viernes, 22 de marzo de 2019

“Señor, déjala por este año todavía” (Lucas 13,1-9). III Domingo de Cuaresma.







Todo aquel que cultiva la tierra espera un momento muy especial: la cosecha, la hora de recoger los frutos. Hay plantas que tienen un ciclo rápido y permiten inclusive recoger más de una cosecha en el año. Hay otras, en cambio, que necesitan un tiempo largo antes de dar sus primeros frutos. Son cultivos que requieren una inversión importante.
Todo cultivo supone muchos trabajos… preparación de la tierra, siembra, riego, combate de malezas y plagas, podas…
Agricultores, quinteros, jardineros: hombres y mujeres que saben de plantas, conocen todos esos trabajos; pero saben también que es necesario tener paciencia. Saber esperar. Se puede hacer todo lo posible para que la planta crezca sana y dé una buena cosecha; pero, en definitiva, el crecimiento y los frutos llegan por sí solos, a su debido tiempo.

La vida humana es como un cultivo. El hombre, la mujer, desean que su vida fructifique; pero los frutos más grandes y permanentes no se obtienen rápidamente. Es necesario mantener vivo el deseo de alcanzar la meta, trabajar con la esperanza de ver esos logros y, sobre todo, adquirir la virtud de la paciencia.

Decía el sabio Aristóteles que la paciencia es “el equilibrio entre emociones extremas”. Es la virtud de quienes saben sufrir y tolerar las contrariedades y adversidades con fortaleza y sin lamentarse. Es el arte de esperar con serenidad los logros del trabajo en que nos hemos esforzado; pero también esperar otra parte, de esos mismos resultados, que no depende de nosotros. El buen maestro siembra, se esfuerza, da lo mejor de sí; pero de la respuesta de sus discípulos depende también cómo serán los frutos finales.

El evangelio de este domingo nos presenta uno de esos árboles que puede demorar en entregar sus primeros frutos: la higuera. Alrededor de esa planta Jesús construye una parábola que habla de frutos, pero también de paciencia.
Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: "Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?"
La higuera no produce higos; pero ése no es el punto de Jesús.
Esta higuera es la imagen de la persona cuya vida no da frutos.
En los evangelios, Jesús utiliza a menudo imágenes de árboles y plantas:
- exhorta a dar "frutos de conversión" (Mt 3,8)
- anuncia que el árbol que no dé frutos "será cortado y arrojado al fuego" (Mt 3,10)
- los indica como criterio de discernimiento: "por sus frutos los conocerán" (Mt 7,16 y ss)
- los presenta como resultado de siembra en tierra buena: "da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta" (Mt 13,23)
- maldice una higuera estéril: "que nunca jamás brote fruto de ti" (Mt 21,19)

¿Por qué esa insistencia en los frutos? Nuestro pensamiento natural es que se produce fruto para nuestro consumo: el fruto se come. Del trigo sacaremos la harina. De los árboles y plantas frutales esperamos recoger y comer los higos, las uvas, las manzanas, los duraznos…

Sin embargo, desde el punto de vista del árbol o de la planta de trigo, el fruto es parte del proceso reproductivo.
La capacidad de comunicar la vida, de generar una vida nueva, es un signo de madurez. El fruto no es solamente algo destinado al consumo de otro; es el portador de la semilla; es el que permite trasmitir la vida, el que hace posible llamar a la vida a otros seres similares.
¿No tendrá que ver con eso los frutos que Jesús nos pide?
Los frutos son el signo de la madurez humana y cristiana, el signo de una vida fecunda, de una vida que engendra, que hace nacer vida en la comunidad cristiana, en los nuevos miembros que se agregan; en aquellos que reencuentran la fe y la esperanza; en quienes hallan que, por fin, alguien los recibe, los escucha, los ayuda; en definitiva, que alguien los ama.

Si vemos nuestra vida “improductiva”, sin frutos, estéril, la parábola de la higuera puede resultarnos amenazante:
Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?
Pero la parábola no termina allí. El dueño está hablando con el viñador. El viñador es un hombre que conoce las plantas que están a su cuidado. Es verdad, la higuera lleva tres años improductiva; pero él no ha perdido la esperanza. Está dispuesto a seguirla cuidando y a esperar con paciencia:
"Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas."
Estamos en el tiempo de cuaresma, donde Dios espera “frutos de conversión”. Los cuarenta días marcan un tiempo de paciencia de Dios, un Dios “rico de tiempo”, un Dios “rico en misericordia”.
¡Cuántas veces decimos “no tengo tiempo”! y postergamos así decisiones importantes, fundamentales… Dios nos da tiempo, estira los plazos. ¡Tenemos tiempo!

Pero, en este tiempo ¿cómo dar esos frutos que generan vida?
No es posible dar fruto sin morir de alguna manera. Nos dice Jesús:
"En verdad, en verdad les digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Juan 12,24).
Se trata de ver, entonces, a qué morir: qué es lo que tenemos que podar, que cortar, que abandonar en nuestra vida para hacerla productiva, para dar verdaderos frutos para el Reino de Dios.

Jesús ha dado su vida para dar mucho fruto y ese fruto somos nosotros, llamados ahora a dar nuestro propio fruto, en unión con Jesús. Él nos dice:
"Permanezcan en mí, como yo en ustedes. Lo mismo que el sarmiento no puede dar frutos por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco ustedes, si no permanecen en mí" (Juan 15,4)
Amigas, amigos, pidamos al Padre Dios que dirija nuestros corazones y nos ayude a vivir en el amor a Él y a nuestro prójimo, para que demos frutos que permanezcan. Gracias por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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