viene de conocer cómo el padre Facundo y los otros tres sacerdotes conviven con los vecinos de la villa y atienden 16 parroquias, donde hablan de Dios a los jóvenes para darles es­peranza y sacarlos de la calle, ayudan a las familias inmigrantes, atienden ocho comedores sociales, dos hogares de ancianos, dos granjas para recupe­rar a los chavales de sus adicciones, una escuela de oficios…
Un trabajo nada fácil, si se tiene en cuenta que el anterior párroco de la Villa 21 fue amenazado de muerte por los narcotraficantes, con las consi­guientes consecuencias para sus su­cesores. El padre Facundo reconoce haberse sentido «muy apoyado por el cardenal Bergoglio. En los momentos especialmente difíciles, hemos vivi­do su cercanía de un modo muy espe­cial», afirma.

Pisó el barro de la miseria

Ésta es la realidad a la que está acostumbrado el Santo Padre. Viene de pisar el barro de la miseria. Cuenta el obispo monseñor Pablo Galimberti, de la diócesis de Salto, en Uruguay, y amigo personal del Papa, que «él tocó con los ojos y las narices los olores y fatigas de las personas». Incluso hay quienes le comparan con el primer santo chileno, el padre Alberto Hurta­do, un jesuita que dedicó toda su vida a los pobres, a los que quería porque en ellos veía al Señor. Ésta ha sido la impronta de la pastoral del Papa en Argentina, la herencia que ha dejado a sus sacerdotes y que, ahora, regala a la Iglesia universal: el amor a los más pobres, los preferidos de Dios, sin con­dicionante ideológico alguno.
Esta impronta ha calado en cuan­tos le rodeaban, especialmente en los pastores. Cuenta Claudio Caruso, sacerdote argentino de la diócesis de Zarate-Campana, que, «cuando ve­mos la miseria, no nos engañamos fácilmente con un discurso progre o tercermundista, sino que realizamos proyectos de promoción humana que devuelvan a los hombres la dignidad cristiana y humana que las estruc­turas del liberalismo extremo y del populismo demagógico les robaron».
Lo reafirma monseñor Heriberto Bodeant, obispo de la diócesis de Melo, en Uruguay: «El cardenal Bergoglio apoyaba una pastoral que transforma la vida de la gente, que es algo más que repartir ropa y alimentos».
«Es un ejemplo de gran coherencia de vida entre lo que predica y lo que practica», añade monseñor Rafael Cob, otro español, al frente del Vica­riato apostólico de Puyo, en Ecuador; «no es lo mismo ver América desde Roma que haber palpado, pisado y vi­vido la realidad de esta gente».
Ahora, esta «visión y compromiso pastoral lo va a aportar al papado», explica desde Tarija, Bolivia, el obispo español monseñor Javier del Río, «lo que supone, para nosotros también, un impulso mayor, porque el idioma que hablamos va a ser todavía más común». Y ya se han notado en aque­llas tierras los primeros coletazos de este idioma común. Cuenta monseñor Bodeant que «el nombramiento de un Papa latino ha supuesto una renova­ción para la fe del pueblo». Lo que se ha materializado, por ejemplo, «en un aumento en la participación de las ce­lebraciones de Semana Santa. Incluso muchos alejados han vuelto a casa», sostiene. Pero el obispo, consciente del posible efecto burbuja, espera «que no sea algo pasajero».

¿Cómo es la fe de los hispanos?

En Iberoamérica, la Iglesia es «jo­ven y llena de esperanza. Tiene el ma­yor número de católicos del mundo, y el testimonio valiente de mártires que, sin ser canonizados, vivieron con ra­dicalidad el Evangelio hasta ofrendar su vida por Cristo y la Iglesia», dice monseñor Cob, desde Ecuador. Ade­más, añade, «tiene una característica muy especial, la diversidad cultural: indígenas, mestizos, afroamericanos, campesinos y urbanos convivimos como hermanos». También monse­ñor del Río define a sus fieles como «un pueblo cordial, esperanzado, con una religiosidad profunda que se ma­nifiesta en la religiosidad popular». Aunque, reconoce, «aún tenemos que purificar y pulir muchas cosas».
Es el continente de la esperanza: ya lo dijo Benedicto XVI durante su visita a Brasil. Es un pueblo acostum­brado a recibir la misión en su tierra, y que ahora debe partir, como decía el último mensaje del Día de Hispa­noamérica, a ser misionero fuera de sus fronteras. Está preparado. Ya lo lleva haciendo unos años en España: no es extraño escuchar, de boca de muchos párrocos, que la comunidad hispanoamericana ha revitalizado las celebraciones y los grupos parro­quiales. «Nuestra fe ilumina, sufre, se emociona hasta las lágrimas», afirma el padre Caruso; «es una fe que debe ser formada y llevada a la coherencia de vida, pero tiene un sentimiento ín­timo de profunda certeza y alegría».

La Iglesia en Iberoamérica

Aunque es una Iglesia luminosa, tiene sus sombras. «Aquí también sufrimos el azote del relativismo», reconoce monseñor Javier del Río. A lo que se une «el recrudecimiento de la corrupción en la sociedad y en los Estados, que aumenta la represión, la violencia y las agresiones a los pue­blos», añade monseñor Cob. Ante esta realidad, la Iglesia, «que es todavía una voz creíble para el diálogo y la re­conciliación», ha asumido «la causa de los pobres, y cuenta con comunida­des vivas que participan activamen­te», recalca el obispo de Puyo.
Construir estas comunidades vivas es el desafío al que se enfrenta monse­ñor Bodeant en Melo, Uruguay: «Nues­tro trabajo es atender la realidad de las 16 parroquias de la diócesis, muy separadas entre sí –la densidad de po­blación es baja: hay 140.000 habitan­tes en25.000 kilómetroscuadrados–. Pero, sobre todo, es llegar a las per­sonas más alejadas, a esas pequeñas comunidades que están lejos de todo, para poder escucharlos, acompañar­los y servirlos». Esto es lo que planteó el Documento de Aparecida al episco­pado iberoamericano, y lo que conti­núa proponiendo ahora el Papa, desde Roma: «Ser una Iglesia que sale al en­cuentro del alejado, no sólo de quienes no participaron nunca de la vida de la Iglesia, sino también de quienes, aun siendo bautizados, no han tenido la cercanía de la Iglesia, porque nadie ha ido a decirles: aquí estamos, os re­conocemos, y valoramos vuestra fe», añade monseñor Bodeant.
Es un trabajo sustancialmente di­ferente al que realiza la Iglesia en Eu­ropa, o en Asia, no digamos en África. Cada continente tiene sus caracterís­ticas, y aunque el Mensaje es siempre el mismo, «aquí los mensajeros deben hacer un esfuerzo grande, porque los destinatarios son diferentes, por la cultura y la realidad en la que viven», explica monseñor Rafael Cob. Con el Papa Francisco en Roma, quizá, ese esfuerzo disminuya.

Cristina Sánchez Aguilar

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