Fra Angélico: La Anunciación (detalle) |
Queridos hermanos y hermanas:
En el camino del Adviento, la
Virgen María tiene un lugar especial, como aquella que de un modo único
ha esperado el cumplimiento de las promesas de Dios, acogiendo en la fe y
en la carne a Jesús, el Hijo de Dios, en obediencia total a la voluntad
divina. Hoy quisiera reflexionar con ustedes brevemente sobre la fe de
María a partir del gran misterio de la Anunciación.
“Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou”,“Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc. 1,28). Estas son las
palabras --relatadas por el evangelista Lucas--, con las que el arcángel
Gabriel saluda a María. A primera vista el término chaîre,
“alégrate”, parece un saludo normal, usual en la costumbre griega, pero
esta palabra, cuando se lee en el contexto de la tradición bíblica,
adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está
presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y
siempre como un anuncio de alegría para la venida del Mesías (cf. Sof.
3,14; Joel 2,21; Zac 9,9; Lam 4,21). El saludo del ángel a María es
entonces una invitación a la alegría, a una alegría profunda, anuncia el
fin de la tristeza que hay en el mundo frente al final de la vida, al
sufrimiento, a la muerte, al mal, a la oscuridad del mal que parece
oscurecer la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el comienzo
del Evangelio, la Buena Nueva.
¿Pero por qué María es invitada a
alegrarse de esta manera? La respuesta está en la segunda parte del
saludo: “El Señor está contigo”. También aquí, con el fin de comprender
bien el significado de la expresión debemos recurrir al Antiguo
Testamento. En el libro de Sofonías encontramos esta expresión“: ¡Grita
de alegría, hija de Sión!... El Rey de Israel, el Señor, está en medio
de ti… ¡El Señor, tu Dios, está en medio de ti, es un guerrero
victorioso!” (3,14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a
Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como un salvador y habitará en
medio de su pueblo, en el vientre de la hija de Sión. En el diálogo
entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se
identifica con el pueblo desposado con Dios, es en realidad la hija de
Sión en persona; en ella se cumple la espera de la venida definitiva de
Dios, en ella habita el Dios vivo.
En el saludo del ángel, María es llamada “llena de gracia”; en griego el término “gracia”, charis,
tiene la misma raíz lingüística de la palabra “alegría”. Incluso en
esta expresión se aclara aún más la fuente de la alegría de María: la
alegría proviene de la gracia, que viene de la comunión con Dios, de
tener una relación tan vital con Él, de ser morada del Espíritu Santo,
totalmente modelada por la acción de Dios. María es la criatura que de
una manera única ha abierto la puerta a su Creador, se ha puesto en sus
manos, sin límites. Ella vive totalmente de la y en la
relación con el Señor; es una actitud de escucha, atenta a reconocer
los signos de Dios en el camino de su pueblo; se inserta en una historia
de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido
de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la
voluntad divina en la obediencia de la fe.
El evangelista Lucas narra la
historia de María a través de un buen paralelismo con la historia de
Abraham. Así como el gran patriarca fue el padre de los creyentes, que
ha respondido al llamado de Dios a salir de la tierra en la que vivía,
de su seguridad, para iniciar el viaje hacia una tierra desconocida y
poseída solo por la promesa divina, así María confía plenamente en la
palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en un modelo y
madre de todos los creyentes.
Me gustaría hacer hincapié en
otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la
fe, también incluye el elemento de la oscuridad. La relación del ser
humano con Dios no anula la distancia entre el Creador y la criatura, no
elimina lo que el apóstol Pablo dijo ante la profundidad de la
sabiduría de Dios, “¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables
sus caminos!” (Rm. 11, 33). Pero así aquel –que como María--, está
abierto de modo total a Dios, llega a aceptar la voluntad de Dios, aún
si es misteriosa, a pesar de que a menudo no corresponde a la propia
voluntad y es una espada que atraviesa el alma, como proféticamente lo
dirá el viejo Simeón a María, en el momento en que Jesús es presentado
en el Templo (cf. Lc. 2,35). El camino de fe de Abraham incluye el
momento de la alegría por el don de su hijo Isaac, pero también un
momento de oscuridad, cuando tiene que subir al monte Moria para cumplir
con un gesto paradójico: Dios le pidió que sacrificara al hijo que le
acababa de dar. En el monte el ángel le dice: “No alargues tu mano
contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que eres temeroso de
Dios, ya que no me has negado tu único hijo” (Gen. 22,12); la plena
confianza de Abraham en el Dios fiel a su promesa existe incluso cuando
su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible de aceptar. Lo mismo
sucede con María, su fe vive la alegría de la Anunciación, pero también
pasa a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo, a fin de
llegar hasta la luz de la Resurrección.
No es diferente para el camino de
fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero también
encontramos pasajes en los que Dios parece ausente, su silencio pesa
sobre nuestro corazón y su voluntad no se corresponde con la nuestra,
con aquello que nos gustaría. Pero cuanto más nos abrimos a Dios,
recibimos el don de la fe, ponemos nuestra confianza en Él por completo
--como Abraham y como María--, tanto más Él nos hace capaces, con su
presencia, de vivir cada situación de la vida en paz y garantía de su
lealtad y de su amor. Pero esto significa salir de sí mismos y de los
propios proyectos, porque la Palabra de Dios es lámpara que guía
nuestros pensamientos y nuestras acciones.
Quiero volver a centrarme en un
aspecto que surge en las historias sobre la infancia de Jesús narradas
por san Lucas. María y José traen a su hijo a Jerusalén, al Templo, para
presentarlo y consagrarlo al Señor como es requerido por la ley de
Moisés: “Todo varón primogénito será consagrado al Señor” (Lc. 2,
22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido más
profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica del Jesús de
doce años que, después de tres días de búsqueda, se le encuentra en el
templo discutiendo entre los maestros. A las palabras llenas de
preocupación de María y José: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira,
tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”, corresponde la
misteriosa respuesta de Jesús: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo
debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,48-49). Es decir, en la
propiedad del Padre, en la casa del Padre, como lo está un hijo. María
debe renovar la fe profunda con la que dijo "sí" en la Anunciación; debe
aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús; debe
ser capaz de dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con
su misión. Y el "sí" de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de
la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más
difícil, el de la Cruz.
Frente a todo esto, podemos
preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María junto a su
Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la
confianza plena en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María
asume frente a lo que le está sucediendo en su vida. En la Anunciación,
ella se siente turbada al oír las palabras del ángel --es el temor que
siente el hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios--, pero no es
la actitud de quien tiene temor ante lo que Dios puede pedir. María
reflexiona, se interroga sobre el significado de tal saludo (cf. Lc.
1,29). La palabra griega que se usa en el Evangelio para definir este
“reflexionar”, “dielogizeto”, se refiere a la raíz de la
palabra “diálogo”. Esto significa que María entra en un diálogo íntimo
con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada, no la tiene por
superficial, sino la profundiza, la deja penetrar en su mente y en su
corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del
anuncio. Otra referencia sobre la actitud interior de María frente a la
acción de Dios la encontramos, siempre en el evangelio de san Lucas, en
el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los
pastores. Se dice que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en
su corazón” (Lc, 2,19); el término griego es symballon,
podríamos decir que Ella “unía”, “juntaba” en su corazón todos los
eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento, cada palabra, cada
hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba, reconociendo que
todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera
comprensión superficial de lo que sucede en su vida, sino que sabe
mirar en lo profundo, se deja interrrogar por los acontecimientos, los
procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe
puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de María,
que acoge dentro de sí misma incluso aquello que no comprende de la
acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón.
“Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de
parte del Señor” (Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe
que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Queridos amigos, la solemnidad de la Natividad del Señor, que pronto
celebraremos, nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de la
fe. La gloria de Dios se manifiesta en el triunfo y en el poder de un
rey, no brilla en una ciudad famosa, en un palacio suntuoso, sino que
vive en el vientre de una virgen, se revela en la pobreza de un niño.La omnipotencia de Dios, también en nuestras vidas, actúa con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, por lo tanto, que el poder inerme de aquel Niño, al final gana al ruido de los poderes del mundo.
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