Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo de cuaresma, nos convoca el Señor para seguirlo en nuestro camino hacia la Pascua, en este Año Santo y hoy, de manera especial, para participar en la ordenación diaconal de José Miguel Ceriani Peregalli, miembro de esta comunidad parroquial del Santísimo Salvador.
El evangelio que acabamos de escuchar nos pone ante el Padre Misericordioso. Las parábolas de Jesús son siempre una invitación a que nos ubiquemos dentro de ellas, identificándonos con alguno de sus personajes.
El hijo menor, que se aleja, en todo sentido -tanto en la distancia física como en la distancia espiritual- que se aleja de la casa del Padre, es la primera figura que nos llama la atención.
La forma en que se da cuenta de su pecado, su arrepentimiento, la manera en que piensa reconocer ante su padre esa falta: “padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus servidores”, la podemos hacer nuestra con la oración que nos propone el papa Francisco en el comienzo de Evangelii Gaudium, “La alegría del Evangelio”. El papa nos dice:
“Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido!” (EG 1)
El hijo menor nos muestra el camino de regreso hacia la Casa del Padre. Todos somos como el hijo menor. No es necesario que nos hayamos alejado tanto, que tanto nos hayamos separado de Dios: toda falta, todo pecado, nos aleja del Padre. La Cuaresma es una permanente invitación a volver a Dios.
Figura más compleja es el hijo mayor. Él nunca se fue. Al contrario, se quedó, trabajando para su padre, como dice él: “sin desobedecer jamás ni una sola de tus órdenes”. Sin embargo, cuando regresa su hermano, nos muestra un corazón endurecido. Si el hijo menor, al pedir su parte de la herencia y marcharse de la casa, mató al padre en su corazón, el hermano mayor mató en su corazón al hermano que se fue de casa.
Jesús dirige esa parábola a los escribas y fariseos, aquellos personajes religiosos que se sentían seguros ante Dios por su estricta observancia de la Ley, pero que miraban con desprecio a los pecadores, a la masa de los condenados.
Tal vez tengamos que mirarnos también nosotros en el espejo del hermano mayor y ver que nuestro propio corazón muchas veces se cierra también al hermano. Todos somos, también, el hermano mayor.
Finalmente, el Padre. El padre misericordioso. Misericordioso con sus dos hijos. El padre pudo ver desde lejos la llegada del hijo menor, porque, seguramente, todos los días salía a mirar el camino, con la esperanza de ver regresar a su hijo. Un día, esa esperanza se vio colmada y celebró con alegría ese regreso.
Pero cuando el hermano mayor no quiso entrar a participar de la fiesta, el padre salió de nuevo, ahora a buscar a su otro hijo, llamándolo a entrar, a alegrarse con él y a reconciliarse con su hermano.
La comunión, la fiesta de la Eucaristía, no es un encuentro individual con Dios: Él y yo, yo y Él y no importa más nada. Es un encuentro personal y comunitario. La comunión es unión con Cristo y unión en Él con los hermanos. No es posible una plena reconciliación con Cristo sin reconciliación con los hermanos.
Por eso, también podemos sentirnos llamados a identificarnos con el Padre misericordioso: a ponernos en su corazón, a llenarnos de su deseo de llegar a una humanidad reconciliada en el amor. Todos podemos pedir ese corazón de padre y de madre que quiere reunir a sus hijos en el amor.
Y la palabra de Dios, en este domingo, ¿qué nos dice sobre la ordenación diaconal de José? Sabemos que el diácono no tiene el ministerio del sacramento de la reconciliación, que es propio del sacerdote. En la segunda lectura, san Pablo habla de ese ministerio, pero también de la “palabra de la reconciliación”. Esa palabra, nos dice san Juan Pablo II, le ha sido confiada a toda la comunidad de los creyentes, a todo el conjunto de la Iglesia de manera de “hacer todo lo posible para dar testimonio de la reconciliación y llevarla a cabo en el mundo” (RP, 8). Reconciliación con Dios, consigo mismo, con los hermanos y con todo lo creado. Reconciliación que pasa por la conversión del corazón y la victoria sobre el pecado, a través de estos medios que nos recuerda el papa Juan Pablo:
“el escuchar fiel y amorosamente la Palabra de Dios, la oración personal y comunitaria y, sobre todo, los sacramentos, verdaderos signos e instrumentos de reconciliación entre los que destaca —precisamente bajo este aspecto— el que con toda razón llamamos Sacramento de reconciliación o de la Penitencia” (RP, 8)
Junto a toda la Iglesia, el diácono participa también en este ministerio de la reconciliación, como testigo de la misericordia de Dios y al invitar a la escucha de la Palabra, a la oración y a la práctica de los sacramentos.
Diácono significa “servidor” y eso marca una particular configuración con Cristo, que se hizo servidor de todos: lavó los pies de sus discípulos y llevó su servicio hasta el extremo de su entrega, al dar su vida en la cruz por nosotros y por nuestra salvación.
Y esa palabra “servidor” nos trae de nuevo al evangelio de hoy. El hijo que regresa piensa en pedir al padre ser tratado como uno de sus servidores; no como un hijo, sino como un servidor.
El hijo mayor le reclama al padre que siempre lo ha servido obedientemente… el también se ve a sí mismo como servidor. Pero no es así como los quiere el padre. El padre no quiere servidores, sino hijos, herederos de una herencia eterna, inagotable.
Los hijos se ven como servidores porque no han conocido el amor del Padre, el amor inmenso, gratuito, misericordioso. No se sirve al Padre ni se sirve a Cristo desde la esclavitud, sino desde la libertad que Él mismo nos ha dado, la libertad de los hijos e hijas de Dios, que nos lleva a darnos a Él en el amor.
José eligió como lema para su ordenación las palabras de María: “hagan todo lo que Él les diga” (Juan 2,5). Ella, que se define a sí misma como la servidora, más aún, la esclava del Señor, lo hace como hija amada del Padre. Lo hace desde su libertad, desde su sí.
Damos gracias por el sí que José ha dado al llamado del Señor. Que nuestra Madre interceda por él para que viva plenamente su diaconado, escuchando y poniendo en práctica la Palabra del Señor y acompañando en ese camino a la comunidad que desde hoy comenzará a servir en este ministerio que nuestra Iglesia diocesana, por la imposición de manos y la oración del Obispo, le va a confiar. Así sea.