Dos Obispos uruguayos fueron entrevistados por el Semanario Alfa y Omega de la Arquidiócesis de Madrid. Mons. Pablo Galimberti, Obispo de Salto y Mons. Heriberto Bodeant, Obispo de Melo, respondieron a las preguntas de la periodista Cristina Sánchez Aguilar. 
«La fe de nuestro pueblo es una fe viva. Sale a la calle»
 
El Papa Francisco viene de pisar el barro de la miseria, pero también del entusiasmo y de la alegría del pueblo hispano:
«La fe de nuestro pueblo es una fe viva, que sale a la calle a  celebrarse», cuenta el padre Facundo, un cura villero que trabaja en las  periferias de Buenos Aires. Ahora, con un argentino como obispo de  Roma, esa vitalidad y preocupación por el que más sufre se expande con  su magisterio a toda la Iglesia, e Iberoamérica se siente aún más  acompañada. «Hablaremos un idioma todavía más común», afirma monseñor  Javier del Río, un obispo español en Bolivia.
Hay ocho mil personas en las calles de la Villa 21, una de las llamadas villas miseria –los  conglomerados de pobreza urbana de la ciudad de Buenos Aires–. Están  alrededor de la parroquia de la Virgen de Caacupé, porque celebran el  día de la Patrona. Hay argentinos entre la multitud, pero también  paraguayos, peruanos y bolivianos, encabezados por el padre Toto,  párroco, y los padres Facundo, Charlie y Juan. «La fe de nuestro pueblo  es una fe viva, una fe que sale a la calle a celebrarse, una fe que  peregrina unida», explica el padre Facundo. El pueblo hispano camina, y  no sólo porque vaya hacia un santuario o un lugar de fe –algo muy  común, por ejemplo, en Argentina: sólo hay que recordar el millón de  personas que se congrega, cada año, en torno a la Virgen de Luján–, sino  por su propia pobreza: «Recibimos inmigrantes de países vecinos, que  tratan de mejorar sus vidas y la de su familia», añade.
En las fiestas grandes, el vecindario de  la Villa 21 se vuelca con las celebraciones. Los altares salen a la  calle, las procesiones duran horas. No tienen miedo de exponerse ante  los 45.000 pobladores del barrio, porque festejar la fe extra muros es parte intrínseca de sus vidas. En numerosas ocasiones, en días como éste, el cardenal Bergoglio acudía a las periferias a  acompañar a sus fieles. «Le encantaba venir aquí, porque decía que  encontraba mucha solidaridad, y una fe muy fuerte», recuerda el padre  Facundo. Y es que en los barrios, además de que miles de personas  acompañan a la Virgen en su día grande, no hay quien se quede sin un  plato en la mesa –donde comen 10, comen 12–, las mujeres se ayudan para  atender a los hijos, los hombres construyen juntos las casas…; todo es  común. Todo es de todos.
«Bergoglio solía venir a bautizar y  confirmar a los jóvenes y adultos varias veces al año, y también a  reunirse con los docentes de las escuelas. En sus zapatos, está el barro  de nuestras calles», añade el padre Facundo. Kilómetros recorridos,  sin duda, para palpar el sentir de su pueblo. Y, también, el sentir de  sus sacerdotes. Es de sobra conocido que el Papa, en su etapa como  arzobispo de Buenos Aires, «acrecentó el número de curas dedicados a la  pastoral de las villas miseria», afirma don Esteban Nevares,  ex Presidente de la Comisión Justicia y Paz de la Conferencia Episcopal  Argentina. De hecho, cuando llegó, eran 6 curas en las villas, y ahora  son 24. «Ha apostado por una pastoral seria en los barrios más  necesitados», añade Nevares
Roma, a los sacerdotes «que salgan a las periferias»,  ya sabía de qué hablaba. Viene de conocer cómo el padre Facundo y los  otros tres sacerdotes conviven con los vecinos de la villa y atienden 16  parroquias, donde hablan de Dios a los jóvenes para darles esperanza y  sacarlos de la calle, ayudan a las familias inmigrantes, atienden ocho  comedores sociales, dos hogares de ancianos, dos granjas para recuperar  a los chavales de sus adicciones, una escuela de oficios…
Un trabajo nada fácil, si se tiene en  cuenta que el anterior párroco de la Villa 21 fue amenazado de muerte  por los narcotraficantes, con las consiguientes consecuencias para sus  sucesores. El padre Facundo reconoce haberse sentido «muy apoyado por  el cardenal Bergoglio. En los momentos especialmente difíciles, hemos  vivido su cercanía de un modo muy especial», afirma.
Pisó el barro de la miseria
Ésta es la realidad a la que está acostumbrado el Santo Padre. Viene  de pisar el barro de la miseria. Cuenta el obispo monseñor Pablo  Galimberti, de la diócesis de Salto, en Uruguay, y amigo personal del  Papa, que «él tocó con los ojos y las narices los olores y fatigas de  las personas». Incluso hay quienes le comparan con el primer santo  chileno, el padre Alberto Hurtado, un jesuita que dedicó toda su vida a  los pobres, a los que quería porque en ellos veía al Señor. Ésta ha  sido la impronta de la pastoral del Papa en Argentina, la herencia que  ha dejado a sus sacerdotes y que, ahora, regala a la Iglesia universal:  el amor a los más pobres, los preferidos de Dios, sin condicionante  ideológico alguno.
Esta impronta ha calado en cuantos le rodeaban, especialmente en los pastores.  Cuenta Claudio Caruso, sacerdote argentino de la diócesis de  Zarate-Campana, que, «cuando vemos la miseria, no nos engañamos  fácilmente con un discurso progre o tercermundista, sino que  realizamos proyectos de promoción humana que devuelvan a los hombres la  dignidad cristiana y humana que las estructuras del liberalismo extremo  y del populismo demagógico les robaron».
Lo reafirma monseñor Heriberto  Bodeant, obispo de la diócesis de Melo, en Uruguay: «El cardenal  Bergoglio apoyaba una pastoral que transforma la vida de la gente, que  es algo más que repartir ropa y alimentos».
«Es un ejemplo de gran coherencia de vida  entre lo que predica y lo que practica», añade monseñor Rafael Cob,  otro español, al frente del Vicariato apostólico de Puyo, en Ecuador;  «no es lo mismo ver América desde Roma que haber palpado, pisado y  vivido la realidad de esta gente».
Ahora, esta «visión y compromiso pastoral  lo va a aportar al papado», explica desde Tarija, Bolivia, el obispo  español monseñor Javier del Río, «lo que supone, para nosotros también,  un impulso mayor, porque el idioma que hablamos va a ser todavía más  común». Y ya se han notado en aquellas tierras los primeros coletazos  de este idioma común. Cuenta monseñor Bodeant que «el  nombramiento de un Papa latino ha supuesto una renovación para la fe  del pueblo». Lo que se ha materializado, por ejemplo, «en un aumento en  la participación de las celebraciones de Semana Santa. Incluso muchos  alejados han vuelto a casa», sostiene. Pero el obispo, consciente del  posible efecto burbuja, espera «que no sea algo pasajero».
¿Cómo es la fe de los hispanos?
En Iberoamérica, la Iglesia es «joven y  llena de esperanza. Tiene el mayor número de católicos del mundo, y el  testimonio valiente de mártires que, sin ser canonizados, vivieron con  radicalidad el Evangelio hasta ofrendar su vida por Cristo y la  Iglesia», dice monseñor Cob, desde Ecuador. Además, añade, «tiene una  característica muy especial, la diversidad cultural: indígenas,  mestizos, afroamericanos, campesinos y urbanos convivimos como  hermanos». También monseñor del Río define a sus fieles como «un pueblo  cordial, esperanzado, con una religiosidad profunda que se manifiesta  en la religiosidad popular». Aunque, reconoce, «aún tenemos que  purificar y pulir muchas cosas».
Es el continente de la esperanza: ya lo  dijo Benedicto XVI durante su visita a Brasil. Es un pueblo  acostumbrado a recibir la misión en su tierra, y que ahora debe partir,  como decía el último mensaje del Día de Hispanoamérica, a ser  misionero fuera de sus fronteras. Está preparado. Ya lo lleva haciendo  unos años en España: no es extraño escuchar, de boca de muchos párrocos,  que la comunidad hispanoamericana ha revitalizado las celebraciones y  los grupos parroquiales. «Nuestra fe ilumina, sufre, se emociona hasta  las lágrimas», afirma el padre Caruso; «es una fe que debe ser formada y  llevada a la coherencia de vida, pero tiene un sentimiento íntimo de  profunda certeza y alegría».
La Iglesia en Iberoamérica
Aunque es una Iglesia luminosa, tiene sus  sombras. «Aquí también sufrimos el azote del relativismo», reconoce  monseñor Javier del Río. A lo que se une «el recrudecimiento de la  corrupción en la sociedad y en los Estados, que aumenta la represión, la  violencia y las agresiones a los pueblos», añade monseñor Cob. Ante  esta realidad, la Iglesia, «que es todavía una voz creíble para el  diálogo y la reconciliación», ha asumido «la causa de los pobres, y  cuenta con comunidades vivas que participan activamente», recalca el  obispo de Puyo.
Construir estas comunidades vivas  es el desafío al que se enfrenta monseñor Bodeant en Melo, Uruguay:  «Nuestro trabajo es atender la realidad de las 16 parroquias de la  diócesis, muy separadas entre sí –la densidad de población es baja: hay  140.000 habitantes en25.000 kilómetroscuadrados–. Pero, sobre todo, es  llegar a las personas más alejadas, a esas pequeñas comunidades que  están lejos de todo, para poder escucharlos, acompañarlos y servirlos».  Esto es lo que planteó el Documento de Aparecida al episcopado  iberoamericano, y lo que continúa proponiendo ahora el Papa, desde  Roma: «Ser una Iglesia que sale al encuentro del alejado, no sólo de  quienes no participaron nunca de la vida de la Iglesia, sino también de  quienes, aun siendo bautizados, no han tenido la cercanía de la Iglesia,  porque nadie ha ido a decirles: aquí estamos, os reconocemos, y  valoramos vuestra fe», añade monseñor Bodeant.
Es un trabajo sustancialmente diferente  al que realiza la Iglesia en Europa, o en Asia, no digamos en África.  Cada continente tiene sus características, y aunque el Mensaje es  siempre el mismo, «aquí los mensajeros deben hacer un esfuerzo grande,  porque los destinatarios son diferentes, por la cultura y la realidad en  la que viven», explica monseñor Rafael Cob. Con el Papa Francisco en  Roma, quizá, ese esfuerzo disminuya.
Cristina Sánchez Aguilar