Las luces de la ciudad no nos dejan ver mucho del cielo estrellado. Una noche en el campo, bajo un cielo despejado, nos permite ver el firmamento. En nuestro hemisferio sur no solo vemos la Cruz del Sur o las Tres Marías, sino diversas constelaciones, miles de estrellas desperdigadas y esas nebulosas formadas por millones de estrellas lejanas: la Vía Láctea, las Nubes de Magallanes… un espectáculo que invita a contemplar y soñar.
Hace cuatro mil años, un hombre anciano, sin hijos, contemplaba las estrellas, incontables, imaginándose padre de una inmensa multitud…
Dos mil años después, un hombre habla con otros dos acerca de su éxodo, es decir, de su partida hacia una nueva realidad…
Pocos años más tarde, otro hombre contempla el firmamento y escribe a sus amigos diciéndoles que son ciudadanos del cielo…
De esta forma podríamos introducir las lecturas de este segundo domingo de cuaresma: como una invitación a soñar con lo que parece imposible, con una meta que está completamente fuera de nuestro alcance, como las estrellas… una meta que solo podremos lograr si nos es dada, porque no está en nosotros la capacidad de alcanzarla.
Dios llevó a Abram afuera y continuó diciéndole: «Mira hacia el cielo y si puedes, cuenta las estrellas.» Y añadió: «Así será tu descendencia.»Así comienza la primera lectura, del libro del Génesis (15, 5-12. 17-18). Abram, que luego recibirá el nombre de Abraham, ha respondido al llamado de Dios. Ha dejado su tierra “sin saber a dónde iba” (Hebreos 11,8). Camina en la oscuridad de la fe, pero en esa oscuridad brilla la luz de la promesa representada en las estrellas. Abraham tendrá dos hijos, cuando llegue el momento, pero será sobre todo el “padre de los creyentes”, reconocido como tal por las tres grandes religiones monoteístas: judíos, musulmanes y cristianos. ¿Qué es lo que lo hace “padre de los creyentes”? Abraham no ha llegado a la fe como resultado de su búsqueda de lo trascendente; mucho más que eso, Abraham se ha dado cuenta de que hay una iniciativa de Dios, que viene al encuentro de los hombres, que quiere entrar en relación con ellos bajo la forma de una alianza. Una alianza que comienza con el mismo Abraham, que cree en la promesa de Dios.
Abram creyó en el Señor, y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación.
Siglos después, por aquellas mismas tierras, marcha Jesús con sus discípulos hacia Jerusalén. Él les ha dicho que allí
«El Hijo del hombre debe sufrir mucho, ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lucas 9,22).El anuncio de Jesús ha sumido a los discípulos en la oscuridad. Marchan tras su maestro sin saber a dónde van. En ese camino entre sombras, llega una luz sorprendente:
Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante.Es la transfiguración de Jesús. Así Jesús revela que, por la pasión, llegaría a la gloria de la resurrección. La blancura fulgurante de su vestimenta lo muestra revestido, en forma anticipada y pasajera, de esa gloria pascual que alcanzará a través de la cruz.
Si esa transformación que vive Jesús no fuera suficiente, está allí también el testimonio de la Ley y los Profetas, representados en dos personajes de la Primera Alianza:
dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.Los dos aparecen también revestidos de gloria, porque están ya en la presencia de Dios.
“Hablaban de la partida de Jesús”, es decir de su éxodo.
Siglos atrás, Moisés fue el guía elegido por Dios para guiar a su Pueblo durante 40 años de camino por el desierto, el éxodo desde Egipto hasta la Tierra Prometida, desde la esclavitud hacia la libertad.
Elías fue el profeta que debió sufrir por Dios y por su pueblo antes de ser llevado para participar de la gloria divina.
Con su presencia, ambos confirman que Jesús va a Jerusalén para vivir su propio éxodo, su Pascua definitiva: paso de la muerte a la vida, de la humillación a la exaltación.
La fe de Abraham, nuestro padre en la fe; la Pascua de Jesús vislumbrada en la transfiguración, nos ayudan a caminar en medio de nuestra propia oscuridad. Cuando muchos no ven en el mundo más que sombras y amenazas, cuando algunos se decepcionan y desconfían, san Pablo hace brillar para nosotros la luz de una gran esperanza.
Desde las sombras de su prisión y sus cadenas, Pablo escribe a la comunidad de Filipos, comunidad pequeña y humilde, pero grande en la fe y en el cariño fraterno:
Hermanos:Perseverar caminando, porque no se trata de quedarse allí, como pide Pedro en el momento en que la escena que ha visto está llegando a su fin:
Nosotros somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio.
Por eso, hermanos míos muy queridos, a quienes tanto deseo ver, ustedes que son mi alegría y mi corona, amados míos, perseveren firmemente en el Señor.
Mientras [Moisés y Elías] se alejaban, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»Jesús, Moisés y Elías han hablado de partida. Pedro habla de acampar, de quedarse… quiere prolongar ese momento… no acepta la partida de Jesús, no acepta el viaje hacia la cruz. Pedro todavía está en la oscuridad. Necesita aún ser iluminado:
Mientras hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: «Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo.»Sigamos también nosotros nuestro camino de fe, con los ojos fijos en Jesús. Sigamos atentos a su Palabra y busquemos vivirla cada día.
Amigas y amigos, gracias por su escucha. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.
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