martes, 26 de marzo de 2019

¡Prueben qué bueno es el Señor! (Salmo 33 - Lucas 15,1-3.11-32). IV Domingo de Cuaresma.





Días pasados estuve hablando con la esposa de un matrimonio que tuvo un accidente. Ellos y los otros dos pasajeros del vehículo salieron con algunos golpes, alguna costilla rota, pero nada más. Ella, mujer creyente, me decía “me terminé de convencer que Dios es lo más grande que hay”. En medio de la situación riesgosa que atravesaron, con vuelco incluido, ella no dejó de sentir la presencia y la bondad de Dios.

Es verdad, no siempre percibimos así a Dios, como un Dios bueno. Al contrario de lo que sintió esa señora, muchas personas lo ven más bien como un ser arbitrario, caprichoso, dueño de nuestra vida que dispone de ella como quiere. Cuando pensamos así, en el fondo, estamos proyectando sobre Dios nuestra propia maldad, la maldad humana; pero Dios es Otro; totalmente diferente.
Las lecturas de este domingo nos ayudan a descubrirlo a través de distintas experiencias de la comunidad creyente a lo largo de los siglos.

La primera lectura, del libro de Josué, nos permite contemplar al Pueblo de Dios reunido, celebrando la Pascua por primera vez en la Tierra prometida a ellos por Dios. Han llegado después de 40 años de camino en el desierto, después de haber sido liberados de la esclavitud que sufrían en Egipto. Durante esos cuarenta años se alimentaron principalmente del maná, que recibían de la Providencia de Dios. Ahora, en cambio:
Al día siguiente de la Pascua, comieron de los productos del país -pan sin levadura y granos tostados- ese mismo día.
En esos primeros días en su tierra, ellos celebran la bondad de Dios que han experimentado; la misericordia de Dios que los ha llevado hasta allí y los sigue acompañando.

Pero la gran manifestación de la bondad de Dios la tenemos en Jesús, muy especialmente en el pasaje del Evangelio que escuchamos hoy.
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos.»
Jesús se acerca a quienes son habitualmente rechazados como pecadores. Con esa actitud despierta el escándalo de escribas y fariseos. Es en ese contexto que relata la parábola que mejor manifiesta el rostro bondadoso de Dios, el rostro de Dios Padre.
Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte de herencia que me corresponde.” Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
El hijo menor ofende al padre, despreciando su amor y marchándose de la casa, sin importarle el dolor que provoca. No quiere a su padre. En cambio, el padre sigue amándolo y cada día sale al camino, esperando verlo regresar. Finalmente llega ese día:
Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo."
Pero el padre dijo a sus servidores: "Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado." Y comenzó la fiesta.
El hijo ha vuelto, obligado por el hambre y las circunstancias adversas, pero manifiesta su arrepentimiento, pide perdón y reconoce que ya no puede ser recibido como hijo. Pero el Padre lo abraza y lo besa con cariño y hace que lo vistan, lo calcen y le entreguen un anillo: le devuelve su lugar en la casa como hijo.

Pero la parábola habla de dos hijos… El mayor regresa del campo, oye la música y el ruido de la fiesta y pregunta qué sucede. Los servidores le informan del regreso de su hermano y la alegría de su padre ¿cuál es su reacción?
Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!"
El hijo mayor no quiere a su padre ni a su hermano. Ha servido al padre con conducta intachable; pero no por amor, sino esperando su recompensa. La falta de amor se hace evidente porque no comparte la alegría del padre. El padre también quiere a ese hijo. El menor ha vuelto y está en la casa; el mayor ha llegado, está a la puerta, pero no quiere entrar. Frente al reclamo mezquino sobre el gasto de la fiesta el Padre manifiesta:
Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.
Luego lo invita a participar en la fiesta, por amor a su padre y a su hermano.

¿Entró finalmente el hermano mayor? ¿Se alegró con la alegría del padre? ¿recibió a su hermano? No lo sabemos. El evangelio no lo dice: es un final abierto. Ese final queda como una pregunta a los escribas y fariseos, a los que representa el hermano mayor. ¿Llegaron ellos a ver a Dios como Padre bueno y misericordioso, que se alegra y festeja cuando un pecador se convierte?

Al menos un fariseo -seguramente también muchos otros- dio ese paso y vivió un fuerte encuentro con Jesús. Un encuentro que lo hizo bajarse -más todavía, caerse- de la autosuficiencia sobre la que había construido su vida.
Ese fariseo fue san Pablo, que cuenta como
“sobrepasaba en el judaísmo a muchos de mis compatriotas, superándolos en el celo por las tradiciones de mis padres” (Gal 1,13.14)
“En cuanto a la Ley, fariseo... en cuanto a la justicia de la Ley, intachable” (Fil 3,5.6)
Pablo descubre a la vez su error, su fragilidad y la fuerza de la misericordia de Dios. Habiendo vivido él mismo la experiencia de ser alcanzado por Jesús, que le mostró su misericordia, Pablo siente que es una criatura nueva,
Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación.
Hombre nuevo en Cristo, reconciliado con Dios, Pablo nos anima a que nosotros confiemos también en el Padre misericordioso:
Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios.
Gracias amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y que puedan en su vida experimentar su bondad y su misericordia… y si necesitan hacerlo, no demoren en reconciliarse con Dios. Hasta la próxima semana si Dios quiere.

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