miércoles, 3 de abril de 2019

“Yo tampoco te condeno” (Juan 8,1-11). V Domingo de Cuaresma.






Me da mucha pena cuando me dicen, o yo mismo me doy cuenta, que una persona es cerrada. No hablo de alguien que no entiende bien las cosas, sino de quien se ha encerrado a sí mismo, atándose a un viejo rencor, a una herida que no cierra, a una adicción… o a la incapacidad de perdonar, de pedir perdón y, aún, de perdonarse a sí mismo. Encerrado en el laberinto de afectos desordenados, el laberinto de la sinrazón… deambulando por pasillos, vías, calles interiores en las que se gira y se gira sin encontrar salida…

Más de quinientos años antes de Jesús, el pueblo de Dios vivió el duro exilio en Babilonia. Algunos buscaron escapar abandonando su fe y adorando otros dioses. Otros se enquistaron en un pasado al que ya no podían volver. Sólo un resto fiel mantuvo encendida la esperanza. Para ellos habló el profeta Isaías, anunciando la salida, el comienzo de una vida nueva:
Así habla el Señor: No se acuerden de las cosas pasadas, no piensen en las cosas antiguas;
yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?

Después de su encuentro con Jesús resucitado, San Pablo comenzó a anunciar el Evangelio. Por Jesús dejó atrás sus creencias tradicionales, a las que estuvo apegado, pero que terminaron encadenándolo. Así escribe a los filipenses:
Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él.
Estas palabras de Isaías y Pablo, anuncio de lo nuevo que Dios realiza, nos dan el telón de fondo para el evangelio de este domingo.

Jesús ya está cerca de su pasión. Las autoridades buscan la forma de acusarlo. Ha pasado la noche en el monte de los Olivos y ha llegado al templo. El pueblo ha ido a verlo y Él se sienta para enseñarles.
La enseñanza es interrumpida por la llegada de un grupo de escribas y fariseos trayendo una mujer. La ponen en medio de todos, delante de Jesús. Jesús y la mujer quedan rodeados por el círculo que forman el pueblo y los recién llegados. Algunos de éstos vienen con piedras en las manos. La mujer, humillada y angustiada, arrojada al suelo, espera un veredicto.

«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?»

¿De qué están hablando los fariseos? ¿A qué ley se refieren? Dice el Deuteronomio:
“Si se sorprende a un hombre acostado con una mujer casada, morirán los dos” (22,22) 
y, más adelante, en un caso parecido:
“los sacarán a los dos a la puerta de la ciudad y los apedrearán hasta que mueran” (22,24).
Llama la atención que sólo la mujer es conducida ante Jesús. Tal vez el hombre con el que fue sorprendida ha escapado; a él se aplicaba la misma ley. Pero aquí no se trata de hacer justicia. Las intenciones de los escribas y fariseos son otras:
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo.

Es una trampa. Si Jesús pidiese clemencia, entraría en conflicto con la Ley de Moisés; si aprueba la lapidación de la mujer, entraría en contradicción con su propio anuncio de misericordia; pero violaría también la ley romana, que no permitía a los judíos condenar a muerte. Pero ésta no es una cuestión legal teórica: hay una vida en juego.

Jesús responde con un gesto. Se inclina, haciéndose cercano a la mujer humillada y comienza a escribir en el suelo con el dedo.
Su gesto y su silencio llaman a la reflexión, pero no logran distender la situación: los hombres insisten.
Jesús se incorpora y habla. Pronuncia entonces estas palabras, muy conocidas, que mucha gente repite como un refrán:
«El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.»

Jesús vuelve a inclinarse. Nuevamente el silencio. Ahora sí llega la reflexión. Los acusadores comienzan a retirarse, “comenzando por los más ancianos”.
Jesús ha contestado aludiendo algo que también establecía la Ley de Moisés:
“La primera mano que se pondrá sobre el culpable para darle muerte será la de los testigos, y luego la mano de todo el pueblo” (Dt 17,7).
La Ley establecía que la primera piedra debía ser arrojada por los testigos. ¿Por qué? Porque por su testimonio, una persona era condenada a muerte. Los testigos tenían una enorme responsabilidad. Tirar la primera piedra reafirmaba que habían dicho la verdad y no tenían dudas; si su testimonio fuese falso o incierto, estarían provocando la muerte de inocentes y llevando a otros a ejecutar una irreversible sentencia injusta.
Pero Jesús no pregunta sobre la verdad o la certeza de lo que afirman los testigos. No parece haber duda sobre los hechos. En cambio, Jesús llama a cada uno a mirar la verdad de su propio corazón, a verificar si está realmente en condiciones de juzgar y condenar. Tal vez por eso los ancianos son los primeros en retirarse. Eran considerados sabios. Se les llamaba para juzgar en los conflictos del pueblo. Porque habían podido conocer más profundamente su propia fragilidad y la de los demás, los ancianos fueron los primeros en retirarse, renunciando a juzgar a la mujer.

Cuando quedan solos, Jesús se incorpora y dice:
«Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?»
Ella le respondió: «Nadie, Señor.»
«Yo tampoco te condeno. Vete, y en adelante no peques más.»

Marchándose sin condenar a la mujer, los acusadores han reconocido su propia realidad de pecadores. La mujer está sola ante Jesús, el único varón enteramente libre de pecado. Él, que podría por eso condenarla, le dice: “yo tampoco te condeno”.
Jesús no se ata al pasado. Rechaza lo que estuvo mal: “no peques más”; pero, sobre todo, llama a mirar hacia adelante. Isaías anunciaba “algo nuevo” para el Pueblo de Dios. Pablo decía “olvidándome del camino recorrido, me lanzo hacia adelante y corro en dirección a la meta”. El círculo se ha roto. Para la mujer se abre una nueva posibilidad. Jesús cumple lo anunciado por el profeta Ezequiel: Dios no quiere la muerte del pecador, sino “que se convierta y viva” (18,23) …y esto vale tanto para la mujer como para los hombres que se fueron marchando uno a uno, reconociendo sus propios pecados. Así también para cada uno de nosotros.

Gracias amigas y amigos por su atención. Que el Señor los bendiga y hasta la próxima semana si Dios quiere.

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