martes, 14 de octubre de 2025

12 de octubre: Fiesta diocesana de Canelones.

Representación del acontecimiento guadalupano:
el obispo se arrodilla ante la imagen que aparece
en la tilma de Juan Diego.

Queridos hermanos y hermanas:

“La esperanza no defrauda”. Con estas palabras de san Pablo (Romanos 5,5) nos convocó el Papa Francisco a celebrar el año jubilar que venimos recorriendo como “peregrinos de esperanza”.

La esperanza no es para nosotros una ilusión, un sentimiento o una idea: es una persona, la persona de Jesucristo. El Hijo de Dios hecho hombre. La peregrinación de nuestra vida tiene un fin: llegar a Él, a la Casa del Padre.

Peregrinamos hacia Él y Él peregrina con nosotros, porque por la acción del Espíritu, sigue haciéndose presente para cumplir su promesa: 

“yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28,20).

Nuestra peregrinación de hoy, en esta fiesta diocesana, es un símbolo de ese caminar de nuestra vida. Ha sido una ocasión para volver a experimentar la misericordia de Dios en el Sacramento de la Reconciliación; ha sido una oportunidad de reencuentro fraterno, de recordar, una vez más, que “quien cree nunca está solo” , como solía repetir el Papa Benedicto XVI, muchas veces en ocasiones como ésta, de fiesta, de encuentro del Pueblo de Dios. 

“Quien cree nunca está solo”. (Homilía en Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006)

Y ahora, en nuestra Catedral, Santuario nacional de la Virgen de Guadalupe, estamos concluyendo nuestra fiesta con la Eucaristía, donde llega a su culmen el encuentro personal y comunitario con Jesucristo vivo, puerta de salvación, que se nos da a sí mismo como Palabra y como Pan de Vida, para renovar nuestras fuerzas y enviarnos al mundo a ser testigos de esperanza; testigos de Jesucristo, nuestra esperanza.

La vida de nuestro pueblo uruguayo está llena de expectativas, de anhelos, de pequeñas y grandes esperanzas que, muchas veces, no van más allá del horizonte de esta vida que conocemos. Algunas de ellas son nuestros deseos de realización personal, de felicidad; otras se abren a nuestra familia, a nuestras amistades… también a distintas formas de asociaciones, de esfuerzo común, de cooperación y solidaridad en la vida social. Con un corazón generoso, deseamos para toda la humanidad el fin de las guerras, la superación de la pobreza, una sociedad justa, libre, fraterna. Esos deseos nos motivan a caminar en la vida, a trabajar, a actuar, a unir fuerzas con otros para alcanzar metas de bien común.

La realidad nos trae hechos que contrastan muchos de esos esfuerzos, tanto en la vida personal como en la social. Algunas situaciones nos llevan a la desesperación, a un decir “esto no puede seguir así”, y tomamos decisiones desesperadas que, a menudo, terminan llevándonos a una situación peor.

Pero más aún que la desesperación, de la que de un modo u otro buscamos salir, nos amenaza un sentimiento paralizante, que puede quedarse instalado en nuestro corazón. 

Abrumados por dificultades y conflictos, por el aparente triunfo del mal en el mundo, especialmente manifestado en todas las formas de violencia, podemos caer en la desesperanza, esa sensación de que “todo puede seguir así indefinidamente”. No podemos dejarla quedarse. No podemos consentir al pesimismo ni al desencanto que nos llevan a pensar que ya no hay nada que hacer. “¡No nos dejemos robar la esperanza!”, nos pedía el papa Francisco: 

“¡No nos dejemos robar la esperanza!” (Evangelii Gaudium, 86)

Algunos han querido ver la esperanza cristiana de vida eterna, de vida más allá de la muerte, como si no fuera nada más que una ilusión, un consuelo para soportar los males de este mundo, una especie de placebo… no se dan cuenta de que, precisamente, cuando se borra o se descarta esa esperanza, la persona humana queda mutilada.

Como enseña el Concilio Vaticano II, cuando falta 

“esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas” [entre nosotros, vemos como se pierde el valor de cada vida, incluyendo la vida de los niños por nacer y de las personas en la etapa terminal de la existencia. Sigue diciendo el Concilio:] “los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación” (GS 21).

La esperanza cristiana no nos saca de este mundo, no nos lleva a la fuga o a la resignación, sino que le da a la vida de la humanidad entera una meta que está más allá de sus propios esfuerzos. La abre al don de Dios, al don de su Gracia, de su Amor, de su Misericordia.

En Jesucristo, nuestra esperanza, encontramos el sentido de nuestra peregrinación. 

En estos días en que estuve internado en el Hogar Sacerdotal, un sacerdote que vino a celebrar un domingo, nos contó lo que había vivido con su comunidad en una vigilia pascual. En la Iglesia apenas iluminada por las velas que sostenían los fieles, al llegar con el cirio encendido al pie del altar, lo primero que reflejó la luz del cirio fue la cruz. El cirio, luz de Cristo resucitado, ilumina la cruz.

La luz de Cristo resucitado nos dice que el amor de Dios ha vencido en la cruz. El amor ha prevalecido sobre el odio y la muerte. El fracaso, el dolor, el sufrimiento y todos los males del mundo no tienen la última palabra. La cruz abre el camino de la reconciliación y el perdón para nuestros pecados está abierto. La cruz, iluminada por la resurrección de Cristo. Como quisiéramos que esa luz llegue al corazón de cada persona que vive en nuestra tierra canaria. Tenemos que renovar en nuestras comunidades el espíritu misionero, para acercar a cada uno de nuestros hermanos y hermanas al encuentro con Jesucristo, nuestra esperanza.

Llamados como iglesia diocesana a ser testigos de esperanza para todo nuestro pueblo de Canelones, queremos, en este año jubilar, ofrecer un signo diocesano. 

Hemos recibido la promesa de que, el año próximo, podrá instalarse en nuestra diócesis una comunidad para la recuperación de adictos, que basa su propuesta en tres pilares: convivencia, trabajo y espiritualidad. Los invito a colaborar para que esto se haga realidad y que allí donde los monjes benedictinos construyeron el monasterio La Pascua, muchos jóvenes puedan ver iluminada su cruz con la luz de Cristo y pasar en Él de la muerte a la vida. Recemos y trabajemos para poder instalar allí una nueva comunidad, la cuarta en Uruguay, de la Fazenda de la Esperanza. 

Al convocar a este jubileo, el papa Francisco recordó que en 2031 se celebrarán los 500 años del acontecimiento guadalupano, la primera aparición de la Virgen a san Juan Diego, que de manera hermosa vimos representada hoy. 

Decía el papa: “Por medio de Juan Diego, la Madre de Dios hacía llegar un revolucionario mensaje de esperanza que aún hoy repite a todos los peregrinos y a los fieles: 

«¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?» 

Un mensaje similar se graba en los corazones en tantos santuarios marianos esparcidos por el mundo, metas de numerosos peregrinos, que confían a la Madre de Dios sus preocupaciones, sus dolores y sus esperanzas.”

Y bien, ese mensaje no solo está grabado en nuestros corazones, sino que está escrito allí, a la entrada de este santuario, junto a la imagen fundadora de la Virgen de Guadalupe. Que puedan ser muchos más quienes, como nosotros hoy, experimentamos aquí la cercanía de nuestra Madre, que nunca abandona a sus hijos y es signo de consuelo y madre de la esperanza, de Jesucristo, esperanza que no defrauda.

+ Heriberto, Obispo de Canelones.

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